Acaso lo más significativo del juicio que ha empezado esta semana en Madrid en la sede del Tribunal Supremo no sea el ver a un juez sentado en el banquillo de los acusados. Ni siquiera el que la causa por la que ese juez se sienta donde se sienta y no donde le correspondería sea el haberse declarado, a finales del año 2008, competente para investigar las denuncias presentadas por más de medio centenar de asociaciones de la llamada memoria histórica a sabiendas de que la ley de Amnistía de 1977 había ya eximido de responsabilidad penal a los autores de los hechos objeto de investigación. Ni siquiera la insólita circunstancia de que en el juicio de marras hayan sido citados a declarar, como testigos de la defensa, no expertos jurídicos capaces de desentrañar si hubo o no falta grave en el procedimiento seguido por el juez instructor, sino familiares de las presuntas víctimas de algunos de los hechos que el propio magistrado, finalmente, tras percatarse de que la Sala de lo Penal de la Audiencia iba a negarle la competencia que él mismo se había atribuido, rechazó investigar. No, lo más significativo es que todo el barullo montado en torno al caso, en el que no han faltado manifestaciones callejeras de apoyo al juez y grandes despliegues mediáticos, consistentes en la recreación seriada del horror en la voz de quienes van a declarar estos días y en la de quienes, ¡ay!, muy a su pesar ya no podrán hacerlo, porque la muerte se los ha llevado por delante; lo más significativo, digo, es que todo ese barullo descansa en un supuesto extraordinario: el de que en España no ha habido, no hubo nunca, guerra civil. En España sólo ha habido franquismo, esto es, un plan urdido desde la maldad para exterminar a la mitad de la población, cuando no a las tres cuartas partes. Un genocidio, en una palabra. Empezó en 1936 y, a juzgar por lo vivido esta semana en Madrid, todavía dura. Y el resto del mundo sin enterarse.

ABC, 4 de febrero de 2012.

¿Una guerra civil, dice?

    4 de febrero de 2012