ABC, 30 de abril de 2011.
Es curioso. O no tanto. Sólo han transcurrido unos días entre el anuncio de Artur Mas de promover una nueva ley del comercio —o de reformar, cuando menos, la actual— y el aviso, en forma de apostilla analógica, de Eduard Punset en el acto de entrega de las Creus de Sant Jordi. No quiero decir con ello que exista una relación de causa a efecto entre ambos hechos o, lo que es lo mismo, que el aviso de Punset deba interpretarse como una réplica al anuncio de Mas. Al contrario, estoy convencido de que el divulgador científico pensaba en otra cosa —tal vez en las consecuencias de la supuesta marea independentista— cuando dijo, en nombre de todos los homenajeados, que un pueblo que «se encierra, se acaba asfixiando, fabrica menos neuronas y se acaba muriendo en manos de otros». Pero ello no quita que ambos hechos reflejen, en el fondo, una misma desgracia, y que esa desgracia afecte de lleno al conjunto de los catalanes. Y es que la nueva ley del comercio proyectada por la Generalitat, cuyo fin último es frenar la instalación en Cataluña de grandes superficies comerciales para proteger los intereses de los pequeños comerciantes, constituye una de las formas más infames de echar el cierre y coartar las libertades de los ciudadanos de este trozo de España. Cuando la ley en curso —caracterizada por su espíritu liberalizador, en sintonía con los principios que rigen en gran parte de Europa y, muy especialmente, en gran parte de España— apenas lleva un año en vigor, el actual Gobierno autonómico se apresta a reformarla de pe a pa. Y no para ahondar en esta misma línea, sino para volver al pasado. O sea, para limitar la creación de nuevas superficies, impedir la libre instalación de empresas de la Unión, restringir los horarios y conservar, al cabo, el apoyo de cuantos «botiguers» les han prestado su voto. ¿El precio? Una Cataluña más pequeña, más embarazosa, más aislada, más mediocre, más provinciana. En una palabra: más asfixiante, si cabe.
ABC, 30 de abril de 2011.
ABC, 30 de abril de 2011.
Echar el cierre
30 de abril de 2011
Es probable que el sindicalismo sea un mal necesario. Es probable que, aun tratándose de un sistema de representación no demasiado representativo, no quede más remedio que tragar con él. En cualquier campo de actividad económica, y en especial si ese campo emplea a un número considerable de trabajadores, la relación entre las partes contratante y contratada requiere, en el segundo de los ámbitos, de una mínima fórmula de delegación. Por no hablar de los grandes acuerdos de Estado, donde la presencia, al máximo nivel, de los distintos agentes sociales —esto es, de la patronal, por un lado, y de los sindicatos, por otro— resulta poco menos que imprescindible. De ahí, insisto, que un país democrático no pueda privarse del sindicalismo. Y de ahí también que lo amamante con dinero público, haga la vista gorda ante los abusos que se cometen en su nombre y hasta tolere, en los órganos de la Administración, las cohortes de liberados y sus inconfesables prebendas.
Pero esa condescendencia para con los representantes del otrora llamado «movimiento obrero», esa especie de conllevancia con un estado de cosas que clama por una drástica renovación, tiene en determinados sectores unos efectos, si cabe, mucho más perniciosos. Entre otras razones, porque en ellos las fuerzas sindicales ya no se limitan a defender, supuestamente, los derechos laborales de los asalariados, sino que se arrogan un derecho más, el de intervenir en la planificación, el desarrollo y la evaluación misma de la actividad a la que esos asalariados consagran, mal que bien, sus esfuerzos. Así ocurre, por ejemplo, con el sistema público de enseñanza. Desde hace algunas décadas, tanto la legislación educativa como su aplicación han sido en gran medida el fruto de una conjunción de intereses. Por un lado, los de la Administración socialista, empeñada en cambiar de arriba abajo el legado recibido; por otro, los de los expertos universitarios, deseosos de trasladar a las aulas primarias y secundarias sus experimentos pedagógicos; y, por último, los de los sindicatos mayoritarios de docentes, decididos a aprovechar la coyuntura para intentar acabar con la jerarquía, convertir a maestros y profesores en simples trabajadores de la enseñanza y, sobra decirlo, colocar a los suyos.
Como es natural, semejante compendio de intereses —concretado en esta LOE con la que siguen desayunándose cada mañana nuestros educandos y que no es otra cosa, al cabo, que una versión edulcorada de la vieja LOGSE— se ha visto favorecido por la convergencia ideológica de las partes. Y, en particular, por ese buenismo igualitarista que lo mismo prescribe que hay que adaptar el nivel general del grupo al de los alumnos más rezagados —con el consiguiente perjuicio para quienes destacan de entre la medianía— que considera perfectamente homologables las tareas de todos y cada uno de los enseñantes, con independencia de los estudios cursados, de las oposiciones a las que han concurrido y de los merecimientos que atesoran a lo largo de su carrera docente. La consecuencia última de todo ello es de sobra conocida: España cuenta con uno de los peores sistemas educativos del mundo desarrollado y en vías de desarrollo. Cuando menos, a juzgar por sus resultados, tal y como atestiguan machaconamente los informes PISA y los porcentajes de fracaso y abandono escolar.
Aun así, no parece que esa tríada responsable del actual desastre educativo esté dispuesta a admitir que el problema no radica en el franquismo, ni en la falta de inversión pública, ni en el desgaste producido por la ampliación hasta los 16 años de la escolarización obligatoria, sino en el sistema mismo. En el sistema y en los principios que lo informan. Eso sí, como los hechos son los que son y la realidad no puede maquillarse eternamente, unos y otros han insistido en los últimos tiempos en la necesidad de tomar medidas. Pero siempre dentro de un orden. O sea, sin modificar para nada lo que podríamos llamar el tronco del sistema. Incluso la propuesta ministerial tendente a convertir el cuarto año de ESO en una suerte de curso puente en el que los alumnos se encaminen ya, mediante la creación de distintos itinerarios, o bien hacia el mundo laboral, o bien hacia una u otra modalidad de estudios postobligatorios, no deja de ser en el fondo un apaño.
Claro que, de tarde en tarde, surgen noticias esperanzadoras. Y no me refiero ahora a las que tienen como protagonista a la presidenta de la Comunidad de Madrid y su Bachillerato de Excelencia, sino a las que provienen del propio «statu quo» educativo. Como, por ejemplo, la que daba cuenta el pasado mes de marzo de la publicación de un estudio de Manuel de la Cruz y Miguel Recio editado por la Fundación 1º de Mayo, perteneciente a Comisiones Obreras, y que trata del abandono escolar. No, no es que el sindicato comunista o excomunista —corresponsable, junto a UGT y las distintas franquicias sindicales nacionalistas, del sistema vigente— haya sufrido, por fin, su particular, y educativa, caída del caballo. No, a tanto no llegamos. Pero el caso es que, de un modo u otro, queriendo o sin querer, el estudio en cuestión ha puesto el dedo en la llaga. Porque sus autores, partiendo de los datos de la Encuesta de Población Activa y tras analizar los referidos a los españoles nacidos en 1985 durante el periodo 2001-2009 —o sea, entre el año en que cumplieron 16 veranos y el año en que cumplieron 24—, han llegado a la conclusión de que ese abandono se origina en primaria. En otras palabras: si casi un tercio de los españoles con edades comprendidas entre los 18 y los 24 años abandona la escuela sin haber obtenido el bachillerato o un ciclo formativo de grado medio, y si ese porcentaje, que equivale a más del doble de la media europea, se halla fuertemente enquistado desde por lo menos 2004, no hay que echarle la culpa a la secundaria obligatoria y postobligatoria, sino al ciclo que las antecede. Y si no toda la culpa —el estudio menciona también otros factores, como por ejemplo los efectos de la repetición—, sí buena parte de ella, aunque sólo sea por la importancia que siempre cabe atribuir a la detección del foco de cualquier problema.
El trabajo de la Fundación 1º de Mayo se limita a exponer un diagnóstico y apenas propone medidas paliativas. Pero es de suponer, en consonancia con el ideario educativo del sindicato, que esas medidas, de haberlas, no iban a ser en ningún caso contradictorias con el sistema mismo. Quiero decir que no iban a consistir en proponer, ya desde la primaria, la instauración de una cultura del esfuerzo y de la responsabilidad; ni la fijación del mérito como valor; ni la promoción de la sana competencia entre iguales, ni el establecimiento, en fin, de una prueba de evaluación general previa a la secundaria a la que el alumno debería enfrentarse. ¿Para qué? Eso sería tirar piedras contra el propio tejado, cargarse la revolución pedagógica de los años setenta y ochenta que acabó alumbrando la LOGSE. Donde más fuerza tenían entonces esos sindicatos de clase —entre los que estaba, en un primerísimo lugar, CCOO— era, precisamente, en las aulas primarias. En realidad, aquí empezó todo. Resulta, pues, de lo más lógico que el epicentro del abandono escolar se sitúe ahora en este ámbito. Al igual que resultaría de lo más justo que, llegado el día, se situara también aquí el inicio de la tan necesaria remoción.
ABC, 25 de abril de 2011.
Pero esa condescendencia para con los representantes del otrora llamado «movimiento obrero», esa especie de conllevancia con un estado de cosas que clama por una drástica renovación, tiene en determinados sectores unos efectos, si cabe, mucho más perniciosos. Entre otras razones, porque en ellos las fuerzas sindicales ya no se limitan a defender, supuestamente, los derechos laborales de los asalariados, sino que se arrogan un derecho más, el de intervenir en la planificación, el desarrollo y la evaluación misma de la actividad a la que esos asalariados consagran, mal que bien, sus esfuerzos. Así ocurre, por ejemplo, con el sistema público de enseñanza. Desde hace algunas décadas, tanto la legislación educativa como su aplicación han sido en gran medida el fruto de una conjunción de intereses. Por un lado, los de la Administración socialista, empeñada en cambiar de arriba abajo el legado recibido; por otro, los de los expertos universitarios, deseosos de trasladar a las aulas primarias y secundarias sus experimentos pedagógicos; y, por último, los de los sindicatos mayoritarios de docentes, decididos a aprovechar la coyuntura para intentar acabar con la jerarquía, convertir a maestros y profesores en simples trabajadores de la enseñanza y, sobra decirlo, colocar a los suyos.
Como es natural, semejante compendio de intereses —concretado en esta LOE con la que siguen desayunándose cada mañana nuestros educandos y que no es otra cosa, al cabo, que una versión edulcorada de la vieja LOGSE— se ha visto favorecido por la convergencia ideológica de las partes. Y, en particular, por ese buenismo igualitarista que lo mismo prescribe que hay que adaptar el nivel general del grupo al de los alumnos más rezagados —con el consiguiente perjuicio para quienes destacan de entre la medianía— que considera perfectamente homologables las tareas de todos y cada uno de los enseñantes, con independencia de los estudios cursados, de las oposiciones a las que han concurrido y de los merecimientos que atesoran a lo largo de su carrera docente. La consecuencia última de todo ello es de sobra conocida: España cuenta con uno de los peores sistemas educativos del mundo desarrollado y en vías de desarrollo. Cuando menos, a juzgar por sus resultados, tal y como atestiguan machaconamente los informes PISA y los porcentajes de fracaso y abandono escolar.
Aun así, no parece que esa tríada responsable del actual desastre educativo esté dispuesta a admitir que el problema no radica en el franquismo, ni en la falta de inversión pública, ni en el desgaste producido por la ampliación hasta los 16 años de la escolarización obligatoria, sino en el sistema mismo. En el sistema y en los principios que lo informan. Eso sí, como los hechos son los que son y la realidad no puede maquillarse eternamente, unos y otros han insistido en los últimos tiempos en la necesidad de tomar medidas. Pero siempre dentro de un orden. O sea, sin modificar para nada lo que podríamos llamar el tronco del sistema. Incluso la propuesta ministerial tendente a convertir el cuarto año de ESO en una suerte de curso puente en el que los alumnos se encaminen ya, mediante la creación de distintos itinerarios, o bien hacia el mundo laboral, o bien hacia una u otra modalidad de estudios postobligatorios, no deja de ser en el fondo un apaño.
Claro que, de tarde en tarde, surgen noticias esperanzadoras. Y no me refiero ahora a las que tienen como protagonista a la presidenta de la Comunidad de Madrid y su Bachillerato de Excelencia, sino a las que provienen del propio «statu quo» educativo. Como, por ejemplo, la que daba cuenta el pasado mes de marzo de la publicación de un estudio de Manuel de la Cruz y Miguel Recio editado por la Fundación 1º de Mayo, perteneciente a Comisiones Obreras, y que trata del abandono escolar. No, no es que el sindicato comunista o excomunista —corresponsable, junto a UGT y las distintas franquicias sindicales nacionalistas, del sistema vigente— haya sufrido, por fin, su particular, y educativa, caída del caballo. No, a tanto no llegamos. Pero el caso es que, de un modo u otro, queriendo o sin querer, el estudio en cuestión ha puesto el dedo en la llaga. Porque sus autores, partiendo de los datos de la Encuesta de Población Activa y tras analizar los referidos a los españoles nacidos en 1985 durante el periodo 2001-2009 —o sea, entre el año en que cumplieron 16 veranos y el año en que cumplieron 24—, han llegado a la conclusión de que ese abandono se origina en primaria. En otras palabras: si casi un tercio de los españoles con edades comprendidas entre los 18 y los 24 años abandona la escuela sin haber obtenido el bachillerato o un ciclo formativo de grado medio, y si ese porcentaje, que equivale a más del doble de la media europea, se halla fuertemente enquistado desde por lo menos 2004, no hay que echarle la culpa a la secundaria obligatoria y postobligatoria, sino al ciclo que las antecede. Y si no toda la culpa —el estudio menciona también otros factores, como por ejemplo los efectos de la repetición—, sí buena parte de ella, aunque sólo sea por la importancia que siempre cabe atribuir a la detección del foco de cualquier problema.
El trabajo de la Fundación 1º de Mayo se limita a exponer un diagnóstico y apenas propone medidas paliativas. Pero es de suponer, en consonancia con el ideario educativo del sindicato, que esas medidas, de haberlas, no iban a ser en ningún caso contradictorias con el sistema mismo. Quiero decir que no iban a consistir en proponer, ya desde la primaria, la instauración de una cultura del esfuerzo y de la responsabilidad; ni la fijación del mérito como valor; ni la promoción de la sana competencia entre iguales, ni el establecimiento, en fin, de una prueba de evaluación general previa a la secundaria a la que el alumno debería enfrentarse. ¿Para qué? Eso sería tirar piedras contra el propio tejado, cargarse la revolución pedagógica de los años setenta y ochenta que acabó alumbrando la LOGSE. Donde más fuerza tenían entonces esos sindicatos de clase —entre los que estaba, en un primerísimo lugar, CCOO— era, precisamente, en las aulas primarias. En realidad, aquí empezó todo. Resulta, pues, de lo más lógico que el epicentro del abandono escolar se sitúe ahora en este ámbito. Al igual que resultaría de lo más justo que, llegado el día, se situara también aquí el inicio de la tan necesaria remoción.
ABC, 25 de abril de 2011.
[ Terceras ]
La demostración sindical
25 de abril de 2011
Com tothom sap, una de les singularitats, costums, manies, deliris —diguin-n’hi com vulguin— dels catalans que s’enorgulleixen febrilment de ser-ho és la de creure que no comparteixen res amb la resta d’espanyols. Bé, res, tret de la feixuga carcassa de l’Estat, és clar. Aquesta fal·lera particularista sol manifestar-se de dues maneres, sovint complementàries. D’una banda, amb la creació d’entitats o organismes que procuren l’indispensable autosuficiència i que no fan sinó duplicar, la majoria de vegades, les funcions d’una entitat o organisme espanyol ja existent. De l’altra, amb la restricció, manipulació o invenció de determinats episodis del passat a fi d’esporgar-ne qualsevol vestigi d’història comuna —amb la resta d’espanyols, s’entén—. Aquest és el cas de l’anomenat Dia del Llibre. Des del nom mateix, que sí fa la cosa. Una iniciativa nascuda en plena Dictadura de Primo de Rivera, a proposta d’un llibreter barceloní, que va trobar en un ministre català del Directori, Eduard Aunós, un suport entusiasta i va concretar-se en la celebració a distintes ciutats espanyoles, cada 7 d’octubre —data presumpta del naixement de Cervantes—, d’una «Feria del Libro Español»; una iniciativa així, s’ha acabat convertint en l’imaginari col·lectiu català —amb l’indiscutible drenatge dels llibres de text escolars i de l’estultícia més o menys generalitzada— en un esdeveniment de matriu inequívocament autòctona, això és, digne de ser admirat, seguit i imitat.
Per descomptat, no seré pas jo qui negui el caràcter excepcional de la jornada. Ni tan sols la part idiosincràtica que aquesta pot tenir. Al capdavall, el canvi de dates del 7 d’octubre al 23 d’abril, aplicat per primera vegada l’any 1931 —o sigui, just després de la proclamació de la República—, va ser degut, segons sembla, a la voluntat dels catalans. Es tractava de superposar la figura de Sant Jordi a la de Cervantes, que havia tingut la bona pensada de morir-se el mateix dia que el sant patró de Catalunya, si bé uns quants segles més tard. I es tractava, sobretot, d’aprofitar la primavera i el bon temps per fer calaix. O per fer-ne més del que ja s’havia fet, en edicions anteriors, a la tardor. Al capdavall —els orígens són els orígens—, la festa havia sorgit d’una llibreria, havia agafat forma en un ministeri de Treball, Comerç i Indústria i s’havia corporeïtzat finalment al carrer, en forma de parada i de descompte d’un 10% sobre el preu de venda del llibre. La resta —o sigui, la literatura, la cultura—, en el millor dels casos s’hi havia sobreafegit. I, a pesar de les inevitables oscil·lacions —«la vie est ondulante», que deia Pla que deia Montaigne—, així seguiria sent en el futur.
De més a més, el caràcter mercantil de la diada, el seu substrat fenici, va veure’s reforçat pel fet que a Catalunya Sant Jordi és també el dia dels enamorats. És a dir, el de la rosa. La Mancomunitat, aquell primer assaig d’autogovern promogut per Enric Prat de la Riba, havia recuperat el 1914 l’hàbit de regalar aquestes flors. El llibre, doncs, s’incorporava a la festa com a factor d’equilibri, com a contrapès. Si ell li regalava una rosa a ella, ella, al seu torn, no seria menys i li regalaria un llibre a ell. Ara, com és natural, aquest repartiment de papers en l’art d’obsequiar va durar el que va durar. Ben aviat, els afanys igualitaris van arrasar la tradició. Regalar la rosa ja no era privatiu d’ell; regalar el llibre ja no ho era d’ella. En endavant, totes les combinacions resultaven imaginables i, ¡ai las!, possibles. Però l’important, la idea d’intercanvi, base de tot negoci —tant si és sentimental com mercantil—, es mantenia inalterat.
És clar que inalterat no significa inalterable. Quant a la rosa, no cal patir. Si bé ja ningú recorda el temps en què les roses de Sant Jordi feien olor, una rosa, al capdavall, és una rosa —com a mínim des de Gertrud Stein—. Però, ¿i un llibre? ¿Podem donar per fet, alegrement, que un llibre seguirà sent un llibre? Els editors, catalans o no, han llançat ja el crit d’alerta. L’any passat no va ser un bon any i l’actual no pinta pas millor. D’una banda, hi ha la crisi econòmica general —però aquesta, no ho oblidem, també afecta la rosa—. De l’altra, hi ha la crisi específica del llibre. Es ven menys. Els que hi entenen es queixen de les administracions públiques, que tant poden promoure la gratuïtat dels llibres de text com modificar-ne els continguts oficials, cosa que obliga les editorials a refer de cap i de nou els seus productes. I es queixen de la pirateria. Pitjor que a Somàlia, asseguren. Si els joves ja no llegeixen per gust, només falta que per les altres menes de lectures —les forçades— recorrin a la còpia il·legal.
Amb tot, no sembla que cap d’aquests factors hagi de posar en perill la diada de Sant Jordi. Sí que pot posar-l’hi, en canvi, la proliferació del llibre electrònic. I llavors, ¿què passarà? ¿S’imaginen que ell li regali a ella una rosa i ella a ell un «pen drive» o, fins i tot, un simple enllaç? ¿Oi que no? Per molt que cap dels dos regals faci olor i es preservi d’aquesta manera l’antic equilibri mercantil, les coses ja no serien com abans. ¡Quantes parelles no es trencarien de resultes d’un Sant Jordi així! No vull ni pensar-hi. Sobretot perquè després de les parelles vindria, inexorablement, el sant patró. O sigui, la pàtria. I això sí que no.
ABC, «Especial Sant Jordi 2011», 23 de abril de 2011.
Per descomptat, no seré pas jo qui negui el caràcter excepcional de la jornada. Ni tan sols la part idiosincràtica que aquesta pot tenir. Al capdavall, el canvi de dates del 7 d’octubre al 23 d’abril, aplicat per primera vegada l’any 1931 —o sigui, just després de la proclamació de la República—, va ser degut, segons sembla, a la voluntat dels catalans. Es tractava de superposar la figura de Sant Jordi a la de Cervantes, que havia tingut la bona pensada de morir-se el mateix dia que el sant patró de Catalunya, si bé uns quants segles més tard. I es tractava, sobretot, d’aprofitar la primavera i el bon temps per fer calaix. O per fer-ne més del que ja s’havia fet, en edicions anteriors, a la tardor. Al capdavall —els orígens són els orígens—, la festa havia sorgit d’una llibreria, havia agafat forma en un ministeri de Treball, Comerç i Indústria i s’havia corporeïtzat finalment al carrer, en forma de parada i de descompte d’un 10% sobre el preu de venda del llibre. La resta —o sigui, la literatura, la cultura—, en el millor dels casos s’hi havia sobreafegit. I, a pesar de les inevitables oscil·lacions —«la vie est ondulante», que deia Pla que deia Montaigne—, així seguiria sent en el futur.
De més a més, el caràcter mercantil de la diada, el seu substrat fenici, va veure’s reforçat pel fet que a Catalunya Sant Jordi és també el dia dels enamorats. És a dir, el de la rosa. La Mancomunitat, aquell primer assaig d’autogovern promogut per Enric Prat de la Riba, havia recuperat el 1914 l’hàbit de regalar aquestes flors. El llibre, doncs, s’incorporava a la festa com a factor d’equilibri, com a contrapès. Si ell li regalava una rosa a ella, ella, al seu torn, no seria menys i li regalaria un llibre a ell. Ara, com és natural, aquest repartiment de papers en l’art d’obsequiar va durar el que va durar. Ben aviat, els afanys igualitaris van arrasar la tradició. Regalar la rosa ja no era privatiu d’ell; regalar el llibre ja no ho era d’ella. En endavant, totes les combinacions resultaven imaginables i, ¡ai las!, possibles. Però l’important, la idea d’intercanvi, base de tot negoci —tant si és sentimental com mercantil—, es mantenia inalterat.
És clar que inalterat no significa inalterable. Quant a la rosa, no cal patir. Si bé ja ningú recorda el temps en què les roses de Sant Jordi feien olor, una rosa, al capdavall, és una rosa —com a mínim des de Gertrud Stein—. Però, ¿i un llibre? ¿Podem donar per fet, alegrement, que un llibre seguirà sent un llibre? Els editors, catalans o no, han llançat ja el crit d’alerta. L’any passat no va ser un bon any i l’actual no pinta pas millor. D’una banda, hi ha la crisi econòmica general —però aquesta, no ho oblidem, també afecta la rosa—. De l’altra, hi ha la crisi específica del llibre. Es ven menys. Els que hi entenen es queixen de les administracions públiques, que tant poden promoure la gratuïtat dels llibres de text com modificar-ne els continguts oficials, cosa que obliga les editorials a refer de cap i de nou els seus productes. I es queixen de la pirateria. Pitjor que a Somàlia, asseguren. Si els joves ja no llegeixen per gust, només falta que per les altres menes de lectures —les forçades— recorrin a la còpia il·legal.
Amb tot, no sembla que cap d’aquests factors hagi de posar en perill la diada de Sant Jordi. Sí que pot posar-l’hi, en canvi, la proliferació del llibre electrònic. I llavors, ¿què passarà? ¿S’imaginen que ell li regali a ella una rosa i ella a ell un «pen drive» o, fins i tot, un simple enllaç? ¿Oi que no? Per molt que cap dels dos regals faci olor i es preservi d’aquesta manera l’antic equilibri mercantil, les coses ja no serien com abans. ¡Quantes parelles no es trencarien de resultes d’un Sant Jordi així! No vull ni pensar-hi. Sobretot perquè després de les parelles vindria, inexorablement, el sant patró. O sigui, la pàtria. I això sí que no.
ABC, «Especial Sant Jordi 2011», 23 de abril de 2011.
[ Por añadidura ]
«Non olet»
23 de abril de 2011
Hasta esta semana yo no sabía quién era Isabel Darder. Ahora lo sé. Isabel Darder es una barcelonesa de cincuenta años, maestra de Educación especial, funcionaria de la Generalitat, militante del PSC y secretaria de Educación del partido. Con un currículo semejante, no me sorprendería lo más mínimo que Darder fuera también, si no fundadora, sí como mínimo abanderada de los movimientos de renovación pedagógica. Ya saben, la Asociación Rosa Sensat y cuantos retoños haya podido esta alumbrar. Así las cosas, que Darder acuse ahora al Departamento de Enseñanza de la Generalitat y a su titular, Irene Rigau, de estar volviendo con sus medidas a los años ochenta, cuando la propia consejera era profesora de enseñanza media, no deja de ser una consecuencia lógica de su forma de pensar. A su juicio, todo lo realizado por los distintos gobiernos tripartitos —en los que Darder ocupó, por lo demás, cargos de confianza en la administración educativa— constituye un progreso indiscutible. «Volvemos a la discriminación de la pública y su estigmatización», aseguran las crónicas que dijo la secretaria de la ejecutiva socialista, con ese lenguaje tan característico de nuestra izquierda que lo mismo sirve para referirse al sistema de enseñanza que a la violencia de género o a las balanzas fiscales.
¿La discriminación de la pública en los años ochenta? Hombre, el deterioro del sistema público de enseñanza es una constante desde esta década, de eso no hay duda, pero no alcanza su máximo nivel hasta el presente siglo, que es cuando los efectos de la LOGSE empiezan a notarse en toda su crudeza: nivel paupérrimo del alumnado, fracaso escolar, abandono escolar. Y especialmente en la pública. En los ochenta, en cambio, aún se daba por hecho que los buenos profesores había que buscarlos en los institutos de enseñanza media y no en la escuela privada. Ahora, en cambio, lo difícil es saber si por casualidad queda alguno.
ABC, 23 de abril de 2011.
¿La discriminación de la pública en los años ochenta? Hombre, el deterioro del sistema público de enseñanza es una constante desde esta década, de eso no hay duda, pero no alcanza su máximo nivel hasta el presente siglo, que es cuando los efectos de la LOGSE empiezan a notarse en toda su crudeza: nivel paupérrimo del alumnado, fracaso escolar, abandono escolar. Y especialmente en la pública. En los ochenta, en cambio, aún se daba por hecho que los buenos profesores había que buscarlos en los institutos de enseñanza media y no en la escuela privada. Ahora, en cambio, lo difícil es saber si por casualidad queda alguno.
ABC, 23 de abril de 2011.
[ Porque hoy es sábado ]
Dice mi amigo Àngel Duarte que Josep Ramoneda se nos ha vuelto cínico. Lo dice a propósito de un artículo publicado este martes en «El País» en el que Ramoneda sostiene que el independentismo ha dejado de ser un radicalismo gracias, en buena medida, a la consolidación a través de la educación de «una perspectiva más propia de las cosas». Es posible que Duarte esté en lo cierto y que el anterior fragmento entrecomillado constituya un ejercicio desvergonzado y hasta obsceno de la opinión —y, en tal caso, mucho me temo que la desvergüenza viene de antiguo—. Pero, más allá de la máscara con que se presente el articulista, la relación de causa a efecto a la que alude me parece fuera de toda duda. Hablando en plata: si el independentismo ha crecido en Cataluña y ha dejado de ser, por tanto, un mero radicalismo, como parecen dar a entender las cifras de las consultas callejeras celebradas hasta la fecha —y aun cuando estas consultas se hayan celebrado en las condiciones y con las garantías de todos conocidas—, ello es el fruto de una educación nacionalista. O, si lo prefieren, de una educación en el nacionalismo —que así hay que entender, al cabo, esa «perspectiva más propia de las cosas»—. Treinta años de nacionalismo gobernante y de control de la administración educativa, con el concurso nada despreciable de los medios de comunicación públicos, dan para mucho. Por ejemplo, para educar a dos generaciones de nuevos catalanes. Y educar, aquí, no significa sino inculcarles una determinada visión del mundo en la que Cataluña aparece en todo momento —lo mismo en los libros de texto que en los mapas del tiempo, lo mismo en el presente que en el pasado— desgajada de España o en conflicto con ella. O sea, sin harmonía alguna con la realidad circundante. Así las cosas, lo raro no es este porcentaje del 18% de ciudadanos que, según dicen, están a favor de la independencia. Lo raro es que este porcentaje no sea mucho mayor.
ABC, 14 de enero de 2011.
ABC, 14 de enero de 2011.
[ Porque hoy es sábado ]
Cuestión de perspectiva
16 de abril de 2011
El nacionalismo acostumbra a orinar en la calle. Por supuesto, nada tengo contra la práctica de orinar. Se trata de una necesidad fisiológica que todos los animales, incluso si son nacionalistas, se ven impelidos a satisfacer unas cuantas veces al día. Ahora bien, una cosa es que evacuen donde nadie les ve o sólo sus íntimos, y otra muy distinta que lo hagan en público, en plena calle. En especial si, como presumen, andan cargados de razón. Que a determinados animales de compañía no les quede más remedio que arrimarse a una esquina para verter allí sus micciones, no deja de ser, al cabo, algo inevitable y, en último término, la consecuencia lógica del interés de sus dueños en que no las viertan en casa. De lo contrario —los chuchos son la mar de listos si se les enseña—, ya les aseguro yo que se aguantarían. Como se aguantan la inmensa mayoría de los racionales nada más pisar la calle. Y es que, si alguno no lo hace, sabe que le aguardan las ordenanzas municipales con sus multas ejemplares. Excepto si ese alguno, claro, resulta ser nacionalista. En tal caso, no valen la higiene ni las buenas costumbres. ¿Que el nacionalista quiere marcar territorio? Pues lo marca. Y al que no le guste… Y para que no queden dudas sobre la existencia de semejante hecho diferencial —o, lo que es lo mismo, de semejante impunidad—, el propio Artur Mas lo ha reivindicado este miércoles, en el solemne marco del Saló de Sant Jordi, durante su balance de cien días de gobierno. «Hemos marcado territorio desde el primer día», ha afirmado el hombre, lleno de orgullo. Y aún: «No tenemos miedo a la confrontación si hace falta». Lo que significa que el presidente de la Generalitat se ha comportado, en relación con las exigencias del Gobierno de España, exactamente igual que sus antecesores. Esto es, desobedeciendo, saltándose la normativa, dando rienda suelta a sus micciones. Que el territorio es el territorio y no conviene que se seque por falta de riego.
ABC, 9 de abril de 2011.
ABC, 9 de abril de 2011.
[ Porque hoy es sábado ]
Orines nacionalistas
9 de abril de 2011
En España hay quince canales autonómicos de titularidad pública. Trece de ellos corresponden a comunidades autónomas y los otros dos a las ciudades, también autónomas, de Ceuta y Melilla. Así pues, en lo que llevamos de democracia y de legislación televisiva sólo cuatro comunidades —Cantabria, Castilla y León, La Rioja y Navarra— y sus respectivos gobiernos no han juzgado necesario disponer de canal propio. ¿Por qué? Vaya usted a saber, aunque el hecho de que esas cuatro regiones hayan sido gobernadas la mayor parte del tiempo por partidos o coaliciones de tendencia conservadora —más propensos, en principio, a la iniciativa privada— podría explicar hasta cierto punto semejante abstinencia. Y es que, junto a las emisoras de carácter público, existen también, en el mismo ámbito autonómico y desde la progresiva implantación de la televisión digital terrestre, las de capital privado . Existen y, luego, compiten; no en vano unas y otras se alimentan del mismo pastel publicitario.
Con todo, esa competencia —y la que se establece, en general, entre las televisiones públicas y las privadas— está lejos de ser leal. Las cadenas privadas no tienen más que el mencionado pastel para vivir; las autonómicas, en cambio, se nutren también de la subvención que su propio gobierno les asigna año tras año. Y no se trata de una subvención cualquiera. Según el IV Informe sobre el coste de la televisión pública en España, elaborado por Deloitte a petición de la Unión de Televisiones Comerciales Asociadas, los canales autonómicos recibieron en 2009 814 millones de euros de los respectivos presupuestos regionales, mientras que los ingresos por publicidad fueron tan sólo de 234 millones. Lo que significa, por de pronto, que esos canales perdieron —y siguen perdiendo— un montón de dinero. O, lo que es lo mismo: de los 126 euros a que asciende el coste medio por hogar de la televisión autonómica, 110 corresponden a pérdidas y subvenciones. Es verdad que ese montante no llega a los hogares en forma de recibo, como sí llegan, por ejemplo, la contribución o la tasa de residuos urbanos. Pero, para el caso, es lo mismo. Qué digo lo mismo: mucho peor. Porque no sólo no tenemos conciencia de estar pagando ese dinero, como sí ocurre con los demás impuestos, sino que encima no le vemos el beneficio ni la necesidad.
Al fin y al cabo, una televisión de esas características no debería tener otro cometido, sobre el papel, que el de formar e informar. O sea, actuar como un servicio público. Y, aun así, podríamos seguir preguntándonos —y más en tiempos de crisis— si su existencia es imprescindible, dado que ya contamos con otra televisión pública, la estatal, a la que se supone idéntica función. (Otra cosa, claro, sería establecer si esa función informativa y formativa debe desempeñarla por fuerza una televisión pública; si no bastaría con que la ejercieran, por un lado, los canales privados, y, por otro, el resto de los medios de comunicación y, en particular, el periodismo digital.) En todo caso, lo que parece fuera de toda duda es que, a estas alturas, nuestras televisiones públicas —y entre ellas, muy especialmente, las autonómicas— han renunciado a cumplir la misión con la que fueron concebidas.
Hoy en día una televisión autonómica no sirve más que para proyectar, de cabo a cabo de programación, una determinada visión del mundo. Una visión estrecha, encorsetada, ceñida a los cuatro tópicos del lugar. Por supuesto, en el centro de esa visión se halla muy a menudo el gobernante de turno, perfectamente integrado en el paisaje, al igual que sus derviches. Y no importa si ese gobernante pertenece a uno u otro partido; una vez en el medio televisivo, pierde casi cualquier atisbo de personalidad, incluso ideológica, para convertirse en una figurilla más del belén. Por lo demás, en las televisiones autonómicas mandan la efusión sentimental y la exaltación del terruño, hasta el punto de que no falta nunca en ellas la tríada formada por el futbol, la comida y las fiestas y festejos populares. En otras palabras, la cultura y la inteligencia no sólo no están, sino que ni siquiera se les espera. Como es natural, cuando alguna de esas cadenas opera en un territorio regado secularmente por el nacionalismo —Cataluña, el País Vasco, Galicia— todo lo anterior se agudiza. A la pasión por lo propio se añade, de modo explícito, la aversión por lo ajeno —esto es, por lo español—. Se empieza recortando los mapas del tiempo y se termina por prohibir la presencia en pantalla de cualquier invitado que no alcance a expresarse en la lengua milenaria de la región.
Bien mirado, pues, esa quincena de canales autonómicos que tanto nos cuestan —y a los que habría que añadir, no se nos vaya a olvidar, las emisoras de las diputaciones insulares y las de no pocos ayuntamientos españoles— conforman, en mayor o menor grado, una suerte de televisión antropológica. El adjetivo no es mío. Lo utilizó a comienzos de 1983 el entonces director general de RTVE, José María Calviño, para calificar la imagen que, a su juicio, debía dar de Cataluña lo que entonces se conocía como tercer canal y que a la postre acabaría siendo TV3. Al nacionalismo catalán aquello no le gustó. Es más, se ofendió muchísimo. El presidente Pujol, como máximo representante del país ultrajado, declaró incluso que qué se había creído Calviño, que «el tercer canal no ha de ser una televisión localista, pobre, folclórica, de porrón…, sino que ha de ser una televisión absolutamente normal en su programación con una producción universal y exportable». Lo sorprendente, visto el resultado, es que durante cerca de un cuarto de siglo Pujol anduviera en aquella televisión como Jordi por su casa.
Letras Libres, núm. 115, abril de 2011
Con todo, esa competencia —y la que se establece, en general, entre las televisiones públicas y las privadas— está lejos de ser leal. Las cadenas privadas no tienen más que el mencionado pastel para vivir; las autonómicas, en cambio, se nutren también de la subvención que su propio gobierno les asigna año tras año. Y no se trata de una subvención cualquiera. Según el IV Informe sobre el coste de la televisión pública en España, elaborado por Deloitte a petición de la Unión de Televisiones Comerciales Asociadas, los canales autonómicos recibieron en 2009 814 millones de euros de los respectivos presupuestos regionales, mientras que los ingresos por publicidad fueron tan sólo de 234 millones. Lo que significa, por de pronto, que esos canales perdieron —y siguen perdiendo— un montón de dinero. O, lo que es lo mismo: de los 126 euros a que asciende el coste medio por hogar de la televisión autonómica, 110 corresponden a pérdidas y subvenciones. Es verdad que ese montante no llega a los hogares en forma de recibo, como sí llegan, por ejemplo, la contribución o la tasa de residuos urbanos. Pero, para el caso, es lo mismo. Qué digo lo mismo: mucho peor. Porque no sólo no tenemos conciencia de estar pagando ese dinero, como sí ocurre con los demás impuestos, sino que encima no le vemos el beneficio ni la necesidad.
Al fin y al cabo, una televisión de esas características no debería tener otro cometido, sobre el papel, que el de formar e informar. O sea, actuar como un servicio público. Y, aun así, podríamos seguir preguntándonos —y más en tiempos de crisis— si su existencia es imprescindible, dado que ya contamos con otra televisión pública, la estatal, a la que se supone idéntica función. (Otra cosa, claro, sería establecer si esa función informativa y formativa debe desempeñarla por fuerza una televisión pública; si no bastaría con que la ejercieran, por un lado, los canales privados, y, por otro, el resto de los medios de comunicación y, en particular, el periodismo digital.) En todo caso, lo que parece fuera de toda duda es que, a estas alturas, nuestras televisiones públicas —y entre ellas, muy especialmente, las autonómicas— han renunciado a cumplir la misión con la que fueron concebidas.
Hoy en día una televisión autonómica no sirve más que para proyectar, de cabo a cabo de programación, una determinada visión del mundo. Una visión estrecha, encorsetada, ceñida a los cuatro tópicos del lugar. Por supuesto, en el centro de esa visión se halla muy a menudo el gobernante de turno, perfectamente integrado en el paisaje, al igual que sus derviches. Y no importa si ese gobernante pertenece a uno u otro partido; una vez en el medio televisivo, pierde casi cualquier atisbo de personalidad, incluso ideológica, para convertirse en una figurilla más del belén. Por lo demás, en las televisiones autonómicas mandan la efusión sentimental y la exaltación del terruño, hasta el punto de que no falta nunca en ellas la tríada formada por el futbol, la comida y las fiestas y festejos populares. En otras palabras, la cultura y la inteligencia no sólo no están, sino que ni siquiera se les espera. Como es natural, cuando alguna de esas cadenas opera en un territorio regado secularmente por el nacionalismo —Cataluña, el País Vasco, Galicia— todo lo anterior se agudiza. A la pasión por lo propio se añade, de modo explícito, la aversión por lo ajeno —esto es, por lo español—. Se empieza recortando los mapas del tiempo y se termina por prohibir la presencia en pantalla de cualquier invitado que no alcance a expresarse en la lengua milenaria de la región.
Bien mirado, pues, esa quincena de canales autonómicos que tanto nos cuestan —y a los que habría que añadir, no se nos vaya a olvidar, las emisoras de las diputaciones insulares y las de no pocos ayuntamientos españoles— conforman, en mayor o menor grado, una suerte de televisión antropológica. El adjetivo no es mío. Lo utilizó a comienzos de 1983 el entonces director general de RTVE, José María Calviño, para calificar la imagen que, a su juicio, debía dar de Cataluña lo que entonces se conocía como tercer canal y que a la postre acabaría siendo TV3. Al nacionalismo catalán aquello no le gustó. Es más, se ofendió muchísimo. El presidente Pujol, como máximo representante del país ultrajado, declaró incluso que qué se había creído Calviño, que «el tercer canal no ha de ser una televisión localista, pobre, folclórica, de porrón…, sino que ha de ser una televisión absolutamente normal en su programación con una producción universal y exportable». Lo sorprendente, visto el resultado, es que durante cerca de un cuarto de siglo Pujol anduviera en aquella televisión como Jordi por su casa.
[ 1 ] Bien es cierto que el caso de Castilla y León es algo distinto al de las otras tres comunidades, en la medida en que la televisión autonómica que emite en la región, aun siendo de capital privado, recibe una ayuda considerable del Gobierno regional.
Letras Libres, núm. 115, abril de 2011
[ Letras Libres ]
La televisión antropológica
4 de abril de 2011
Al parecer, Jordi Pujol ha votado. Por la independencia. Y, al parecer, ha votado sí. Estupendo. Todos los ciudadanos, de los más tiernos a los más ajados, tenemos derecho al pataleo. Incluso si el pataleo adquiere tintes esperpénticos. Así pues, no veo por qué el ex presidente de la Generalitat iba a ser menos. Por otra parte, esta misma semana, dos días antes de emitir su voto, Pujol había ya anunciado sus intenciones en la Pompeu Fabra. Según propia confesión, se ha quedado seco, sin argumentos. Un hombre sin argumentos. ¿Existe acaso algo más triste? Y, encima, con ochenta años cumplidos y después de haber dedicado la vida entera a amasarlos —los argumentos—. Como para desesperarse. Pues no. Y es que esos argumentos que Pujol tenía y ha perdido sólo le servían para contener las aguas. Eran, como si dijéramos, una especie de diques que él oponía a los anhelos de independencia de los demás, catalanes todos. Sólo eso. Total que ahora, tras convencerse de que la sentencia del Constitucional sobre el Estatuto no perseguía otra cosa que la demolición de Cataluña, el hombre se ha echado a un lado y ha abierto las compuertas. Y, para que nadie se confunda sobre sus intenciones; para que nadie crea que semejante reacción no obedece más que a la voluntad de no perecer ahogado ante el empuje de la marea y que él, en el fondo, sigue siendo el de siempre, o sea, un hombre de orden; para disipar, en fin, cualquier sombra de duda, este mismo jueves ha comunicado en las ondas que ya ha votado por la independencia y que ha votado sí. En una palabra, que estamos ante un hombre nuevo. ¡Lo que hace la pérdida de argumentos! Eso sí, Pujol, fiel a los tiempos en que «La Vanguardia» le publicaba entrevistas escritas por él de cabo a rabo, ni siquiera se ha molestado en ir a votar a uno de esos tenderetes de feria que hay por la calle: ha exigido que le traigan la urna a casa. Ahora sólo falta que le traigan también la independencia.
ABC, 2 de abril de 2011.
ABC, 2 de abril de 2011.
[ Porque hoy es sábado ]
El voto en casa
2 de abril de 2011
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