Como no podía ser de otro modo, las medidas anunciadas hace unos días por el ministro de Educación van a modificar de forma sustancial, a medio y largo plazo, el sistema de enseñanza español. Y digo que no podía ser de otro modo, porque así estaba previsto en el programa electoral del Partido Popular —y los programas están, entre otras cosas, para cumplirse— y porque la situación, al cabo, es la que es. Juzguen, si no: según los datos de la agencia Eurostat correspondientes a 2010, el 28,4% de los jóvenes españoles con una edad comprendida entre los 18 y los 24 años ha abandonado la enseñanza y la formación prematuramente —o sea, sin haber logrado ningún título de enseñanza secundaria superior—, lo que significa algo más del doble de la media de la UE (14,1%); es más, si cerramos un poco la horquilla y sólo tenemos en cuenta a los jóvenes españoles con edades comprendidas entre los 20 y los 24 años —o sea, si prescindimos de aquellos que, con 18 y 19, siguen constando en las estadísticas como escolarizados, aun cuando muchos de ellos no estén sino alargando su permanencia en las aulas sin traza alguna de poder sacarse el título de bachiller o un grado medio, y a la espera de no se sabe muy bien qué, dada la sequía del mercado laboral—, entonces el porcentaje sube más de diez puntos hasta alcanzar un 38,8%, lo que significa casi el doble de la media de la UE (21%). Añadan a lo anterior que nuestros jóvenes más jóvenes, aquellos cuya edad ronda los 15 años, obtienen en las pruebas internacionales PISA —que evalúan su nivel en comprensión lectora, matemáticas y ciencias— unos resultados paupérrimos, lo que los sitúa, en términos educativos —y, con ellos, a todos nosotros—, en la cola de los países desarrollados; añadan eso a lo anterior y convendrán conmigo en que lo único que no puede permitirse un Gobierno que se precie es dejar las cosas como están.

Dicho lo cual, y una vez admitida tanto la necesidad como la urgencia de la intervención gubernamental, uno ha de preguntarse si las medidas anunciadas por el ministro Wert van en la buena dirección, que es como preguntarse si es eso, y no otra cosa, lo que el conjunto de la educación española, pero muy especialmente la pública, requiere en estos momentos. Pues bien, a mi entender, es eso, en efecto, y no otra cosa. La principal de las disposiciones, la que reduce la secundaria a tres años y amplía el bachillerato a tres; esto es, la que convierte el actual cuarto de ESO no ya en un curso puente, como pretendía el ministro anterior, sino en el curso inicial de un nuevo bachillerato o de una renovada y esperemos que efectiva formación profesional, debe servir —y perdón por la expresión— para matar tres pájaros de un tiro. Por un lado, para terminar con la absurda dilatación de la secundaria, cuya única función, desde que se implantara a comienzos de los noventa, LOGSE mediante, ha sido la de alargar la permanencia de nuestros jóvenes en los centros educativos hasta los 16 años, a cualquier coste y con el consiguiente perjuicio para quienes, formando parte de ese colectivo y fuese cual fuese su nivel, tenían la firme resolución de estudiar y seguir estudiando. Por otro, para que los alumnos que vayan a optar por el bachillerato puedan hacerlo con las máximas garantías; o sea, sabiendo que van a cursar aquello para lo que están en verdad capacitados y que dispondrán de tiempo suficiente —lectivo y natural— para asimilar cuantos conocimientos hayan de asimilar. Y debe servir, en fin, para que aquellos cuyo futuro se halla en una pronta y eficaz inserción en el mundo laboral puedan prepararse adecuadamente para ello, combinando el estudio con el trabajo y sin tener que perder un año en labores y enseñanzas que poco o nada van a aportarles.

Así las cosas, a los apologistas de la LOGSE y derivados les ha faltado tiempo para calificar de contrarreforma el proyecto presentado por el ministro. Nada nuevo; cada vez que un gobernante decide suprimir alguno de los pilares en que se asientan los llamados movimientos de renovación pedagógica —o cualquier otro «avance irrenunciable» de la izquierda, sobra decirlo— parece que el mundo tenga que retroceder cuatro o cinco siglos, cuando no venirse abajo. Pero, dejando aparte la muy manida alusión inquisitorial, hay que reconocer que el término de contrarreforma, en tanto que reforma de una reforma, se ajusta bastante a la realidad. La reforma de la secundaria no sólo es una reforma de la reforma ideada por la izquierda en los años ochenta del siglo pasado y puesta en práctica en la década siguiente, sino que constituye la negación de su principio básico, la comprensividad, el rechazo a que los alumnos deban permanecer agrupados de cabo a cabo de su escolarización, con independencia de lo que cada uno pueda dar de sí, de las aptitudes y las inclinaciones que demuestre, del nivel alcanzado y del empeño que haya puesto en lograr lo que se supone debe lograr. En otras palabras: la reforma de la reforma representa la recuperación de lo individual por encima de lo colectivo, de la transmisión del conocimiento como eje fundamental de la enseñanza, y de valores como el esfuerzo y el mérito, tan vituperados hasta la fecha.

En este sentido, es evidente que otra de las medidas anunciadas por Wert, el futuro Estatuto de la Carrera Docente, puede facilitar de modo considerable el proceso reformador. «La calidad del profesorado es la clave para mejorar los resultados educativos», ha recalcado el ministro. Sin duda. Y esa calidad, escandalosamente desatendida en las últimas décadas por culpa, en buena parte, de la primacía del psicopedagogismo y de la presión de los sindicatos mayoritarios para colocar al personal afecto, pasa, agrade o no, por un sistema de selección y formación de nuevo cuño, en la línea del MIR educativo propuesto hace cosa de un año por Francisco López Rupérez y Eugenio Nasarre («Magisterio», 26 de enero de 2011) y al que ya me referí en su momento en esta misma página. Sólo así podrá reducirse —más tarde que pronto, por desgracia— la distancia que nos separa de la media europea y del conjunto de los países desarrollados y que tanto nos lastra a la hora de crear empleo e ir saliendo del pozo en que nos encontramos.

Ahora bien, no hay duda que para alcanzar el objetivo, esto es, para volver a poner en España los cimientos de una buena educación, habrá que sortear no pocos obstáculos. La escuela concertada, por ejemplo, ya ha advertido de los problemas organizativos y económicos que pueden derivarse del adelanto del bachillerato en aquellos centros en los que no se imparte hoy en día más que la secundaria obligatoria. Y luego, claro, habrá que contar con la resistencia del sistema a los cambios, especialmente en el ámbito público. Cuatro largos lustros de pedagogismo militante en las aulas no se erradican así como así. De ahí la importancia de la futura selección y formación del profesorado. Con todo, es de esperar que no haya retrocesos y que el influjo de la reforma de la reforma se vaya extendiendo al conjunto de la enseñanza obligatoria, empezando por lo que resta de secundaria y acabando por la tan decisiva primaria. Sin prisas, sí. Pero, sobre todo, sin pausas.

ABC, 10 de febrero de 2012.

La buena educación

    10 de febrero de 2012