Por más que Pep Guardiola vaya trayendo hijos al mundo y vaya inscribiéndolos en Òmnium Cultural, como hicieron con él sus padres, ni entonces ni ahora esa asociación ha dependido de lo que sus socios puedan aportar. Dependía entonces de lo que aportaban el banquero catalán, el empresario del cubito y el peletero siberiano. Y depende ahora, desde hace ya tres largas décadas, de lo que esos mismos sujetos o quienes les representan en la gobernanza autonómica desvían de la caja común para subvenir a las necesidades, cada vez mayores, de la asociación. Así las cosas y, dado que Òmnium no es sino la «force de frappe» del nacionalismo, la principal encargada de la «agitprop» y del trabajo sucio —como ha demostrado con sus campañas, manifestaciones y actos públicos—, resulta de todo punto encomiable que el Partido Popular de Cataluña se sume a las denuncias por las ayudas que la Generalitat otorga a esa asociación y a cuantas, como ella, desprenden un tufo identitario, y exija que esas ayudas como mínimo disminuyan. Máxime teniendo en cuenta que el PP regional, al contrario que Ciutadans —el otro denunciante—, ha alcanzado un acuerdo con el Gobierno catalán para la aprobación de los presupuestos. O sea, que se le supone cierta capacidad de condicionar su política —algo que su presidenta, por lo demás, airea a la menor ocasión—. Pues bien, un partido así no puede reaccionar como ha reaccionado, esto es, con palabras, ante el desplante del Gobierno autonómico, que, nada más conocer las exigencias de su socio presupuestario, anunció la concesión a Òmnium de una subvención de 1,4 millones de euros. Tamaña inmoralidad —por la naturaleza de la asociación beneficiada y por coincidir la ayuda con los drásticos recortes practicados en Sanidad y Educación— no puede merecer tan sólo una declaración. Ni siquiera una amenaza. A los hechos hay que responder con hechos, no con palabras. Y uno tiene la sensación de que aquí, mientras uno actúa, el otro habla o, como mucho, levanta la voz. Y así nos va.

ABC, 25 de febrero de 2012.

Hechos, no palabras

    25 de febrero de 2012
Sostenía el otro día un fino analista radiofónico que la intención del ministro de Educación, Cultura y Deporte, José Ignacio Wert, de revisar el sistema de concesión de becas universitarias resulta inoportuna y carente de sentido. Que las cosas ya están bien como están y que lo importante, al cabo, a la hora de acceder a una beca o de mantenerla no ha de ser el rendimiento académico, como pretende el ministro, sino el nivel de renta familiar, pues no existe otra forma de preservar la igualdad de oportunidades entre nuestros universitarios. En definitiva, que basta con que el chaval o la chavala vayan tirando, pudiendo incluso suspender un 20% del curso —o un 40% en las carreras técnicas—, como hasta ahora, sin que por ello peligre la ayuda que reciben.

Semejante razonamiento, sobra decirlo, es el que ha llevado a la enseñanza pública española a lo que es hoy en día, un erial, en la medida en que prescinde de valores como el mérito o la sana competencia entre iguales y los sustituye por un falso igualitarismo justiciero que nada tiene que ver con la igualdad de oportunidades. Es más, al postular que lo importante, para gozar de una beca universitaria, es el bajo nivel de renta y no el rendimiento académico, se está afirmando la inutilidad de todo el sistema educativo anterior, lo mismo obligatorio que postobligatorio. En efecto, ¿para qué esforzarse en el bachillerato si al llegar a la universidad va a producirse una suerte de «tabula rasa» y, en adelante, bastará con aprobatitos raspados y algún suspenso para mantener la ayuda? Y que conste que no estoy diciendo que el nivel de renta no deba contar. Por supuesto que debe. Pero también el rendimiento académico. Como contaban, ¡ay!, en los tiempos del viejo bachillerato, o sea, en los del franquismo y la transición, cuando los estudios eran un mecanismo de promoción social, una oportunidad para los más desfavorecidos, a condición de que tuvieran algo de talento y pusieran todo su esfuerzo en el empeño.

ABC, 18 de febrero de 2012.

Con el mérito a otra parte

    18 de febrero de 2012
Dice el consejero de Cultura que la ceremonia de entrega de los premios Gaudí de Cinematografía, que otorga la flamante Academia del Cine Catalán, no le gustó nada, nada, nada, nada. En una palabra: nada. Yo no vi la gala en directo ni en televisión, aunque sí me he tomado la molestia de examinar los diez minutos iniciales del vídeo, y no puedo sino corroborar, sin que sirva de precedente, la opinión del consejero: lo que he visto no me ha gustado nada, nada, nada, nada. Es verdad que lo mío era previsible. Entre los espectáculos que más detesto están los que los cómicos organizan a mayor gloria de los cómicos, llámense Oscars, Goyas o Gaudís —si bien incluso en esto hay niveles, a qué negarlo—. La guasa, el chascarrillo, la sorna, los besos, los abrazos, los lloros, los pasmos, la histeria; todo ello acaba dejando en el escenario y fuera de él una baba de lo más zafia y repelente. Añadan a lo anterior que en el caso español quien paga la fiesta —y mantiene en gran medida a sus protagonistas— es siempre el dinero de los contribuyentes, y comprenderán que la broma tenga para algunos tan poca gracia. Aun así, lo que molestó al consejero no fue nada de eso, sino el que la gala no aportara autoestima al sector. ¿Que qué entiende el consejero por autoestima? Pues, a juzgar por sus palabras, algo así como la obediencia debida. La Generalitat ha hecho un esfuerzo descomunal en los presupuestos para que no salieran perjudicadas las ayudas a los llamados creadores y he aquí que estos se lo agradecen con una gala llena de numeritos donde los políticos aparecen como unos corruptos redomados. ¡Habráse visto! Y, encima, en presencia del presidente de la Generalitat y del propio consejero de Cultura. Si esa tropa se estimara de veras, no mordería la mano del que les da de comer. Parece mentira que no aprendan. ¿O acaso creen que, de no ser por los políticos, habría un cine catalán? Desagradecidos, más que desagradecidos.

ABC, 11 de febrero de 2012.

De gustos y disputas

    11 de febrero de 2012
Como no podía ser de otro modo, las medidas anunciadas hace unos días por el ministro de Educación van a modificar de forma sustancial, a medio y largo plazo, el sistema de enseñanza español. Y digo que no podía ser de otro modo, porque así estaba previsto en el programa electoral del Partido Popular —y los programas están, entre otras cosas, para cumplirse— y porque la situación, al cabo, es la que es. Juzguen, si no: según los datos de la agencia Eurostat correspondientes a 2010, el 28,4% de los jóvenes españoles con una edad comprendida entre los 18 y los 24 años ha abandonado la enseñanza y la formación prematuramente —o sea, sin haber logrado ningún título de enseñanza secundaria superior—, lo que significa algo más del doble de la media de la UE (14,1%); es más, si cerramos un poco la horquilla y sólo tenemos en cuenta a los jóvenes españoles con edades comprendidas entre los 20 y los 24 años —o sea, si prescindimos de aquellos que, con 18 y 19, siguen constando en las estadísticas como escolarizados, aun cuando muchos de ellos no estén sino alargando su permanencia en las aulas sin traza alguna de poder sacarse el título de bachiller o un grado medio, y a la espera de no se sabe muy bien qué, dada la sequía del mercado laboral—, entonces el porcentaje sube más de diez puntos hasta alcanzar un 38,8%, lo que significa casi el doble de la media de la UE (21%). Añadan a lo anterior que nuestros jóvenes más jóvenes, aquellos cuya edad ronda los 15 años, obtienen en las pruebas internacionales PISA —que evalúan su nivel en comprensión lectora, matemáticas y ciencias— unos resultados paupérrimos, lo que los sitúa, en términos educativos —y, con ellos, a todos nosotros—, en la cola de los países desarrollados; añadan eso a lo anterior y convendrán conmigo en que lo único que no puede permitirse un Gobierno que se precie es dejar las cosas como están.

Dicho lo cual, y una vez admitida tanto la necesidad como la urgencia de la intervención gubernamental, uno ha de preguntarse si las medidas anunciadas por el ministro Wert van en la buena dirección, que es como preguntarse si es eso, y no otra cosa, lo que el conjunto de la educación española, pero muy especialmente la pública, requiere en estos momentos. Pues bien, a mi entender, es eso, en efecto, y no otra cosa. La principal de las disposiciones, la que reduce la secundaria a tres años y amplía el bachillerato a tres; esto es, la que convierte el actual cuarto de ESO no ya en un curso puente, como pretendía el ministro anterior, sino en el curso inicial de un nuevo bachillerato o de una renovada y esperemos que efectiva formación profesional, debe servir —y perdón por la expresión— para matar tres pájaros de un tiro. Por un lado, para terminar con la absurda dilatación de la secundaria, cuya única función, desde que se implantara a comienzos de los noventa, LOGSE mediante, ha sido la de alargar la permanencia de nuestros jóvenes en los centros educativos hasta los 16 años, a cualquier coste y con el consiguiente perjuicio para quienes, formando parte de ese colectivo y fuese cual fuese su nivel, tenían la firme resolución de estudiar y seguir estudiando. Por otro, para que los alumnos que vayan a optar por el bachillerato puedan hacerlo con las máximas garantías; o sea, sabiendo que van a cursar aquello para lo que están en verdad capacitados y que dispondrán de tiempo suficiente —lectivo y natural— para asimilar cuantos conocimientos hayan de asimilar. Y debe servir, en fin, para que aquellos cuyo futuro se halla en una pronta y eficaz inserción en el mundo laboral puedan prepararse adecuadamente para ello, combinando el estudio con el trabajo y sin tener que perder un año en labores y enseñanzas que poco o nada van a aportarles.

Así las cosas, a los apologistas de la LOGSE y derivados les ha faltado tiempo para calificar de contrarreforma el proyecto presentado por el ministro. Nada nuevo; cada vez que un gobernante decide suprimir alguno de los pilares en que se asientan los llamados movimientos de renovación pedagógica —o cualquier otro «avance irrenunciable» de la izquierda, sobra decirlo— parece que el mundo tenga que retroceder cuatro o cinco siglos, cuando no venirse abajo. Pero, dejando aparte la muy manida alusión inquisitorial, hay que reconocer que el término de contrarreforma, en tanto que reforma de una reforma, se ajusta bastante a la realidad. La reforma de la secundaria no sólo es una reforma de la reforma ideada por la izquierda en los años ochenta del siglo pasado y puesta en práctica en la década siguiente, sino que constituye la negación de su principio básico, la comprensividad, el rechazo a que los alumnos deban permanecer agrupados de cabo a cabo de su escolarización, con independencia de lo que cada uno pueda dar de sí, de las aptitudes y las inclinaciones que demuestre, del nivel alcanzado y del empeño que haya puesto en lograr lo que se supone debe lograr. En otras palabras: la reforma de la reforma representa la recuperación de lo individual por encima de lo colectivo, de la transmisión del conocimiento como eje fundamental de la enseñanza, y de valores como el esfuerzo y el mérito, tan vituperados hasta la fecha.

En este sentido, es evidente que otra de las medidas anunciadas por Wert, el futuro Estatuto de la Carrera Docente, puede facilitar de modo considerable el proceso reformador. «La calidad del profesorado es la clave para mejorar los resultados educativos», ha recalcado el ministro. Sin duda. Y esa calidad, escandalosamente desatendida en las últimas décadas por culpa, en buena parte, de la primacía del psicopedagogismo y de la presión de los sindicatos mayoritarios para colocar al personal afecto, pasa, agrade o no, por un sistema de selección y formación de nuevo cuño, en la línea del MIR educativo propuesto hace cosa de un año por Francisco López Rupérez y Eugenio Nasarre («Magisterio», 26 de enero de 2011) y al que ya me referí en su momento en esta misma página. Sólo así podrá reducirse —más tarde que pronto, por desgracia— la distancia que nos separa de la media europea y del conjunto de los países desarrollados y que tanto nos lastra a la hora de crear empleo e ir saliendo del pozo en que nos encontramos.

Ahora bien, no hay duda que para alcanzar el objetivo, esto es, para volver a poner en España los cimientos de una buena educación, habrá que sortear no pocos obstáculos. La escuela concertada, por ejemplo, ya ha advertido de los problemas organizativos y económicos que pueden derivarse del adelanto del bachillerato en aquellos centros en los que no se imparte hoy en día más que la secundaria obligatoria. Y luego, claro, habrá que contar con la resistencia del sistema a los cambios, especialmente en el ámbito público. Cuatro largos lustros de pedagogismo militante en las aulas no se erradican así como así. De ahí la importancia de la futura selección y formación del profesorado. Con todo, es de esperar que no haya retrocesos y que el influjo de la reforma de la reforma se vaya extendiendo al conjunto de la enseñanza obligatoria, empezando por lo que resta de secundaria y acabando por la tan decisiva primaria. Sin prisas, sí. Pero, sobre todo, sin pausas.

ABC, 10 de febrero de 2012.

La buena educación

    10 de febrero de 2012
Siguiendo la estela de los proyectos anteriores realizados por Iñaki Arteta, el documental «1980» se adentrará en los hechos terroristas sucedidos durante ese año, el de más actividad asesina de la banda terrorista ETA. El recorrido por este año sangriento se efectuará a través de los recuerdos y opiniones de varios periodistas, un pensador, una víctima y un policía, que de diferentes maneras y con distintas edades vivieron aquel año.

Iñaki Arteta con su productora Leize Producciones lleva varios años intentando financiar este nuevo largometraje cinematográfico. La búsqueda de subvenciones y otras vías de financiación ha sido, hasta la fecha, infructuosa y aunque continuamos haciendo gestiones de búsqueda de recursos económicos por los cauces habituales de la producción cinematográfica, no contamos aún con los apoyos económicos mínimos para poder acometer el proyecto.

Cómo colaborar.

1980

    9 de febrero de 2012
Para ser leído, o releído, el 28 de febrero de 2012.

Cincuenta años
sin Julio Camba

    5 de febrero de 2012
Acaso lo más significativo del juicio que ha empezado esta semana en Madrid en la sede del Tribunal Supremo no sea el ver a un juez sentado en el banquillo de los acusados. Ni siquiera el que la causa por la que ese juez se sienta donde se sienta y no donde le correspondería sea el haberse declarado, a finales del año 2008, competente para investigar las denuncias presentadas por más de medio centenar de asociaciones de la llamada memoria histórica a sabiendas de que la ley de Amnistía de 1977 había ya eximido de responsabilidad penal a los autores de los hechos objeto de investigación. Ni siquiera la insólita circunstancia de que en el juicio de marras hayan sido citados a declarar, como testigos de la defensa, no expertos jurídicos capaces de desentrañar si hubo o no falta grave en el procedimiento seguido por el juez instructor, sino familiares de las presuntas víctimas de algunos de los hechos que el propio magistrado, finalmente, tras percatarse de que la Sala de lo Penal de la Audiencia iba a negarle la competencia que él mismo se había atribuido, rechazó investigar. No, lo más significativo es que todo el barullo montado en torno al caso, en el que no han faltado manifestaciones callejeras de apoyo al juez y grandes despliegues mediáticos, consistentes en la recreación seriada del horror en la voz de quienes van a declarar estos días y en la de quienes, ¡ay!, muy a su pesar ya no podrán hacerlo, porque la muerte se los ha llevado por delante; lo más significativo, digo, es que todo ese barullo descansa en un supuesto extraordinario: el de que en España no ha habido, no hubo nunca, guerra civil. En España sólo ha habido franquismo, esto es, un plan urdido desde la maldad para exterminar a la mitad de la población, cuando no a las tres cuartas partes. Un genocidio, en una palabra. Empezó en 1936 y, a juzgar por lo vivido esta semana en Madrid, todavía dura. Y el resto del mundo sin enterarse.

ABC, 4 de febrero de 2012.

¿Una guerra civil, dice?

    4 de febrero de 2012