Tan impresionado quedó el ilustre académico que no pudo por menos de declarar a la prensa local que, nada más regresar a Madrid, pensaba entrevistarse con el ministro de Instrucción Pública, Elías Tormo, para trasladarle la necesidad de volver a introducir el aprendizaje en el idioma materno —o sea, en catalán, en este caso— en las escuelas municipales barcelonesas. Con este razonamiento: «Una lección de cosas, una descripción, una narración que no se les dé en su lengua materna, ¿qué serie de dificultades no supone para su comprensión y, por tanto, para su instrucción y su educación? Me parece sencillamente un absurdo pedagógico pretender elevar a un niño al conocimiento que sea valiéndose como instrumento de una cosa que no conoce; como me parece absurdo también, y hasta podríamos calificarlo de cruel, lo que se ha hecho estos últimos años con la enseñanza de los sordomudos, privándoles de la enseñanza en catalán, con la cual privación se encuentran con que después, en la vida corriente, por la calle, por donde sea, no entienden nada, por la sencilla razón de que la lengua popular es el catalán». Todo lo cual le llevaba a concluir que no había otra solución que el bilingüismo, esto es, «enseñar a la infancia catalana en catalán y a la castellana en castellano».
Eran otros tiempos, claro. Por un lado, la relación entre los hablantes de uno y otro idioma era en Cataluña de 75 a 25 a favor de los catalanohablantes, mientras que ahora resulta ligeramente favorable a los castellanohablantes. Por otro, existía en la España culta un consenso bastante generalizado sobre la bondad de la enseñanza en lengua materna —y no digamos ya entre quienes sufrían o habían sufrido la prohibición de instruir a sus hijos conforme a ese principio educativo—. Y, en fin, el propio Estatuto de Núria, en su versión inicial —o sea, en la que entró en las Cortes en agosto de 1931 tras ser aprobada en referéndum por tres cuartas partes de los electores catalanes y antes de que el proceso constituyente la convirtiera en papel mojado—, recogía en su articulado esa preocupación: tras estipular que en la Cataluña soñada no habría otro idioma oficial que el catalán, el artículo 31 precisaba que la Generalitat mantendría «escuelas primarias de lengua castellana en todos los núcleos de población donde hubiera un mínimo de 40 niños de lengua castellana», lo que equivalía a garantizar la enseñanza en esta lengua en buena parte del territorio.
Ese fue también el modelo educativo preconizado durante la dictadura del general Franco. Por supuesto, no por parte del régimen, sino de la oposición, y muy especialmente de la agrupada en torno al catalanismo —lo que no significa que en el llamado franquismo sociológico no hubiera asimismo partidarios de la implantación de una enseñanza en lengua materna—. Por lo demás, esa querencia tuvo el debido reflejo en el campo educativo. Y lo tuvo en Cataluña, cómo no. La Escuela de Maestros Rosa Sensat, icono de los movimientos de renovación pedagógica en los años sesenta y setenta, edificó sobre este mismo principio su actividad. Su referente fueron las escuelas de la Generalitat durante la Segunda República —que no eran sino la prolongación de aquellas que Nicolau d’Olwer había impulsado en vísperas de la dictadura primorriverista— y su salvoconducto, un informe de la UNESCO, elaborado por un comité de expertos en 1953, que prescribía la idoneidad de la enseñanza en lengua materna, tanto desde el punto de vista pedagógico como psicológico o sociológico.
Eran otros tiempos, decíamos. Porque la llegada a España de la democracia y, con ella, de la autonomía, permitió que aquel absurdo pedagógico que Menéndez Pidal denunciara hace más de ocho décadas como propio de un sistema autoritario y contrario, pues, al ejercicio de las libertades fuera asentándose, por vía de paradoja, en la Comunidad Autónoma catalana —e insinuándose, en menor o mayor medida, en cuantas Comunidades disponían, como Cataluña, de más de una lengua oficial—. Al margen de la ley, por supuesto. O sea, con la fuerza de los hechos y abusando de las prerrogativas que confiere el ser parte del Estado. Así, cuando uno compara la situación actual con la vivida por Menéndez Pidal en 1930, no encuentra apenas diferencias, ni siquiera en lo tocante a los niños sordomudos; sólo ha cambiado la naturaleza de las víctimas: si antes eran catalanohablantes, ahora son castellanohablantes.
No parece, con todo, que ese estado de cosas pueda prolongarse mucho más. Las recientes sentencias de los tribunales dando la razón a los padres que reclaman una enseñanza en castellano para sus hijos y obligando a la Generalitat a escolarizarlos también en esta lengua junto al resto de la clase no permiten otra salida, a corto o medio plazo, que una remoción radical del modelo de enseñanza catalán: el paso de un modelo de inmersión a uno de conjunción lingüística, en el que la primera enseñanza se dé en la lengua materna del alumno o en aquella que libremente escojan sus padres y en el que ambas lenguas oficiales, amén de ser estudiadas y aprendidas, tengan una presencia equilibrada en los demás ciclos educativos. Por descontado, el Gobierno de la Generalitat y el catalanismo partidista se resistirán tanto como puedan. Pero la ley es la ley, y debe aplicarse. En este sentido, no estaría de más que el Ministerio de Educación aprovechara la ocasión para introducir en el ultimísimo borrador de la LOMCE cuantas disposiciones sean necesarias para garantizar que el rumbo ya no va a torcerse y que aquel absurdo pedagógico al que aludía Menéndez Pidal es ya definitivamente cosa del pasado.
(ABC, 20 de abril de 2013)