«L’important c’est la rose», cantaba Gilbert Bécaud. Era un consuelo —un consuelo poético—. Si te ha dejado la novia, si estás sin blanca, si eres un pobre huérfano muerto de frío, consuélate pensando que nada hay tan importante en la vida como la rosa. No es el caso de Artur Mas, claro; que se sepa, ni le falta pareja, ni le falta dinero, ni le falta madre. Y, sin embargo, él también se agarra a la rosa para huir de este mundo. Lo hizo el pasado Sant Jordi, rompiendo con la costumbre presidencial de no discursear en semejante jornada —se ve que el hombre anda apurado de tiempo y no desaprovecha ocasión para declararse al pueblo cuya voluntad cree encarnar—. Y lo curioso es que la rosa de Mas, a juzgar por sus propias palabras —o por las que el negro o la negra de turno hilvanó con su consentimiento—, no es una rosa, una rosa, una rosa —o sea, una rosa cualquiera—, sino una concreta, particular. Y lo más curioso aún es que esa rosa tiene espinas. «Nuestra rosa, de la que debemos ocuparnos, tiene espinas», declamó el presidente de la Generalitat, como si hubiera descubierto la pólvora, como si ignorara, en suma, que no hay rosa sin espinas. Pero no, no fue un olvido. Ni siquiera un lapsus. Porque esas espinas a las que aludió Mas son circunstanciales: corresponden, según él, a los tiempos difíciles en que viven sus compatriotas, catalanes todos y destinatarios únicos de su mensaje. En otras palabras, el día en que escampe, el día en que los catalanes dejen de vagar por su tierra como alma en pena y sean por fin dueños de sus destinos, esa rosa ya no tendrá espinas. Será una rosa hecha a medida, una rosa transgénica, libre de impurezas, que habrá materializado con éxito su propia transición nacional.

No sé si la metáfora floral echará raíces en el imaginario presidencial o si acabará siendo —y nunca mejor dicho— flor de un día. Pero yo, de Mas, no la desecharía tan pronto. Con respecto a la del viaje a Ítaca, tan sobada, posee indiscutibles ventajas. Sin ir más lejos, la imposibilidad de un naufragio. Ahí es nada.

(ABC, 27 de abril de 2013)

La rosa de Mas

    27 de abril de 2013
El 24 de marzo de 1930, aprovechando que Ramón Menéndez Pidal se hallaba todavía en Barcelona, donde había participado en primera línea en los tan celebrados actos de homenaje de los intelectuales de Cataluña a sus homólogos del resto de España por su pasada solidaridad con la lengua catalana, Lluís Nicolau d’Olwer se lo llevó a visitar las escuelas municipales. Por entonces, Menéndez Pidal llevaba ya cinco años como director de la Real Academia Española. Y Nicolau d’Olwer, dirigente de la muy nacionalista Acció Catalana, acababa de ser repuesto por el Gobierno Berenguer en su cargo de concejal del Ayuntamiento, desde el que había impulsado, entre 1916 y 1923, el aprendizaje en lengua materna en los centros docentes dependientes del municipio. A ambos les unía, pues, la preocupación por el idioma y por su enseñanza. Y comoquiera que el director de la Academia estaba interesado en conocer de primera mano lo realizado en estas escuelas antes de que el golpe del general Primo de Rivera lo echara todo a perder, Nicolau d’Olwer se había ofrecido a acompañarle y hacerle de cicerone. Cuatro horas duró la visita, y en esas cuatro horas Menéndez Pidal fue informado, por parte de los propios maestros allí empleados, de la importancia de la obra educativa anterior a la dictadura primorriverista y, en consecuencia, de la barbaridad que había supuesto eliminarla de cuajo.

Tan impresionado quedó el ilustre académico que no pudo por menos de declarar a la prensa local que, nada más regresar a Madrid, pensaba entrevistarse con el ministro de Instrucción Pública, Elías Tormo, para trasladarle la necesidad de volver a introducir el aprendizaje en el idioma materno —o sea, en catalán, en este caso— en las escuelas municipales barcelonesas. Con este razonamiento: «Una lección de cosas, una descripción, una narración que no se les dé en su lengua materna, ¿qué serie de dificultades no supone para su comprensión y, por tanto, para su instrucción y su educación? Me parece sencillamente un absurdo pedagógico pretender elevar a un niño al conocimiento que sea valiéndose como instrumento de una cosa que no conoce; como me parece absurdo también, y hasta podríamos calificarlo de cruel, lo que se ha hecho estos últimos años con la enseñanza de los sordomudos, privándoles de la enseñanza en catalán, con la cual privación se encuentran con que después, en la vida corriente, por la calle, por donde sea, no entienden nada, por la sencilla razón de que la lengua popular es el catalán». Todo lo cual le llevaba a concluir que no había otra solución que el bilingüismo, esto es, «enseñar a la infancia catalana en catalán y a la castellana en castellano».

Eran otros tiempos, claro. Por un lado, la relación entre los hablantes de uno y otro idioma era en Cataluña de 75 a 25 a favor de los catalanohablantes, mientras que ahora resulta ligeramente favorable a los castellanohablantes. Por otro, existía en la España culta un consenso bastante generalizado sobre la bondad de la enseñanza en lengua materna —y no digamos ya entre quienes sufrían o habían sufrido la prohibición de instruir a sus hijos conforme a ese principio educativo—. Y, en fin, el propio Estatuto de Núria, en su versión inicial —o sea, en la que entró en las Cortes en agosto de 1931 tras ser aprobada en referéndum por tres cuartas partes de los electores catalanes y antes de que el proceso constituyente la convirtiera en papel mojado—, recogía en su articulado esa preocupación: tras estipular que en la Cataluña soñada no habría otro idioma oficial que el catalán, el artículo 31 precisaba que la Generalitat mantendría «escuelas primarias de lengua castellana en todos los núcleos de población donde hubiera un mínimo de 40 niños de lengua castellana», lo que equivalía a garantizar la enseñanza en esta lengua en buena parte del territorio.

Ese fue también el modelo educativo preconizado durante la dictadura del general Franco. Por supuesto, no por parte del régimen, sino de la oposición, y muy especialmente de la agrupada en torno al catalanismo —lo que no significa que en el llamado franquismo sociológico no hubiera asimismo partidarios de la implantación de una enseñanza en lengua materna—. Por lo demás, esa querencia tuvo el debido reflejo en el campo educativo. Y lo tuvo en Cataluña, cómo no. La Escuela de Maestros Rosa Sensat, icono de los movimientos de renovación pedagógica en los años sesenta y setenta, edificó sobre este mismo principio su actividad. Su referente fueron las escuelas de la Generalitat durante la Segunda República —que no eran sino la prolongación de aquellas que Nicolau d’Olwer había impulsado en vísperas de la dictadura primorriverista— y su salvoconducto, un informe de la UNESCO, elaborado por un comité de expertos en 1953, que prescribía la idoneidad de la enseñanza en lengua materna, tanto desde el punto de vista pedagógico como psicológico o sociológico.

Eran otros tiempos, decíamos. Porque la llegada a España de la democracia y, con ella, de la autonomía, permitió que aquel absurdo pedagógico que Menéndez Pidal denunciara hace más de ocho décadas como propio de un sistema autoritario y contrario, pues, al ejercicio de las libertades fuera asentándose, por vía de paradoja, en la Comunidad Autónoma catalana —e insinuándose, en menor o mayor medida, en cuantas Comunidades disponían, como Cataluña, de más de una lengua oficial—. Al margen de la ley, por supuesto. O sea, con la fuerza de los hechos y abusando de las prerrogativas que confiere el ser parte del Estado. Así, cuando uno compara la situación actual con la vivida por Menéndez Pidal en 1930, no encuentra apenas diferencias, ni siquiera en lo tocante a los niños sordomudos; sólo ha cambiado la naturaleza de las víctimas: si antes eran catalanohablantes, ahora son castellanohablantes.

No parece, con todo, que ese estado de cosas pueda prolongarse mucho más. Las recientes sentencias de los tribunales dando la razón a los padres que reclaman una enseñanza en castellano para sus hijos y obligando a la Generalitat a escolarizarlos también en esta lengua junto al resto de la clase no permiten otra salida, a corto o medio plazo, que una remoción radical del modelo de enseñanza catalán: el paso de un modelo de inmersión a uno de conjunción lingüística, en el que la primera enseñanza se dé en la lengua materna del alumno o en aquella que libremente escojan sus padres y en el que ambas lenguas oficiales, amén de ser estudiadas y aprendidas, tengan una presencia equilibrada en los demás ciclos educativos. Por descontado, el Gobierno de la Generalitat y el catalanismo partidista se resistirán tanto como puedan. Pero la ley es la ley, y debe aplicarse. En este sentido, no estaría de más que el Ministerio de Educación aprovechara la ocasión para introducir en el ultimísimo borrador de la LOMCE cuantas disposiciones sean necesarias para garantizar que el rumbo ya no va a torcerse y que aquel absurdo pedagógico al que aludía Menéndez Pidal es ya definitivamente cosa del pasado.

(ABC, 20 de abril de 2013)

Un absurdo pedagógico

    21 de abril de 2013
Ha llegado a mis pantallas, vía La Voz de Barcelona, un documento futurista. Se titula «La futura força de defensa de Catalunya», lleva fecha de 1 de abril de 2013 y está firmado por el Centre d’Estudis Estratègics de Catalunya (CEEC). O sea, es obra de Miquel Sellarès, el hombre que declaraba hace poco que los catalanes estamos en guerra y no nos damos cuenta. Dejemos ahora a un lado, si les parece, los problemas de Sellarès con la justicia, su afición a los confidenciales o el que su vida laboral, si así puede llamársele, se haya desarrollado hasta la fecha a costa de los contribuyentes; dejemos todo esto, centrémonos en el hecho de que el inspirador del texto pasa por ser el máximo experto en seguridad de Cataluña y entremos de una vez en materia. Lo primero que llama la atención del documento —amén de una sintaxis llena de solecismos— es la falta de fe del CEEC en lo que escribe. Según propia confesión, su «ejercicio de simulación» es «discutible y modelable» y no pretende abrir con él ni «una gran polémica ni un gran debate». Se comprende. Entre otras razones, porque parte de un imposible, cuando menos a tenor de la actual legislación: la pertenencia del futuro Estado catalán al marco europeo (UE) y atlántico (OTAN). Pero, en fin, la simulación, ya se sabe, tiene estas cosas. Por lo demás, el documento ofrece consideraciones tan novedosas como que la proliferación de armas de destrucción masiva constituye la mayor de las amenazas que se ciernen sobre el «nasciturus», o consideraciones tan decisivas como que la descomposición de los Estados —entre los que no se incluye, claro, el propio «nasciturus»— puede pillar en el futuro a miles de catalanes en la necesidad de ser evacuados. Pero acaso lo más relevante sea esa minuciosa «Hoja de ruta para crear las futuras Fuerzas de Defensa de Cataluña» (FDC) con que se cierra el documento, en la que se llega incluso a indicar los niveles de catalán exigibles a los mandos y a la tropa y donde sólo queda por precisar la hechura y el color de los respectivos uniformes. En fin, el delirio nacionalista por tierra, mar y aire.

(ABC, 20 de abril de 2013)

La Cataluña futurista

    20 de abril de 2013
El esperpento protagonizado el pasado jueves en el Congreso de los Diputados por los Laurel y Hardy de Esquerra Republicana, con el apoyo de una secundaria correligionaria, da idea del grado de perversión y embrutecimiento a que ha llegado la política lingüística practicada por el nacionalismo catalán. Y no por el esperpento en sí, que al fin y al cabo cuenta ya con más de un precedente en el mismo escenario y a cargo de los mismos cómicos. Ni siquiera por el burdo paralelismo establecido en sus efímeras intervenciones entre los centros de enseñanza de una Comunidad Autónoma con dos lenguas oficiales, por un lado, y una institución representativa de la soberanía nacional donde no rige, como es natural, otra lengua oficial que la del Estado, por otro. No, lo que en verdad resulta llamativo de la reacción del catalanismo ejerciente y latente ante los distintos autos del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) que obligan a escolarizar en castellano a los alumnos cuyos padres así lo hayan solicitado, y no en solitario, como unos apestados, sino junto al resto del grupo, es la facilidad con que se implanta la impostura. Cuando gran parte de los partidos políticos y el conjunto de los medios de comunicación públicos o semipúblicos catalanes se preguntan —retóricamente, no hace falta decirlo— si es justo que una clase entera deba cambiar de idioma porque la familia de uno de los alumnos así lo solicita, no sólo están falseando el sentido de los autos del TSJC, sino que convierten la ilegalidad —esto es, el modelo educativo catalán— en el marco de referencia. En otras palabras: no se preguntan si es justo que la clase entera haya sido escolarizada durante más de dos décadas y sin apelación posible en catalán y nada más que en catalán. Es más, ni se les ocurre planteárselo.

Así las cosas, el anuncio de que la Fiscalía piensa actuar contra la consejera Rigau si esta no acata el fallo del Tribunal es una excelente noticia. O la ley vuelve a ser el marco de referencia en España o este país se convertirá —por esa y por otras razones— en un verdadero esperpento.

(ABC, 13 de abril de 2013)

Esperpentos lingüísticos

    13 de abril de 2013
A Irene Rigau y al Gobierno del que forma parte nunca les han interesado los números. Ni los hechos. Sus razones no son de este mundo, por lo que no van a perder el tiempo poniéndolas a remojar en la realidad. No ocurre lo propio con los que no comulgan con el actual Gobierno de la Generalitat ni con el nacionalismo todo. A esos sí les interesan los números. Es el caso del diputado popular Enric Millo, que preguntó a la consejera de Educación por el número de padres que han solicitado, en lo que va de curso, que sus hijos sean escolarizados en castellano. La consejera ha contestado y ha dicho 17. Sí, 17. Y en el curso anterior 106. O sea que, encima, cuesta abajo. Para que luego vayan diciendo que existe un problema en el sistema educativo catalán —si bien Francisco Caja, de Convivencia Cívica, sostiene que Rigau miente, pues sólo su asociación ha presentado más de 500 solicitudes por curso—. Como es natural, desde las filas populares han aducido que el número no es representativo, dada la cantidad de trabas, dilaciones y presiones a que se ven sometidas las familias que pretenden ejercer ese derecho constitucional. En otras palabras: esgrimió razones —eso sí, de este mundo— para rebatir la insignificancia del número. Nada que objetar, claro. Pero más les valdría a los populares y a cuantos perseveran en la noble tarea de defender las libertades en las cuatro esquinas de Cataluña no volver a hacer en el futuro semejante  pregunta. Lo único que consiguen es reforzar con hechos las espurias razones del nacionalismo. Los números que importan ya están ahí, mal que le pese al Gobierno catalán. Es ese porcentaje de población catalanohablante y castellanohablante casi parejo. Son esas sentencias de los tribunales favorables a la implantación de una enseñanza bilingüe. Es esa vergonzosa singularidad del sistema educativo catalán en el conjunto de Europa. Son todos aquellos hechos, en definitiva, de los que el nacionalismo no quiere ni oír hablar.

(ABC, 6 de abril de 2013)


Números y razones

    6 de abril de 2013