Sin duda. Pero el verdadero motivo de la abstención —bien lo sabe la secretaria general— no era este. Aunque abstenerse signifique no pronunciarse, también significa —dado el carácter dinámico del proceso— dejar abierta la puerta a la posibilidad de optar finalmente por un sí o por un no. O sea, permitir que uno acabe pronunciándose en un sentido u otro. Y aquí el «uno» ya no alude al conjunto de las Comunidades gobernadas por el PP, sino a cada una de ellas. O, para no mezclar gobiernos y territorios —ese vicio tan arraigado en España, por obra y gracia del nacionalismo—, a cada uno de los gobiernos que las representan.
Porque si de algo no carece José Luis Rodríguez Zapatero es de astucia. Y esa astucia, aunque le toque aplicarla a la vicepresidenta Salgado, consiste en dividir al adversario para hacer bueno el dicho. No de otra forma puede entenderse la inclusión en el sistema de cálculo del criterio de dispersión de la población, tan beneficioso para una Comunidad de las características de Castilla y León. Eso sin contar, claro, con la dificultad para cualquier gobierno regional de oponerse a una medida que, quieras que no, siempre va a incrementar las arcas que ese mismo gobierno administra.
Por si no bastara con lo anterior, luego viene la refriega, en la que los socialistas son unos verdaderos maestros. Piénsese, por ejemplo, en la acusación de catalanofobia lanzada por el vicepresidente Chaves a quienes osan criticar el modelo con el argumento de que favorece a Cataluña, y en el rédito que semejante descalificación suele proporcionar al partido en el Gobierno. O en las declaraciones de Leire Pajín, espetándole a Esperanza Aguirre que, si no le gusta lo que le ofrecen, pues nada, que renuncie a ello —lo cual, por cierto, constituye un argumento incontestable—.
Pero la señal definitiva de que la división popular es un hecho y el consiguiente triunfo socialista una realidad, la ha dado Alicia Sánchez-Camacho, la presidenta del PP catalán, al confesar que ya ha advertido a sus correligionarios gallegos y madrileños —los más críticos con el nuevo modelo de financiación— de que hay que evitar por todos los medios que la catalanofobia progrese.
Cuando se empieza asumiendo el lenguaje del adversario, se acaba por asumir su doctrina misma. Suponiendo, claro, que las cosas no hayan ido al revés. Sea como sea, la culpa no es de Sánchez-Camacho. Ella, al fin y al cabo, no es sino una víctima más de un modelo de Estado que no parece tener otro fin que la liquidación del propio Estado.
ABC, 25 de julio de 2009.