Hará cosa de un mes estuve en Altamira. El hecho no tendría mayor importancia si no fuera porque era la primera vez y las experiencias inaugurales siempre dejan huella. Al contrario de lo que ocurre en otros lugares donde también se exhiben pinturas, en Altamira las pinturas no se ven, el goce artístico no se da. O, si lo prefieren, se da, pero por vía interpuesta. Y es que allí uno no se mete en la cueva, sino en la neocueva, o sea, en la falsa cueva creada a imagen y semejanza de la auténtica. Se comprende. Lo aconsejan estrictas razones de conservación, pero también de comodidad para el visitante. Y razones didácticas. Si lo que uno persigue es enterarse de cómo iba aquello, nada mejor que mostrárselo con todos los aparejos necesarios. Entre los que se cuenta, claro, el guía. O la guía, como fue mi caso. A medida que recorríamos la neocueva, aquella joven sobradamente preparada iba explicando, con envidiable competencia, los pormenores existenciales de aquellos hombres y mujeres de las cavernas y, en particular, claro, su pasión pictórica. Y, en esas, nos comunicó, exultante, que las últimas y recentísimas investigaciones permitían datar determinadas pinturas de 35.000 años antes del tiempo presente. Como es natural, a algunos visitantes eso del tiempo presente les produjo cierta confusión. ¿El tiempo presente? ¿O acaso ya no se datan los hechos tomando el nacimiento de Cristo como referencia? No, respondía la guía, entre la comunidad científica se habla de tiempo presente. Ah, ya entiendo, terciaba otro profano, el tiempo presente es 2013, por lo que si tomáramos como referencia el nacimiento de Cristo los 35.000 de antes se convertirían en algo más de 37.000, ¿verdad? No, no, replicaba la guía, el tiempo presente y el nacimiento de Cristo son uno y lo mismo. Entonces, ¿a qué cambiar la denominación?, le objetaba un tercero. Y no hubo respuesta.
¿Qué sería de las disciplinas científicas —y de toda laya— si no pudieran dotarse de su propia jerga?
(ABC, 23 de marzo de 2013)