El baluarte inexpugnable

Aquel verano de 1933 fue uno de los más largos que se recuerdan. Por supuesto, no es que el Gobierno de la República resolviera prolongarlo por decreto, retrasando, pongamos por caso, la estación más allá del equinoccio de otoño; no, la cosa no llegó a tanto. Pero, para buena parte de quienes vivían pendientes de la cosa pública —y no eran pocos entonces en España—, la sensación dominante era de que aquello se alargaba y se alargaba. Por más que la Constitución llevara ya año y medio en vigor, las Cortes seguían siendo constituyentes. Y ello era así porque el Gobierno, presidido por Manuel Azaña y formado por una coalición republicano-socialista de la que se había desgajado a finales de 1931 el Partido Republicano Radical de Alejandro Lerroux, consideraba que no procedía convocar de nuevo a las urnas hasta que toda la batería de leyes y reformas que derivaban del flamante texto constitucional estuviera aprobada. Como es natural, ni la oposición de derechas ni los viejos aliados radicales opinaban lo mismo, y más teniendo en cuenta que a estas alturas de 1933 ya no quedaba casi nada importante que legislar. Pero tanto daba. La mayoría es la mayoría y Azaña, sobra añadirlo, la tenía.

Entre quienes seguían de cerca la actividad política y participaban de ese cansancio por la situación presente estaba el catalán Josep Pla, corresponsal en Madrid de La Veu de Catalunya, órgano de la Lliga Catalana de Francesc Cambó. El 6 de julio Pla escribía: «Si el calor continúa, dentro de pocos días en el ambiente político no se hablará de otra cosa que de las vacaciones parlamentarias. El Parlamento da la impresión de un agotamiento general, de un agotamiento total. Cada día asisten menos diputados y nada de lo que pasa adentro llega a interesar a la gente». Y el 14 del mismo mes era su paisano Gaziel quien se refería en las páginas de La Vanguardia a «la progresiva sensación de malestar y de interinidad que se experimenta en nuestra vida pública» y a la imperiosa necesidad de aliviarla. En el fondo, tanto uno como otro expresaban, bajo un prisma catalanista y conservador, lo que ya empezaba a ser por entonces una impresión bastante común: la de que el Gobierno presidido por Azaña había dejado de ser representativo del sentir mayoritario de los españoles.

Pero, comoquiera que una impresión sólo tiene valor si se convierte en hecho, hubo que esperar a comienzos de septiembre para encontrar una salida al enquistamiento político. El resultado de las elecciones destinadas a completar el Tribunal de Garantías Constitucionales, donde 15 de sus 25 miembros debían ser elegidos por los Ayuntamientos, demostró bien a las claras que la opinión del país distaba mucho de ser la que aún reflejaba la composición de las Cortes. Y, así las cosas, al presidente de la República, Niceto Alcalá-Zamora, le faltó tiempo para retirarle la confianza a Azaña —algo que llevaba meses deseando— y abrir un periodo de consultas con los líderes políticos que acabaría derivando en la convocatoria de elecciones generales para el 19 de noviembre.

Esos comicios no fueron como los precedentes. Por un lado, eran los primeros que se celebraban tras la aprobación de la Constitución republicana y de las leyes que de ella emanaban. Por otro, el censo electoral se había más que duplicado, debido a la incorporación del sufragio femenino y a la rebaja de la edad de voto de los 25 a los 23 años. Y, en fin, si en junio de 1931 la izquierda había concurrido unida y la derecha notoriamente desperdigada, ahora era al revés, hasta el punto de que en determinadas regiones españolas la CEDA —la coalición construida en torno al partido de José María Gil-Robles, Acción Popular— se había aliado con los republicanos de Lerroux. De resultas de todo lo anterior y de un sistema electoral que primaba a las mayorías, los partidos de derecha y de centro vencieron con relativa claridad en las urnas y, sobre todo, apabullaron en el Parlamento.

En Cataluña el resultado fue más ajustado que en el resto de España. Aun así, la victoria recayó igualmente en el centroderecha, o sea, en la Lliga y demás fuerzas coaligadas. Lo cual supuso que, por primera vez desde el advenimiento del nuevo régimen, la Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) de Francesc Macià tuviera que compartir el poder. No en la propia región, donde gobernaba en solitario desde el 14 de abril de 1931 y donde el 20 de noviembre de 1932 —una vez aprobado, tras una larguísima tramitación parlamentaria, el Estatuto de Autonomía— se había impuesto holgadamente en las elecciones al Parlamento regional, sino en el conjunto de España. Porque, en adelante, los intereses de Cataluña en relación con el Gobierno de la República no iba a defenderlos ya únicamente Esquerra; también la Lliga. Y con mayor razón dada la afinidad ideológica entre las huestes de Cambó y las del nuevo Ejecutivo de Madrid, integrado por los radicales de Lerroux y apoyado en las Cortes por el bloque de derechas liderado por la CEDA —además de por la propia Lliga, claro—.

Pero la campaña electoral había dejado ya algunos indicios de que esa cohabitación no iba a resultar nada fácil si finalmente ganaban las derechas. El 22 de octubre de 1933, durante un festival atlético celebrado en el Estadio de Montjuïc y en el que desfilaron ocho mil jóvenes uniformados de Estat Català —los famosos escamots—, partido integrado en Esquerra, Macià, que presidía el acto acompañado de Lluís Companys —primer presidente del Parlamento regional y reciente exministro de Marina—, proclamó lo siguiente: «Si a través de España triunfase una fuerza reaccionaria, Cataluña sería un baluarte inexpugnable. (…) Cataluña no permitirá que le sean retiradas las libertades obtenidas». Una afirmación que, aunque proferida en plena campaña y en loor de multitudes, daba sin duda que pensar. Por un lado, el presidente de la Generalitat no podía concebir ni, por lo tanto, aceptar —él era Cataluña, no hace falta añadirlo— que el Gobierno de la República se hallara en otras manos que en las de la izquierda republicana; por otro, no estaba dispuesto a renunciar a nada de lo logrado en el campo del autogobierno. De lo que se seguía, claro, que una victoria de la reacción, es decir, de la derecha, iba a traer por fuerza aparejado un recorte de esas libertades catalanas.

En el fondo, esa idea de que la República española sólo podía ser gobernada por la izquierda era compartida por todos los grupos que habían ejercido hasta entonces el poder, con la excepción del Partido Republicano Radical de Lerroux y de la Derecha Liberal Republicana de Alcalá-Zamora y Miguel Maura. En la campaña misma, muchos líderes izquierdistas, al margen de las siglas que tuvieran detrás, habían insistido en ello. Y, ya desde antes incluso, los dirigentes del Partido Socialista habían ido más allá en sus discursos al renegar de la democracia liberal y de la propia República y abogar lisa y llanamente por la instauración de la dictadura del proletariado. Con semejante panorama, no es de extrañar que la legitimidad de los gabinetes que iban a sucederse entre aquel mes de noviembre de 1933 y principios de octubre de 1934 —todos de centro y compuestos casi en exclusiva por miembros del Partido Radical— fuera puesta en duda de forma sistemática. Y tampoco lo es que sus integrantes recibieran por parte de sus adversarios políticos que ahora ocupaban los bancos de la oposición toda clase de invectivas.

En ese nuevo contexto, y volviendo a las relaciones entre los gobiernos de la Generalitat y del Estado, el primer envite fueron las elecciones municipales celebradas en Cataluña el 14 de enero de 1934. Se trataba de dirimir si los resultados de las legislativas de noviembre acarreaban también un cambio de tendencia en la política catalana o si, por el contrario, la relación de fuerzas en el ámbito local seguía siendo la que se había dado hasta la fecha en los principales ayuntamientos y en el Parlamento regional. Una semana antes de los comicios, en un banquete organizado en Barcelona en honor de Azaña y del dirigente socialista Indalecio Prieto, Companys —que por entonces ya había sustituido a Macià, fallecido el día Navidad de 1933, al frente de la Generalitat— declaraba, en respuesta a un comentario de Azaña asegurando que en ocho días tendrían un golpe de Estado de extrema derecha y a otro de Prieto afirmando que, con anterioridad, él haría otro de signo contrario: «Si todo esto no se clarea, proclamaremos en Cataluña la República catalana independiente». Al final, transcurridos ocho días, no hubo golpes de Estado ni la Lliga ganó las municipales. Las ganó ERC, con lo que se afianzó la idea, formulada meses antes por Macià, de que Cataluña se había convertido en el «baluarte inexpugnable» de la República.

El segundo envite tuvo ya consecuencias más graves, acaso porque esta vez no se trataba de dirimir quién mandaba en Cataluña, sino de comprobar hasta qué punto la Autonomía podía tensar la cuerda en su relación con el Gobierno central. La ocasión la puso la promulgación por parte del Gobierno de la Generalitat, en abril de 1934, de la Ley de Contratos de Cultivo, cuyo propósito era garantizar la estabilidad de los contratos entre propietarios agrícolas y jornaleros —agrupados en el Institut Agrícola Català de Sant Isidre, afín a la Lliga y la CEDA, los primeros, y en la Unió de Rabassaires, afín a ERC, los segundos—, sin descartar la posibilidad de convertir a estos últimos en propietarios de la tierra que cultivaban. Como es de suponer, la aprobación de la ley fue interpretada por la patronal agrícola catalana como un ataque a sus intereses y como una ingerencia de la Generalitat en un terreno, el social, en el que, a su juicio, no tenía competencias, aun cuando el Gobierno catalán y la mayoría que lo sostenía en el Parlamento autonómico opinaran justo lo contrario. De ahí que la Lliga instara al Gobierno de la República, presidido ya por el radical Ricardo Samper, que había sucedido en el cargo a Lerroux, a presentar un recurso de inconstitucionalidad al Tribunal de Garantías. Así lo hizo el Gobierno a comienzos de mayo, y un mes más tarde, el 8 de junio en concreto, el Alto Tribunal —donde centro y derecha tenían mayoría— dictaba sentencia y anulaba la ley.

La respuesta de la Generalitat y de Esquerra tardó apenas cuatro días en materializarse. El 12 de junio, pese a los intentos del presidente Samper por llegar a un acuerdo, el Parlamento regional aprobó una nueva Ley de Contratos de Cultivo que reproducía íntegramente la que el Tribunal acababa de anular. El desacato estaba servido. Pero hubo más. Y es que la sesión se desarrolló en medio de una tensión considerable, propiciada por la concentración en los alrededores de la Cámara catalana de una turba compuesta por separatistas de Estat Català y rabassaires, que, aparte de vitorear a los suyos, intentaron agredir al portavoz de la minoría de la Lliga y hasta treparon por los muros del edificio con el propósito de asaltar el Parlamento. Mientras eso ocurría en Barcelona, en Madrid los diputados de ERC abandonaban las Cortes republicanas.

Esa tensión, que los dirigentes más radicales del conglomerado de Esquerra, el consejero de Gobernación Josep Dencàs y el comisario general de Orden Público Miquel Badia, habían ido alimentando en meses anteriores, lo mismo con manifestaciones multitudinarias que con declaraciones extemporáneas —lo cual, sobra decirlo, no era privativo, en aquella España, ni de ERC ni de la izquierda—; esa tensión no amainaría en verano. Como si el choque entre el Gobierno de la República y quienes se oponían a él tuviera que producirse tarde o temprano, tanto los separatistas catalanes como los socialistas españoles y los partidos y sindicatos de extrema izquierda fueron preparando, de forma más o menos coordinada, su revolución particular. Y la señal para llamar a la huelga general revolucionaria o a la rebelión pura y simple la hallaron en la crisis de Gobierno de comienzos de octubre, que se saldó con la vuelta de Lerroux a la Presidencia y la entrada en el Ejecutivo de tres ministros de la CEDA.

El movimiento insurreccional no cuajó más que en Asturias —y algo en el País Vasco— y en Cataluña. Y así como en la región atlántica tuvo como protagonistas a los obreros socialistas, comunistas y anarquistas y se prolongó durante un par de semanas, en la mediterránea la iniciativa correspondió casi por completo al Gobierno de la Generalitat —el sindicato anarquista, ampliamente mayoritario, no se sumó al movimiento— y duró apenas diez horas. Puede afirmarse, por lo tanto, que en esta parte de España consistió en un golpe de Estado, aunque fallido —y nunca mejor dicho lo de Estado, pues lo que Companys proclamó aquel 6 de octubre de 1934 a las ocho de la tarde desde el balcón de la entonces plaza de la República y hoy de San Jaime fue el «Estado Catalán de la República Federal Española», o sea, el Estado dentro del Estado—. El pronunciamiento había seguido a una movilización de los escamots de Estat Català, a los que se había provisto de armamento y de un plan de acción que debía desembocar en la toma y control de los puntos estratégicos de la capital catalana. Al final, las tropas del general Domingo Batet —no más de 400 hombres— se bastaron para reducir a los miles de patriotas que supuestamente habían salido a la calle.

Eran las seis de la mañana del 7 de octubre cuando el presidente Companys, tras anunciarse por radio su capitulación, se rendía al comandante del Ejército que se había personado en el Palacio de la Generalitat para proceder a su arresto y al de todo su Gobierno. Atrás quedaban una cuarentena de muertos —entre ellos, ocho soldados—, un Gobierno encarcelado, una Autonomía en entredicho y un ridículo tan espantoso como evitable.

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A tiros, si hace falta

Una determinada corriente historiográfica ha tendido a exculpar a Companys —o a exculparlo hasta cierto punto— en la crisis del 6 de octubre de 1934. Para esos historiadores, Companys, más que agente provocador, habría sido víctima de la situación y, en particular, de los manejos de su joven consejero de Gobernación y antes de Sanidad, Josep Dencàs. De los manejos y de los errores de apreciación, pues este le habría garantizado el concurso de miles de voluntarios armados y al final no dieron la cara sino cuatro gatos, muchos de los cuales lo pagaron encima con sus vidas. Pero, además, Companys habría encabezado la rebelión y comprometido en ella a todo su gobierno para demostrar al sector separatista de su partido que nadie le ganaba en patriotismo. De ahí su reacción del sábado 6, después de la proclamación del Estado Catalán, cuando el doctor Soler i Pla, diputado en el Parlamento catalán, le besó emocionado: «Bueno, ya tenéis el Estado Catalán; ahora ya no me tacharéis de ser poco catalanista».

Pero junto a esa visión existe otra, no necesariamente contradictoria. La aporta en una entrada de su diario el abogado y político Amadeu Hurtado, que ejerció en estos tiempos de consejero áulico de Macià y de Companys. Hurtado era el encargado de defender ante el Tribunal de Garantías, en nombre de la Generalitat, la Ley de Contratos de Cultivo y de mediar ante los presidentes de la República y del Gobierno. Pues bien, el 8 de junio Hurtado se entrevistó en Barcelona con Companys para trasladarle que, aun cuando la sentencia anulara la ley, el presidente Samper estaba dispuesto a aprobar una nueva versión del texto si se introducían en él unos pocos cambios. A lo que Companys contestó: «Nada. Estoy dispuesto a todo. Los recibiré a tiros, si hace falta». Y al preguntarle Hurtado a quién iba a recibir de este modo, añadió: «A todos los que vengan para apoderarse de la Generalitat». Para él, había llegado la hora de dar la batalla y hacer la revolución. Y si resultaba lo peor, o sea, «que Cataluña pierda y que algunos de nosotros dejemos en ello la vida (…), Cataluña gana, porque necesita sus mártires que mañana le asegurarán la victoria definitiva».

Decididamente, no parece que un hombre así estuviera en condiciones de razonar.

(La Aventura de la Historia, número 173, marzo de 2013)

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    12 de marzo de 2013