Entre los ejemplos antiguos, merece la pena recordar el aportado por Joseph Roth en uno de los artículos de su «Viaje a Rusia», fechado a comienzos de 1927. Explica Roth que las universidades soviéticas, tras años de alfabetización intensiva, no daban abasto, por lo que los políticos resolvieron que los hijos de campesinos y obreros tuvieran preferencia a la hora de acceder a la educación superior. Que muchos de ellos —lo constató el propio escritor en Leningrado— fueran manifiestamente incapaces de construir una frase con un mínimo de corrección, no constituía óbice alguno. Allí sólo contaban la ideología y sus intereses.
Como sucede también en el caso, mucho más próximo, de la flamante Ley de Educación Catalana —aunque aquí la ideología se vista de lengua—. La consagración del catalán como única lengua de enseñanza en Cataluña descansa en el cuento de que el idioma llamado propio requiere cuidados especiales y esos cuidados sólo se los puede facilitar un sistema educativo catalanizado de cabo a cabo. Lo cual no sólo es una barbaridad en lo tocante a los derechos de los ciudadanos, sino que, encima, resulta contraproducente para la supervivencia misma del idioma en cuestión. El uso del catalán, sin ir más lejos, ha perdido en el último lustro —el más impositivo de los seis que llevamos de normalización lingüística— más de 10 puntos porcentuales.
Y es que la discriminación siempre es negativa. Incluso la positiva. La mayoría de los datos —como ha demostrado Thomas Sowell en «La discriminación positiva en el mundo»— así lo corroboran. Y, aparte de los datos, lo corrobora la aplicación sensata de la ley. Y, si no, que se lo pregunten a la juez Sonia Sotomayor, candidata de Obama al Tribunal Supremo de EE UU, que acaba de ver como el mismo tribunal del que aspira a formar parte ha amparado en una sentencia a unos bomberos de raza blanca que habían perdido el puesto de trabajo por el color de su piel y a los que ella, siendo juez federal, no quiso dar la razón.
ABC, 12 de julio de 2009.