Mucho me temo que ese fenómeno —extensible a otras áreas, como por ejemplo la alimentación— revela la existencia de un rechazo, más o menos explícito, a lo que constituye la esencia de nuestro tiempo; a saber, la tecnología y el milagro de la reproductibilidad —de la que la clonación no es sino el último estadio—. Sobra decir que ninguno de los partidarios de las artes tradicionales está dispuesto a renunciar a las ventajas del progreso. No; se trata de volver al pasado, pero con las comodidades del presente. Un imposible, en suma. La tendencia del ser humano a engañarse es proverbial. Sobre todo si las consecuencias son tan felices. Y el lenguaje, claro, sirve magníficamente a este propósito.
Otra variante de esa cruzada verbal contra la modernidad es el lema con que algunos ayuntamientos pretenden reducir la velocidad de los automóviles en los centros urbanos. Al experimento lo llaman «pacificación del tráfico». Como si, en vez de coches, lo que rodara por allí fueran tanques. Habrían podido usar «limitación o reducción de la velocidad»; pero no, el efecto no habría sido el mismo. Con el coche no caben miramientos. Estamos, sin lugar a dudas, ante una de las máximas encarnaciones del maligno. Del maligno tecnológico, se entiende. No basta con sembrar la ciudad de bucólicas bicicletas. Es la guerra, y ¿quién no desea la paz?
De todos modos, nada como «la lucha contra el cambio climático». Porque aquí el mecanismo ya no consiste en el uso de un concepto que remite a la Arcadia del pasado o al limbo buenista del presente, sino en la negación misma de la evolución. «Por el cambio», rezaban aquellos carteles del 82. Sí, aquellos.
ABC, 5 de julio de 2009.