ABC, 30 de marzo de 2013.
La reunión del pasado lunes en la Moncloa entre Mariano Rajoy y Artur Mas sin luz ni taquígrafos —o, al menos, sin los habituales apretones de manos en la escalinata de acceso al Palacio y la habitual comparecencia ante los medios del honorable visitante— permite toda clase de conjeturas. Para empezar, el carácter secreto de la entrevista —secreto hasta que una de las partes ha decidido que dejara de serlo, claro— parece obedecer al deseo del presidente de la Generalitat, acuciado por la necesidad de flexibilizar el objetivo de déficit y de lograr del Gobierno central una línea de crédito para afrontar los pagos más perentorios, lo cual puede facilitarle, en último término, el sí de ERC a los presupuestos del año en curso. O sea, nada que ver con la entrevista anterior, la de septiembre de 2012, cuando el líder nacionalista se desplazó a Madrid para escenificar, con calculada bravuconería, la ruptura del diálogo entre centro y periferia. Pero si ese aflojamiento de tuercas económicas y financieras de un Gobierno a otro, si ese trato de favor, en definitiva, no ha comportado una renuncia de la Generalitat a sus planes plebiscitarios o, como mínimo, un aplazamiento de estos —y los primeros en proclamar que todo sigue igual en este punto son los propios soberanistas, sin que hasta el momento hayan sido desmentidos por la otra parte contratante—, menudo negocio. Porque esos pactos a oscuras acaso puedan calmar hasta cierto punto las aguas catalanas —por ejemplo, las empresariales, que tanto han requerido, en los últimos tiempos, esa reapertura del diálogo—, pero seguro que van a agitar las del resto del país. Muchos españoles están sin duda dispuestos a aceptar cierto grado de excepcionalidad catalana, pero siempre y cuando ese privilegio se vea correspondido con una lealtad institucional y una solidaridad interterritorial. Esto es, con una apuesta decidida por un proyecto común llamado España. De lo contrario, más que una cita a oscuras, la del lunes habrá sido una cita a ciegas.
ABC, 30 de marzo de 2013.
ABC, 30 de marzo de 2013.
A oscuras
30 de marzo de 2013
Hará cosa de un mes estuve en Altamira. El hecho no tendría mayor importancia si no fuera porque era la primera vez y las experiencias inaugurales siempre dejan huella. Al contrario de lo que ocurre en otros lugares donde también se exhiben pinturas, en Altamira las pinturas no se ven, el goce artístico no se da. O, si lo prefieren, se da, pero por vía interpuesta. Y es que allí uno no se mete en la cueva, sino en la neocueva, o sea, en la falsa cueva creada a imagen y semejanza de la auténtica. Se comprende. Lo aconsejan estrictas razones de conservación, pero también de comodidad para el visitante. Y razones didácticas. Si lo que uno persigue es enterarse de cómo iba aquello, nada mejor que mostrárselo con todos los aparejos necesarios. Entre los que se cuenta, claro, el guía. O la guía, como fue mi caso. A medida que recorríamos la neocueva, aquella joven sobradamente preparada iba explicando, con envidiable competencia, los pormenores existenciales de aquellos hombres y mujeres de las cavernas y, en particular, claro, su pasión pictórica. Y, en esas, nos comunicó, exultante, que las últimas y recentísimas investigaciones permitían datar determinadas pinturas de 35.000 años antes del tiempo presente. Como es natural, a algunos visitantes eso del tiempo presente les produjo cierta confusión. ¿El tiempo presente? ¿O acaso ya no se datan los hechos tomando el nacimiento de Cristo como referencia? No, respondía la guía, entre la comunidad científica se habla de tiempo presente. Ah, ya entiendo, terciaba otro profano, el tiempo presente es 2013, por lo que si tomáramos como referencia el nacimiento de Cristo los 35.000 de antes se convertirían en algo más de 37.000, ¿verdad? No, no, replicaba la guía, el tiempo presente y el nacimiento de Cristo son uno y lo mismo. Entonces, ¿a qué cambiar la denominación?, le objetaba un tercero. Y no hubo respuesta.
¿Qué sería de las disciplinas científicas —y de toda laya— si no pudieran dotarse de su propia jerga?
(ABC, 23 de marzo de 2013)
¿Qué sería de las disciplinas científicas —y de toda laya— si no pudieran dotarse de su propia jerga?
(ABC, 23 de marzo de 2013)
[ Porque hoy es sábado ]
Neocuevas y neolenguas
23 de marzo de 2013
Algunos desalmados, entre los que me cuento, venimos denunciando desde hace años que el problema está en la base. O sea, en primaria y, si me apuran, en los últimos cursos de infantil. Por descontado, ello no significa que el actual modelo educativo no tenga algo que ver en la existencia misma del problema. Claro que tiene que ver. Y mucho. Pero si ese modelo es el que es y no otro, ello se debe a que la enseñanza española lleva por lo menos un cuarto de siglo en manos de maestros, ideada por ellos y para ellos. Y cuando digo la enseñanza digo toda la enseñanza, desde los tramos liminares hasta los superiores —el llamado Plan Bolonia, tal y como se está aplicando por estos pagos, no constituye sino una extensión a la universidad del espíritu de primaria—. En qué ha parado semejante estado de cosas es de sobra conocido: España, en lo que a resultados educativos se refiere, se halla a la cola del mundo desarrollado y sin atisbo alguno de abandonar en un futuro próximo tan privilegiado lugar. De ahí que la noticia difundida esta semana por la Consejería de Educación de la Comunidad de Madrid según la cual un 86% de los aspirantes a una plaza de maestro suspendieron la prueba de conocimientos realizada a finales de 2011 —lo que significa que todos ellos ignoraban lo que un chaval de primaria debería saber si fuera convenientemente evaluado—, por muy insólita que parezca, no deja de resultar comprensible. Aun así, lo más grave no es eso, sino que sólo un 11% de los interinos seleccionados para dar clase en el curso académico hubieran superado la mencionada prueba; la normativa impuesta por los sindicatos, que hace valer ante todo la antigüedad del candidato, había obrado el milagro.
Desde hace un montón de años, a los maestros se les instruye para que cambien de «paradigma educativo» o, lo que es lo mismo, se les enseña que lo verdaderamente importante es «aprender a aprender». Y al final, claro, de tanto aprender a aprender no aprenden nada de nada.
(ABC, 16 de marzo de 2013)
Desde hace un montón de años, a los maestros se les instruye para que cambien de «paradigma educativo» o, lo que es lo mismo, se les enseña que lo verdaderamente importante es «aprender a aprender». Y al final, claro, de tanto aprender a aprender no aprenden nada de nada.
(ABC, 16 de marzo de 2013)
[ Porque hoy es sábado ]
La ignorancia maestra
16 de marzo de 2013
Compañeros de viaje (adelanto)
14 de marzo de 2013
El baluarte inexpugnable
Aquel verano de 1933 fue uno de los más largos que se recuerdan. Por supuesto, no es que el Gobierno de la República resolviera prolongarlo por decreto, retrasando, pongamos por caso, la estación más allá del equinoccio de otoño; no, la cosa no llegó a tanto. Pero, para buena parte de quienes vivían pendientes de la cosa pública —y no eran pocos entonces en España—, la sensación dominante era de que aquello se alargaba y se alargaba. Por más que la Constitución llevara ya año y medio en vigor, las Cortes seguían siendo constituyentes. Y ello era así porque el Gobierno, presidido por Manuel Azaña y formado por una coalición republicano-socialista de la que se había desgajado a finales de 1931 el Partido Republicano Radical de Alejandro Lerroux, consideraba que no procedía convocar de nuevo a las urnas hasta que toda la batería de leyes y reformas que derivaban del flamante texto constitucional estuviera aprobada. Como es natural, ni la oposición de derechas ni los viejos aliados radicales opinaban lo mismo, y más teniendo en cuenta que a estas alturas de 1933 ya no quedaba casi nada importante que legislar. Pero tanto daba. La mayoría es la mayoría y Azaña, sobra añadirlo, la tenía.
Entre quienes seguían de cerca la actividad política y participaban de ese cansancio por la situación presente estaba el catalán Josep Pla, corresponsal en Madrid de La Veu de Catalunya, órgano de la Lliga Catalana de Francesc Cambó. El 6 de julio Pla escribía: «Si el calor continúa, dentro de pocos días en el ambiente político no se hablará de otra cosa que de las vacaciones parlamentarias. El Parlamento da la impresión de un agotamiento general, de un agotamiento total. Cada día asisten menos diputados y nada de lo que pasa adentro llega a interesar a la gente». Y el 14 del mismo mes era su paisano Gaziel quien se refería en las páginas de La Vanguardia a «la progresiva sensación de malestar y de interinidad que se experimenta en nuestra vida pública» y a la imperiosa necesidad de aliviarla. En el fondo, tanto uno como otro expresaban, bajo un prisma catalanista y conservador, lo que ya empezaba a ser por entonces una impresión bastante común: la de que el Gobierno presidido por Azaña había dejado de ser representativo del sentir mayoritario de los españoles.
Pero, comoquiera que una impresión sólo tiene valor si se convierte en hecho, hubo que esperar a comienzos de septiembre para encontrar una salida al enquistamiento político. El resultado de las elecciones destinadas a completar el Tribunal de Garantías Constitucionales, donde 15 de sus 25 miembros debían ser elegidos por los Ayuntamientos, demostró bien a las claras que la opinión del país distaba mucho de ser la que aún reflejaba la composición de las Cortes. Y, así las cosas, al presidente de la República, Niceto Alcalá-Zamora, le faltó tiempo para retirarle la confianza a Azaña —algo que llevaba meses deseando— y abrir un periodo de consultas con los líderes políticos que acabaría derivando en la convocatoria de elecciones generales para el 19 de noviembre.
Esos comicios no fueron como los precedentes. Por un lado, eran los primeros que se celebraban tras la aprobación de la Constitución republicana y de las leyes que de ella emanaban. Por otro, el censo electoral se había más que duplicado, debido a la incorporación del sufragio femenino y a la rebaja de la edad de voto de los 25 a los 23 años. Y, en fin, si en junio de 1931 la izquierda había concurrido unida y la derecha notoriamente desperdigada, ahora era al revés, hasta el punto de que en determinadas regiones españolas la CEDA —la coalición construida en torno al partido de José María Gil-Robles, Acción Popular— se había aliado con los republicanos de Lerroux. De resultas de todo lo anterior y de un sistema electoral que primaba a las mayorías, los partidos de derecha y de centro vencieron con relativa claridad en las urnas y, sobre todo, apabullaron en el Parlamento.
En Cataluña el resultado fue más ajustado que en el resto de España. Aun así, la victoria recayó igualmente en el centroderecha, o sea, en la Lliga y demás fuerzas coaligadas. Lo cual supuso que, por primera vez desde el advenimiento del nuevo régimen, la Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) de Francesc Macià tuviera que compartir el poder. No en la propia región, donde gobernaba en solitario desde el 14 de abril de 1931 y donde el 20 de noviembre de 1932 —una vez aprobado, tras una larguísima tramitación parlamentaria, el Estatuto de Autonomía— se había impuesto holgadamente en las elecciones al Parlamento regional, sino en el conjunto de España. Porque, en adelante, los intereses de Cataluña en relación con el Gobierno de la República no iba a defenderlos ya únicamente Esquerra; también la Lliga. Y con mayor razón dada la afinidad ideológica entre las huestes de Cambó y las del nuevo Ejecutivo de Madrid, integrado por los radicales de Lerroux y apoyado en las Cortes por el bloque de derechas liderado por la CEDA —además de por la propia Lliga, claro—.
Pero la campaña electoral había dejado ya algunos indicios de que esa cohabitación no iba a resultar nada fácil si finalmente ganaban las derechas. El 22 de octubre de 1933, durante un festival atlético celebrado en el Estadio de Montjuïc y en el que desfilaron ocho mil jóvenes uniformados de Estat Català —los famosos escamots—, partido integrado en Esquerra, Macià, que presidía el acto acompañado de Lluís Companys —primer presidente del Parlamento regional y reciente exministro de Marina—, proclamó lo siguiente: «Si a través de España triunfase una fuerza reaccionaria, Cataluña sería un baluarte inexpugnable. (…) Cataluña no permitirá que le sean retiradas las libertades obtenidas». Una afirmación que, aunque proferida en plena campaña y en loor de multitudes, daba sin duda que pensar. Por un lado, el presidente de la Generalitat no podía concebir ni, por lo tanto, aceptar —él era Cataluña, no hace falta añadirlo— que el Gobierno de la República se hallara en otras manos que en las de la izquierda republicana; por otro, no estaba dispuesto a renunciar a nada de lo logrado en el campo del autogobierno. De lo que se seguía, claro, que una victoria de la reacción, es decir, de la derecha, iba a traer por fuerza aparejado un recorte de esas libertades catalanas.
En el fondo, esa idea de que la República española sólo podía ser gobernada por la izquierda era compartida por todos los grupos que habían ejercido hasta entonces el poder, con la excepción del Partido Republicano Radical de Lerroux y de la Derecha Liberal Republicana de Alcalá-Zamora y Miguel Maura. En la campaña misma, muchos líderes izquierdistas, al margen de las siglas que tuvieran detrás, habían insistido en ello. Y, ya desde antes incluso, los dirigentes del Partido Socialista habían ido más allá en sus discursos al renegar de la democracia liberal y de la propia República y abogar lisa y llanamente por la instauración de la dictadura del proletariado. Con semejante panorama, no es de extrañar que la legitimidad de los gabinetes que iban a sucederse entre aquel mes de noviembre de 1933 y principios de octubre de 1934 —todos de centro y compuestos casi en exclusiva por miembros del Partido Radical— fuera puesta en duda de forma sistemática. Y tampoco lo es que sus integrantes recibieran por parte de sus adversarios políticos que ahora ocupaban los bancos de la oposición toda clase de invectivas.
En ese nuevo contexto, y volviendo a las relaciones entre los gobiernos de la Generalitat y del Estado, el primer envite fueron las elecciones municipales celebradas en Cataluña el 14 de enero de 1934. Se trataba de dirimir si los resultados de las legislativas de noviembre acarreaban también un cambio de tendencia en la política catalana o si, por el contrario, la relación de fuerzas en el ámbito local seguía siendo la que se había dado hasta la fecha en los principales ayuntamientos y en el Parlamento regional. Una semana antes de los comicios, en un banquete organizado en Barcelona en honor de Azaña y del dirigente socialista Indalecio Prieto, Companys —que por entonces ya había sustituido a Macià, fallecido el día Navidad de 1933, al frente de la Generalitat— declaraba, en respuesta a un comentario de Azaña asegurando que en ocho días tendrían un golpe de Estado de extrema derecha y a otro de Prieto afirmando que, con anterioridad, él haría otro de signo contrario: «Si todo esto no se clarea, proclamaremos en Cataluña la República catalana independiente». Al final, transcurridos ocho días, no hubo golpes de Estado ni la Lliga ganó las municipales. Las ganó ERC, con lo que se afianzó la idea, formulada meses antes por Macià, de que Cataluña se había convertido en el «baluarte inexpugnable» de la República.
El segundo envite tuvo ya consecuencias más graves, acaso porque esta vez no se trataba de dirimir quién mandaba en Cataluña, sino de comprobar hasta qué punto la Autonomía podía tensar la cuerda en su relación con el Gobierno central. La ocasión la puso la promulgación por parte del Gobierno de la Generalitat, en abril de 1934, de la Ley de Contratos de Cultivo, cuyo propósito era garantizar la estabilidad de los contratos entre propietarios agrícolas y jornaleros —agrupados en el Institut Agrícola Català de Sant Isidre, afín a la Lliga y la CEDA, los primeros, y en la Unió de Rabassaires, afín a ERC, los segundos—, sin descartar la posibilidad de convertir a estos últimos en propietarios de la tierra que cultivaban. Como es de suponer, la aprobación de la ley fue interpretada por la patronal agrícola catalana como un ataque a sus intereses y como una ingerencia de la Generalitat en un terreno, el social, en el que, a su juicio, no tenía competencias, aun cuando el Gobierno catalán y la mayoría que lo sostenía en el Parlamento autonómico opinaran justo lo contrario. De ahí que la Lliga instara al Gobierno de la República, presidido ya por el radical Ricardo Samper, que había sucedido en el cargo a Lerroux, a presentar un recurso de inconstitucionalidad al Tribunal de Garantías. Así lo hizo el Gobierno a comienzos de mayo, y un mes más tarde, el 8 de junio en concreto, el Alto Tribunal —donde centro y derecha tenían mayoría— dictaba sentencia y anulaba la ley.
La respuesta de la Generalitat y de Esquerra tardó apenas cuatro días en materializarse. El 12 de junio, pese a los intentos del presidente Samper por llegar a un acuerdo, el Parlamento regional aprobó una nueva Ley de Contratos de Cultivo que reproducía íntegramente la que el Tribunal acababa de anular. El desacato estaba servido. Pero hubo más. Y es que la sesión se desarrolló en medio de una tensión considerable, propiciada por la concentración en los alrededores de la Cámara catalana de una turba compuesta por separatistas de Estat Català y rabassaires, que, aparte de vitorear a los suyos, intentaron agredir al portavoz de la minoría de la Lliga y hasta treparon por los muros del edificio con el propósito de asaltar el Parlamento. Mientras eso ocurría en Barcelona, en Madrid los diputados de ERC abandonaban las Cortes republicanas.
Esa tensión, que los dirigentes más radicales del conglomerado de Esquerra, el consejero de Gobernación Josep Dencàs y el comisario general de Orden Público Miquel Badia, habían ido alimentando en meses anteriores, lo mismo con manifestaciones multitudinarias que con declaraciones extemporáneas —lo cual, sobra decirlo, no era privativo, en aquella España, ni de ERC ni de la izquierda—; esa tensión no amainaría en verano. Como si el choque entre el Gobierno de la República y quienes se oponían a él tuviera que producirse tarde o temprano, tanto los separatistas catalanes como los socialistas españoles y los partidos y sindicatos de extrema izquierda fueron preparando, de forma más o menos coordinada, su revolución particular. Y la señal para llamar a la huelga general revolucionaria o a la rebelión pura y simple la hallaron en la crisis de Gobierno de comienzos de octubre, que se saldó con la vuelta de Lerroux a la Presidencia y la entrada en el Ejecutivo de tres ministros de la CEDA.
El movimiento insurreccional no cuajó más que en Asturias —y algo en el País Vasco— y en Cataluña. Y así como en la región atlántica tuvo como protagonistas a los obreros socialistas, comunistas y anarquistas y se prolongó durante un par de semanas, en la mediterránea la iniciativa correspondió casi por completo al Gobierno de la Generalitat —el sindicato anarquista, ampliamente mayoritario, no se sumó al movimiento— y duró apenas diez horas. Puede afirmarse, por lo tanto, que en esta parte de España consistió en un golpe de Estado, aunque fallido —y nunca mejor dicho lo de Estado, pues lo que Companys proclamó aquel 6 de octubre de 1934 a las ocho de la tarde desde el balcón de la entonces plaza de la República y hoy de San Jaime fue el «Estado Catalán de la República Federal Española», o sea, el Estado dentro del Estado—. El pronunciamiento había seguido a una movilización de los escamots de Estat Català, a los que se había provisto de armamento y de un plan de acción que debía desembocar en la toma y control de los puntos estratégicos de la capital catalana. Al final, las tropas del general Domingo Batet —no más de 400 hombres— se bastaron para reducir a los miles de patriotas que supuestamente habían salido a la calle.
Eran las seis de la mañana del 7 de octubre cuando el presidente Companys, tras anunciarse por radio su capitulación, se rendía al comandante del Ejército que se había personado en el Palacio de la Generalitat para proceder a su arresto y al de todo su Gobierno. Atrás quedaban una cuarentena de muertos —entre ellos, ocho soldados—, un Gobierno encarcelado, una Autonomía en entredicho y un ridículo tan espantoso como evitable.
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A tiros, si hace falta
Una determinada corriente historiográfica ha tendido a exculpar a Companys —o a exculparlo hasta cierto punto— en la crisis del 6 de octubre de 1934. Para esos historiadores, Companys, más que agente provocador, habría sido víctima de la situación y, en particular, de los manejos de su joven consejero de Gobernación y antes de Sanidad, Josep Dencàs. De los manejos y de los errores de apreciación, pues este le habría garantizado el concurso de miles de voluntarios armados y al final no dieron la cara sino cuatro gatos, muchos de los cuales lo pagaron encima con sus vidas. Pero, además, Companys habría encabezado la rebelión y comprometido en ella a todo su gobierno para demostrar al sector separatista de su partido que nadie le ganaba en patriotismo. De ahí su reacción del sábado 6, después de la proclamación del Estado Catalán, cuando el doctor Soler i Pla, diputado en el Parlamento catalán, le besó emocionado: «Bueno, ya tenéis el Estado Catalán; ahora ya no me tacharéis de ser poco catalanista».
Pero junto a esa visión existe otra, no necesariamente contradictoria. La aporta en una entrada de su diario el abogado y político Amadeu Hurtado, que ejerció en estos tiempos de consejero áulico de Macià y de Companys. Hurtado era el encargado de defender ante el Tribunal de Garantías, en nombre de la Generalitat, la Ley de Contratos de Cultivo y de mediar ante los presidentes de la República y del Gobierno. Pues bien, el 8 de junio Hurtado se entrevistó en Barcelona con Companys para trasladarle que, aun cuando la sentencia anulara la ley, el presidente Samper estaba dispuesto a aprobar una nueva versión del texto si se introducían en él unos pocos cambios. A lo que Companys contestó: «Nada. Estoy dispuesto a todo. Los recibiré a tiros, si hace falta». Y al preguntarle Hurtado a quién iba a recibir de este modo, añadió: «A todos los que vengan para apoderarse de la Generalitat». Para él, había llegado la hora de dar la batalla y hacer la revolución. Y si resultaba lo peor, o sea, «que Cataluña pierda y que algunos de nosotros dejemos en ello la vida (…), Cataluña gana, porque necesita sus mártires que mañana le asegurarán la victoria definitiva».
Decididamente, no parece que un hombre así estuviera en condiciones de razonar.
(La Aventura de la Historia, número 173, marzo de 2013)
Aquel verano de 1933 fue uno de los más largos que se recuerdan. Por supuesto, no es que el Gobierno de la República resolviera prolongarlo por decreto, retrasando, pongamos por caso, la estación más allá del equinoccio de otoño; no, la cosa no llegó a tanto. Pero, para buena parte de quienes vivían pendientes de la cosa pública —y no eran pocos entonces en España—, la sensación dominante era de que aquello se alargaba y se alargaba. Por más que la Constitución llevara ya año y medio en vigor, las Cortes seguían siendo constituyentes. Y ello era así porque el Gobierno, presidido por Manuel Azaña y formado por una coalición republicano-socialista de la que se había desgajado a finales de 1931 el Partido Republicano Radical de Alejandro Lerroux, consideraba que no procedía convocar de nuevo a las urnas hasta que toda la batería de leyes y reformas que derivaban del flamante texto constitucional estuviera aprobada. Como es natural, ni la oposición de derechas ni los viejos aliados radicales opinaban lo mismo, y más teniendo en cuenta que a estas alturas de 1933 ya no quedaba casi nada importante que legislar. Pero tanto daba. La mayoría es la mayoría y Azaña, sobra añadirlo, la tenía.
Entre quienes seguían de cerca la actividad política y participaban de ese cansancio por la situación presente estaba el catalán Josep Pla, corresponsal en Madrid de La Veu de Catalunya, órgano de la Lliga Catalana de Francesc Cambó. El 6 de julio Pla escribía: «Si el calor continúa, dentro de pocos días en el ambiente político no se hablará de otra cosa que de las vacaciones parlamentarias. El Parlamento da la impresión de un agotamiento general, de un agotamiento total. Cada día asisten menos diputados y nada de lo que pasa adentro llega a interesar a la gente». Y el 14 del mismo mes era su paisano Gaziel quien se refería en las páginas de La Vanguardia a «la progresiva sensación de malestar y de interinidad que se experimenta en nuestra vida pública» y a la imperiosa necesidad de aliviarla. En el fondo, tanto uno como otro expresaban, bajo un prisma catalanista y conservador, lo que ya empezaba a ser por entonces una impresión bastante común: la de que el Gobierno presidido por Azaña había dejado de ser representativo del sentir mayoritario de los españoles.
Pero, comoquiera que una impresión sólo tiene valor si se convierte en hecho, hubo que esperar a comienzos de septiembre para encontrar una salida al enquistamiento político. El resultado de las elecciones destinadas a completar el Tribunal de Garantías Constitucionales, donde 15 de sus 25 miembros debían ser elegidos por los Ayuntamientos, demostró bien a las claras que la opinión del país distaba mucho de ser la que aún reflejaba la composición de las Cortes. Y, así las cosas, al presidente de la República, Niceto Alcalá-Zamora, le faltó tiempo para retirarle la confianza a Azaña —algo que llevaba meses deseando— y abrir un periodo de consultas con los líderes políticos que acabaría derivando en la convocatoria de elecciones generales para el 19 de noviembre.
Esos comicios no fueron como los precedentes. Por un lado, eran los primeros que se celebraban tras la aprobación de la Constitución republicana y de las leyes que de ella emanaban. Por otro, el censo electoral se había más que duplicado, debido a la incorporación del sufragio femenino y a la rebaja de la edad de voto de los 25 a los 23 años. Y, en fin, si en junio de 1931 la izquierda había concurrido unida y la derecha notoriamente desperdigada, ahora era al revés, hasta el punto de que en determinadas regiones españolas la CEDA —la coalición construida en torno al partido de José María Gil-Robles, Acción Popular— se había aliado con los republicanos de Lerroux. De resultas de todo lo anterior y de un sistema electoral que primaba a las mayorías, los partidos de derecha y de centro vencieron con relativa claridad en las urnas y, sobre todo, apabullaron en el Parlamento.
En Cataluña el resultado fue más ajustado que en el resto de España. Aun así, la victoria recayó igualmente en el centroderecha, o sea, en la Lliga y demás fuerzas coaligadas. Lo cual supuso que, por primera vez desde el advenimiento del nuevo régimen, la Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) de Francesc Macià tuviera que compartir el poder. No en la propia región, donde gobernaba en solitario desde el 14 de abril de 1931 y donde el 20 de noviembre de 1932 —una vez aprobado, tras una larguísima tramitación parlamentaria, el Estatuto de Autonomía— se había impuesto holgadamente en las elecciones al Parlamento regional, sino en el conjunto de España. Porque, en adelante, los intereses de Cataluña en relación con el Gobierno de la República no iba a defenderlos ya únicamente Esquerra; también la Lliga. Y con mayor razón dada la afinidad ideológica entre las huestes de Cambó y las del nuevo Ejecutivo de Madrid, integrado por los radicales de Lerroux y apoyado en las Cortes por el bloque de derechas liderado por la CEDA —además de por la propia Lliga, claro—.
Pero la campaña electoral había dejado ya algunos indicios de que esa cohabitación no iba a resultar nada fácil si finalmente ganaban las derechas. El 22 de octubre de 1933, durante un festival atlético celebrado en el Estadio de Montjuïc y en el que desfilaron ocho mil jóvenes uniformados de Estat Català —los famosos escamots—, partido integrado en Esquerra, Macià, que presidía el acto acompañado de Lluís Companys —primer presidente del Parlamento regional y reciente exministro de Marina—, proclamó lo siguiente: «Si a través de España triunfase una fuerza reaccionaria, Cataluña sería un baluarte inexpugnable. (…) Cataluña no permitirá que le sean retiradas las libertades obtenidas». Una afirmación que, aunque proferida en plena campaña y en loor de multitudes, daba sin duda que pensar. Por un lado, el presidente de la Generalitat no podía concebir ni, por lo tanto, aceptar —él era Cataluña, no hace falta añadirlo— que el Gobierno de la República se hallara en otras manos que en las de la izquierda republicana; por otro, no estaba dispuesto a renunciar a nada de lo logrado en el campo del autogobierno. De lo que se seguía, claro, que una victoria de la reacción, es decir, de la derecha, iba a traer por fuerza aparejado un recorte de esas libertades catalanas.
En el fondo, esa idea de que la República española sólo podía ser gobernada por la izquierda era compartida por todos los grupos que habían ejercido hasta entonces el poder, con la excepción del Partido Republicano Radical de Lerroux y de la Derecha Liberal Republicana de Alcalá-Zamora y Miguel Maura. En la campaña misma, muchos líderes izquierdistas, al margen de las siglas que tuvieran detrás, habían insistido en ello. Y, ya desde antes incluso, los dirigentes del Partido Socialista habían ido más allá en sus discursos al renegar de la democracia liberal y de la propia República y abogar lisa y llanamente por la instauración de la dictadura del proletariado. Con semejante panorama, no es de extrañar que la legitimidad de los gabinetes que iban a sucederse entre aquel mes de noviembre de 1933 y principios de octubre de 1934 —todos de centro y compuestos casi en exclusiva por miembros del Partido Radical— fuera puesta en duda de forma sistemática. Y tampoco lo es que sus integrantes recibieran por parte de sus adversarios políticos que ahora ocupaban los bancos de la oposición toda clase de invectivas.
En ese nuevo contexto, y volviendo a las relaciones entre los gobiernos de la Generalitat y del Estado, el primer envite fueron las elecciones municipales celebradas en Cataluña el 14 de enero de 1934. Se trataba de dirimir si los resultados de las legislativas de noviembre acarreaban también un cambio de tendencia en la política catalana o si, por el contrario, la relación de fuerzas en el ámbito local seguía siendo la que se había dado hasta la fecha en los principales ayuntamientos y en el Parlamento regional. Una semana antes de los comicios, en un banquete organizado en Barcelona en honor de Azaña y del dirigente socialista Indalecio Prieto, Companys —que por entonces ya había sustituido a Macià, fallecido el día Navidad de 1933, al frente de la Generalitat— declaraba, en respuesta a un comentario de Azaña asegurando que en ocho días tendrían un golpe de Estado de extrema derecha y a otro de Prieto afirmando que, con anterioridad, él haría otro de signo contrario: «Si todo esto no se clarea, proclamaremos en Cataluña la República catalana independiente». Al final, transcurridos ocho días, no hubo golpes de Estado ni la Lliga ganó las municipales. Las ganó ERC, con lo que se afianzó la idea, formulada meses antes por Macià, de que Cataluña se había convertido en el «baluarte inexpugnable» de la República.
El segundo envite tuvo ya consecuencias más graves, acaso porque esta vez no se trataba de dirimir quién mandaba en Cataluña, sino de comprobar hasta qué punto la Autonomía podía tensar la cuerda en su relación con el Gobierno central. La ocasión la puso la promulgación por parte del Gobierno de la Generalitat, en abril de 1934, de la Ley de Contratos de Cultivo, cuyo propósito era garantizar la estabilidad de los contratos entre propietarios agrícolas y jornaleros —agrupados en el Institut Agrícola Català de Sant Isidre, afín a la Lliga y la CEDA, los primeros, y en la Unió de Rabassaires, afín a ERC, los segundos—, sin descartar la posibilidad de convertir a estos últimos en propietarios de la tierra que cultivaban. Como es de suponer, la aprobación de la ley fue interpretada por la patronal agrícola catalana como un ataque a sus intereses y como una ingerencia de la Generalitat en un terreno, el social, en el que, a su juicio, no tenía competencias, aun cuando el Gobierno catalán y la mayoría que lo sostenía en el Parlamento autonómico opinaran justo lo contrario. De ahí que la Lliga instara al Gobierno de la República, presidido ya por el radical Ricardo Samper, que había sucedido en el cargo a Lerroux, a presentar un recurso de inconstitucionalidad al Tribunal de Garantías. Así lo hizo el Gobierno a comienzos de mayo, y un mes más tarde, el 8 de junio en concreto, el Alto Tribunal —donde centro y derecha tenían mayoría— dictaba sentencia y anulaba la ley.
La respuesta de la Generalitat y de Esquerra tardó apenas cuatro días en materializarse. El 12 de junio, pese a los intentos del presidente Samper por llegar a un acuerdo, el Parlamento regional aprobó una nueva Ley de Contratos de Cultivo que reproducía íntegramente la que el Tribunal acababa de anular. El desacato estaba servido. Pero hubo más. Y es que la sesión se desarrolló en medio de una tensión considerable, propiciada por la concentración en los alrededores de la Cámara catalana de una turba compuesta por separatistas de Estat Català y rabassaires, que, aparte de vitorear a los suyos, intentaron agredir al portavoz de la minoría de la Lliga y hasta treparon por los muros del edificio con el propósito de asaltar el Parlamento. Mientras eso ocurría en Barcelona, en Madrid los diputados de ERC abandonaban las Cortes republicanas.
Esa tensión, que los dirigentes más radicales del conglomerado de Esquerra, el consejero de Gobernación Josep Dencàs y el comisario general de Orden Público Miquel Badia, habían ido alimentando en meses anteriores, lo mismo con manifestaciones multitudinarias que con declaraciones extemporáneas —lo cual, sobra decirlo, no era privativo, en aquella España, ni de ERC ni de la izquierda—; esa tensión no amainaría en verano. Como si el choque entre el Gobierno de la República y quienes se oponían a él tuviera que producirse tarde o temprano, tanto los separatistas catalanes como los socialistas españoles y los partidos y sindicatos de extrema izquierda fueron preparando, de forma más o menos coordinada, su revolución particular. Y la señal para llamar a la huelga general revolucionaria o a la rebelión pura y simple la hallaron en la crisis de Gobierno de comienzos de octubre, que se saldó con la vuelta de Lerroux a la Presidencia y la entrada en el Ejecutivo de tres ministros de la CEDA.
El movimiento insurreccional no cuajó más que en Asturias —y algo en el País Vasco— y en Cataluña. Y así como en la región atlántica tuvo como protagonistas a los obreros socialistas, comunistas y anarquistas y se prolongó durante un par de semanas, en la mediterránea la iniciativa correspondió casi por completo al Gobierno de la Generalitat —el sindicato anarquista, ampliamente mayoritario, no se sumó al movimiento— y duró apenas diez horas. Puede afirmarse, por lo tanto, que en esta parte de España consistió en un golpe de Estado, aunque fallido —y nunca mejor dicho lo de Estado, pues lo que Companys proclamó aquel 6 de octubre de 1934 a las ocho de la tarde desde el balcón de la entonces plaza de la República y hoy de San Jaime fue el «Estado Catalán de la República Federal Española», o sea, el Estado dentro del Estado—. El pronunciamiento había seguido a una movilización de los escamots de Estat Català, a los que se había provisto de armamento y de un plan de acción que debía desembocar en la toma y control de los puntos estratégicos de la capital catalana. Al final, las tropas del general Domingo Batet —no más de 400 hombres— se bastaron para reducir a los miles de patriotas que supuestamente habían salido a la calle.
Eran las seis de la mañana del 7 de octubre cuando el presidente Companys, tras anunciarse por radio su capitulación, se rendía al comandante del Ejército que se había personado en el Palacio de la Generalitat para proceder a su arresto y al de todo su Gobierno. Atrás quedaban una cuarentena de muertos —entre ellos, ocho soldados—, un Gobierno encarcelado, una Autonomía en entredicho y un ridículo tan espantoso como evitable.
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A tiros, si hace falta
Una determinada corriente historiográfica ha tendido a exculpar a Companys —o a exculparlo hasta cierto punto— en la crisis del 6 de octubre de 1934. Para esos historiadores, Companys, más que agente provocador, habría sido víctima de la situación y, en particular, de los manejos de su joven consejero de Gobernación y antes de Sanidad, Josep Dencàs. De los manejos y de los errores de apreciación, pues este le habría garantizado el concurso de miles de voluntarios armados y al final no dieron la cara sino cuatro gatos, muchos de los cuales lo pagaron encima con sus vidas. Pero, además, Companys habría encabezado la rebelión y comprometido en ella a todo su gobierno para demostrar al sector separatista de su partido que nadie le ganaba en patriotismo. De ahí su reacción del sábado 6, después de la proclamación del Estado Catalán, cuando el doctor Soler i Pla, diputado en el Parlamento catalán, le besó emocionado: «Bueno, ya tenéis el Estado Catalán; ahora ya no me tacharéis de ser poco catalanista».
Pero junto a esa visión existe otra, no necesariamente contradictoria. La aporta en una entrada de su diario el abogado y político Amadeu Hurtado, que ejerció en estos tiempos de consejero áulico de Macià y de Companys. Hurtado era el encargado de defender ante el Tribunal de Garantías, en nombre de la Generalitat, la Ley de Contratos de Cultivo y de mediar ante los presidentes de la República y del Gobierno. Pues bien, el 8 de junio Hurtado se entrevistó en Barcelona con Companys para trasladarle que, aun cuando la sentencia anulara la ley, el presidente Samper estaba dispuesto a aprobar una nueva versión del texto si se introducían en él unos pocos cambios. A lo que Companys contestó: «Nada. Estoy dispuesto a todo. Los recibiré a tiros, si hace falta». Y al preguntarle Hurtado a quién iba a recibir de este modo, añadió: «A todos los que vengan para apoderarse de la Generalitat». Para él, había llegado la hora de dar la batalla y hacer la revolución. Y si resultaba lo peor, o sea, «que Cataluña pierda y que algunos de nosotros dejemos en ello la vida (…), Cataluña gana, porque necesita sus mártires que mañana le asegurarán la victoria definitiva».
Decididamente, no parece que un hombre así estuviera en condiciones de razonar.
(La Aventura de la Historia, número 173, marzo de 2013)
[ La Aventura de la Historia ]
Separados por un día
12 de marzo de 2013
La misma semana en que el comunismo español, por boca de algunos de sus más significados dirigentes, rendía homenaje a Hugo Chávez y expresaba su deseo de trasladar a estos lares muchísimas de las medidas adoptadas por el caudillo venezolano en su país, el comunismo meramente catalán, además de sumarse al elogio fúnebre de sus correligionarios, ha emprendido un cambio sustantivo en sus órganos de dirección. Como sin duda no ignoran, ayer fue el Día Internacional de la Mujer, antes Trabajadora. Pues bien, en consonancia con tan señalada fecha, Iniciativa per Catalunya Verds (ICV) no sólo ha llamado a manifestarse en la calle, en esta ocasión bajo el lema «Contra la ofensiva patriarcal y capitalista, desobediencia feminista!», sino que ha decidido asimismo avanzar en su feminización. Se preguntarán acaso qué es un partido que se feminiza. Muy simple: es un partido que va colocando a las mujeres en su sitio. De la mujer en casa y con la pata quebrada, a la mujer en lo más alto de la pirámide política y, a poder ser, sin el hombre. Por supuesto, ello no significa que el partido vaya a renunciar al sexo masculino como mano de obra militante; significa sólo que el destino del hombre en el partido —el sitio que le corresponderá en el futuro, para entendernos— va a ser el de estricta mano de obra. Así se desprende, al menos, del resultado del referendo interno auspiciado por el secretario general Joan Herrera. Un 84,3% del 22,8% de la militancia comunista participante en la consulta —esto es, apenas una quinta parte de la militancia y sin que conste el sexo de quienes han emitido el voto— ha decidido que en adelante el partido, en vez de un presidente tenga dos, y que uno de esos dos, como mínimo, sea mujer. De lo que se deduce que ICV puede ser copresidido por dos féminas, pero nunca por dos varones.
Así las cosas, sólo me queda pedirle a Toni Cantó que no saque conclusiones públicas del hecho. A no ser que quiera exponerse, claro, a la ira matriarcal y anticapitalista.
(ABC, 9 de marzo de 2013)
Así las cosas, sólo me queda pedirle a Toni Cantó que no saque conclusiones públicas del hecho. A no ser que quiera exponerse, claro, a la ira matriarcal y anticapitalista.
(ABC, 9 de marzo de 2013)
[ Porque hoy es sábado ]
Comunismos varios
9 de marzo de 2013
La rebelión de los socialistas catalanes contra las directrices de su Grupo Parlamentario en el Congreso ha dado mucho que hablar. Pasada la sorpresa inicial —después de tres décadas amenazando con que viene el lobo, comprobar que en efecto viene no deja de causar cierto impacto—, los comentarios se han centrado en el porqué de la asonada. Pero no desde el punto de vista del conjunto, sino del de cada uno de los catorce diputados que lo componen, como si el ejercicio de la política tuviera algo que ver con el libre albedrío. Es verdad que la actitud de Carme Chacón, absteniéndose en la votación de la resolución soberanista y contraviniendo por tanto la consigna de su partido, el PSC, al tiempo que la del Grupo Socialista, ha inducido a creer que el resto de los socialistas catalanes podían hacer lo propio. Nada más ilusorio. En realidad, Chacón ha actuado así porque no le quedaba otro remedio. Aunque pertenezca al PSC, su vida política está vinculada al PSOE desde que echó raíces en Madrid —y no exclusivamente políticas— y decidió optar a la secretaría general. Lo que no ocurre, claro, con sus trece compañeros. Por más que algunos lleven tiempo en la capital, ninguno ha dado un paso similar. En la gran mayoría de los casos, su vida —repasen sus respectivos currículos— no es sino vida política. Como la de Chacón, pero con epicentro en Cataluña. Se deben, pues, al partido, en la medida en que lo deben todo al partido. Y mientras este aguante —que ya casi es como decir mientras este exista—, ellos aguantarán. Ahora bien, a partir el momento en que la fractura empiece a resultar excesiva, y en especial si el PSOE resucita su vieja franquicia catalana, estarán en condiciones de decidir si se quedan o si se van. Por supuesto, asalariadamente. «Business is business.» Para los trece y para la catorce. Al menos hasta que se reforme el sistema electoral y nuestros representantes políticos no deban rendir cuentas más que a sus electores.
(ABC, 2 de marzo de 2013)
(ABC, 2 de marzo de 2013)
[ Porque hoy es sábado ]
La asonada catalana
2 de marzo de 2013
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