ABC, 26 de marzo de 2011.
El otro día cayó en mis manos la reseña que Ponç Puigdevall dedicó hace un par de semanas en el diario «Ara» al último libro de poesía de Vicenç Villatoro. En ella, justo al comienzo, Puigdevall afirma que, a medida que uno va leyendo la obra, le invade fácilmente la certeza de que está «ante una voz que manipula e instrumentaliza el lenguaje con la misma voracidad y ansia del político que proclama su discurso lleno de falsedades a un público deseoso de comulgar con la estafa». Y algo más allá, antes de ofrecer unas cuantas pruebas de esa instrumentalización, el crítico añade que «tal vez desde el último libro de Álex Susanna no habían podido leerse unos poemas verbalmente tan tristes». Pues bien, al poco de publicarse la reseña, el Instituto Ramon Llull (IRL), del que es director el propio Villatoro y cuya financiación corre a cargo de los gobiernos de Cataluña y Baleares, anunciaba el fichaje de Susanna como nuevo director adjunto y responsable de las áreas de Creación y de Literatura y Pensamiento. Como comprenderán, nada tengo que objetar al fichaje de Susanna. Al contrario, me parece de una lógica demoledora. En primer lugar, porque se trata de un hombre de la casa, que ya había ocupado el cargo de director de Cultura cuando el IRL lo dirigía su amigo y benefactor Joan Maria Pujals. Luego, porque tanto él como Villatoro son compañeros de cuadrilla —lo son, que yo sepa, desde los tiempos en que junto a Pilar Rahola y otros insignes cachorros del pujolismo militaban en la Fundación Acta—. Y luego, en fin, porque lo más probable es que en el IRL Susanna, al igual que Villatoro, haga lo que ha hecho toda la vida. O sea, nada. O, como mucho, entre discurso y discurso, alguno de esos versos anémicos, verbalmente tan tristes, a los que aludía Puigdevall y que tanto gustan, lo mismo que los de Villatoro, a un público deseoso de comulgar con la estafa. Y es que, como dicen en Baleares, «no s’ajunten fins que s’assemblen».
ABC, 26 de marzo de 2011.
ABC, 26 de marzo de 2011.
Dios los cría
26 de marzo de 2011
Tiene razón Mbaye Gaye: el conocimiento del catalán no puede sino ayudar al inmigrante a «subir en el ascensor social». Si algo han aprendido en todos estos años los inmigrantes que han llegado a Cataluña —y me refiero por igual a los que se han visto obligados a emigrar desde otras partes de España que a los que lo han hecho desde otros países y continents— es que el dominio del catalán constituye un requisito imprescindible para dejar de ser lo que el propio Gaye califica como «los inmigrantes de siempre». O, como mínimo, para intentarlo. El catalán no es —ni llegará a ser nunca, probablemente— la lengua de la calle, pero sí es la lengua del poder. La que se usa y se enseña en la escuela; la que te exigen cuando te ves envuelto en cualquier trámite administrativo; la única que suena en las emisoras públicas de radio y televisión; la que emplea, en fin, de modo indefectible el político que aspira a no dejar de serlo. Pero hay más: Gaye, que es vicepresidente de la Asociación Catalana de Residentes Senegaleses, sabe muy bien que una asociación cualquiera debe participar de ese mismo espíritu «de país» —como gusta llamarlo Artur Mas, siguiendo la estela doctrinal de su maestro— si no quiere quedar fuera del tablero de juego. O sea, de la subvención. Su asociación, por ejemplo, recibió en 2008 del Departamento de Acción Social y Ciudadanía 6.400 euros «para la integración social de las personas inmigradas». Y otro tanto en años anteriores. Parece lógico, pues, que ante la llegada de un nuevo gobierno, cuya política de reparto de ayudas es todavía un misterio, sean los primeros en proclamar que han aprendido la lección. Que allí están, dispuestos a lo que haga falta. Y si, para lograr el arraigo, el permiso de residencia o la reagrupación familiar, hay que examinarse de catalán, pues, nada, uno se examina y a otra cosa. Qué más les da, a ellos, lo que ocurra en otras partes de España. ¿«Qui paga, mana», no?
ABC, 19 de marzo de 2011.
ABC, 19 de marzo de 2011.
[ Porque hoy es sábado ]
El ascensor social
19 de marzo de 2011
Es tiempo de elecciones y es tiempo, pues, de promesas. O de compromisos, por usar el término con que el Partido Popular encabeza su programa marco autonómico para el periodo 2011-2015. Entre esos compromisos de los populares está el de garantizar que «los padres tengan libertad para elegir la lengua vehicular en la que educar a sus hijos». Es la primera vez que los órganos nacionales del partido se comprometen a algo semejante. Hace tres años, cuando las últimas generales, el programa popular abogaba por que «la lengua castellana fuera vehicular en las distintas áreas junto con la otra lengua oficial», y por que los alumnos cuya estancia en una Comunidad bilingüe fuera temporal pudieran «cursar las enseñanzas en la lengua oficial del Estado». Era mucho abogar, ciertamente, pero no era todo. Ahora el grifo de la libertad se ha abierto ya por completo. En adelante, y en el supuesto nada improbable de que el PP gobierne en la inmensa mayoría de las Autonomías donde el 22 de mayo se celebran elecciones y, al poco, en el mismísimo Gobierno de España, ese derecho a educar a los hijos en el idioma oficial que uno prefiera debería estar asegurado. El problema es cómo se alcanzará el objetivo. O sea —por emplear ese verbo que tanto gusta a maestros y psicopedagogos—, como se vehiculará el compromiso. En Baleares, por ejemplo. ¿Cómo se va remozar, de gobernar los populares, un sistema de enseñanza en el que no hay libertad lingüística ninguna y en el que el propio PP regional fue quien facilitó, hace cerca de tres lustros, una inmersión encubierta en catalán? ¿Qué debe hacerse para contrarrestar el poder de toda esa pléyade de enseñantes, fuertemente ideologizada, que lleva treinta años impartiendo, en mayor o menor medida, una doctrina totalitaria? Y sobre todo: ¿cómo puede evitarse que ocurra en Baleares lo que en Galicia, donde el PP alcanzó en 2009 el Gobierno regional gracias en parte a un compromiso similar que luego ha quedado en nada?
ABC, 12 de marzo de 2011.
ABC, 12 de marzo de 2011.
[ Porque hoy es sábado ]
Vehicular el compromiso
12 de marzo de 2011
La sede barcelonesa del Memorial Democrático ha tenido que cerrar por motivos de seguridad. Según cuentan las crónicas, ni las salidas de emergencia ni los sistemas de ventilación y aire condicionado cumplían con la normativa. Es más: antes incluso de que el edificio en cuestión albergara el engendro del ex consejero Saura y su cohorte de historiadores comunistas y postcomunistas, un informe ya había advertido del carácter obsoleto de sus instalaciones. Y otro hasta aconsejaba echar abajo el inmueble. Como comprenderán, después de gastar no poca letra en criticar la gestación y puesta en marcha del Memorial de marras, no iba a ser yo quien se privara ahora del placer de ver en lo sucedido una suerte de justicia poética. Es verdad, a qué engañarse —uno puede ponerse lírico, pero no tonto—, que aquí no se ha clausurado más que la sede; el personal ha sido reubicado en otra dependencia del Departamento de Gobernación y la exposición recién inaugurada en los bajos del solar ha terminado en una sala de otro engendro viviente, el Museo de Historia de Cataluña. Pero aún así, qué quieren, descubrir de golpe que un proyecto de esta naturaleza, tan extemporáneo, tan sectario, tan irresponsablemente contrario a la convivencia, radicaba en un espacio que está fuera de la ley —aunque no sea más que la urbanística—, produce cierta satisfacción. Si a eso se le suma que el Departamento se halla en estos momentos en manos de un partido cuya memoria particular dista mucho de la comunista, uno hasta puede soñar con que el derribo del Memorial esté próximo. Al fin y al cabo, si Cataluña es una nación o aspira a serlo, sus dirigentes deberían tener muy presentes las enseñanzas de Renan. Y, entre ellas, la que indica que una idea nacional se asienta en un pasado común, donde lo que más pesa es «haber sufrido juntos». Como se sufre, pongamos por caso, en una guerra civil. Claro que, así las cosas, ¿no podrían sostener lo mismo todos los españoles?
ABC, 5 de marzo de 2011.
ABC, 5 de marzo de 2011.
[ Porque hoy es sábado ]
Justicia poética
5 de marzo de 2011
Entre los muchos méritos de Andrés García de la Barga y Gómez de la Serna, más conocido por Corpus Barga, está el de haber alertado a su debido tiempo de los efectos que el auge de los regionalismos peninsulares, y muy especialmente el catalán, podía tener para el futuro de la Segunda República. Lo atestiguan los numerosos artículos que escribió en 1932 a raíz de la tramitación en las Cortes del llamado Estatuto de Nuria, en los que denunciaba el carácter reaccionario de cualquier nacionalismo y abogaba por superar el individualismo y la diversidad de España mediante el desarrollo económico y el fomento de una cultura común. Pero acaso lo más relevante de su pensamiento se halle en un pasaje de la conferencia que dictó el domingo 5 de febrero de 1933 en el teatro Alkázar de Madrid y que trataba de «La República y la Prensa». En ella, en una suerte de excurso y tras constatar que, lo mismo en la República que en la Monarquía, los partidos se habían organizado «de la manera más autónoma posible, con autonomía casi anárquica, en caciquismo los monárquicos y los republicanos en cabilas», Corpus decía lo siguiente: «(…) si suponemos a España organizada en regiones con Estatuto, en regiones autónomas, habrá que preguntarse qué va a ser la vida política española si no hay grandes partidos políticos, porque precisamente son los Estados federales los que necesitan de grandes partidos políticos, como en Alemania y Estados Unidos, puesto que los partidos políticos son en ellos el sistema circulatorio de la política general».
Por más que semejante afirmación pueda parecer a primera vista una perogrullada, ni lo era entonces ni lo es hoy. Un Estado federal —o un Estado autonómico como el que nos asiste, asimetrías aparte— tiene una tendencia manifiesta a la centrifugación. Se trata de algo constitutivo, inherente a su formación misma. De ahí que todo intento de ignorar esa querencia por lo particular de buena parte de nuestra clase política y de comportarse, pues, como si el caciquismo y las cabilas a que aludía Corpus hace cerca de ochenta años fueran agua pasada, no sea, al cabo, sino un modo de engaño —inocente, quizá, pero no por ello menos lesivo—. Y de ahí también que la solidez y la salvaguarda de ese Estado federal o autonómico requieran de una fuerza que actúe en sentido contrario, lo mismo de puertas adentro que de cara al exterior. Y quien dice una fuerza dice, claro, unos grandes partidos cuyo principal cometido consista en asegurar que el sistema circulatorio funcione, esto es, que el corazón bombee y que la sangre viaje por todo el cuerpo y regrese, sin mayores sobresaltos, al punto de partida.
Se me objetará que esos grandes partidos ya existen. Sin duda. Pero de su labor no se desprende, por desgracia, ese equilibrio tan necesario entre lo centrípeto y lo centrífugo. Aunque en grados dispares y con consecuencias sensiblemente distintas, tanto quienes gobiernan como quienes están en la oposición suelen regirse a menudo por los intereses de sus baronías territoriales. Y esos intereses, como es lógico, chocan las más de las veces con el llamado bien común, en la medida en que se limitan a buscar el provecho de una parte de los ciudadanos de este país —cuando no de una parte de una parte de una parte—. Para ceñirnos a la actualidad reciente: ¿cómo es posible que las grandes empresas españolas se hayan visto forzadas a crear una especie de «lobby» para, entre otras cosas, vender en el exterior la marca «España»? Más allá de lo loable de la iniciativa, ¿acaso no corresponde a nuestros representantes políticos, y en particular a quienes tienen responsabilidades de gobierno, vender dicha marca? ¿De qué sirven, si no, tantas reuniones internacionales, tantas cumbres transoceánicas y tantos viajes al extranjero de nuestros cargos públicos, estatales o autonómicos, a los que acompañan por cierto, en no pocas ocasiones, nutridas delegaciones empresariales?
Pero es en lo tocante a la política interior donde ese desequilibrio adquiere unos tintes más preocupantes. Ejemplos los hay a miles, aunque tal vez uno de los más significativos sea el que atañe al cuerpo de funcionarios. En efecto, el progresivo adelgazamiento de la llamada Administración del Estado, resultante del largo e ininterrumpido proceso de transferencia de competencias a las Autonomías —proceso, por otra parte, sin marcha atrás posible, al menos hasta el momento—, ha tenido una serie de consecuencias, a cual más trascendente. Así, en todo cuanto afecta a la corrupción más o menos institucionalizada, no deja de resultar sorprendente la connivencia del estamento funcionarial. Entiéndase bien: no me estoy refiriendo al conjunto de los funcionarios de cada una de las administraciones donde el escándalo ha hecho mella; estoy seguro de que las excepciones abundan. Pero no es menos cierto que un cuerpo no tan apegado al territorio y su gente; un cuerpo aséptico, ajeno al infecto mercadeo de dádivas y poltronas; un cuerpo, en fin, con sentido de Estado, habría dado sin duda la voz de alerta mucho antes de que determinados asuntos pasaran a mayores.
Tomemos otro ejemplo: la educación. A estas alturas, hasta el optimista más ciego reconoce la dimensión del desastre español. Los resultados son los que son, y las comparaciones con el resto de Europa y del mundo desarrollado no producen sino bochorno. Ahora bien, que exista un consenso sobre el peritaje —realidad obliga— no significa que también exista sobre las causas del siniestro y los remedios que conviene aplicar. Así, sigue habiendo quien atribuye todos los males a la falta de tiempo. O a la escasez de dinero. Aunque justo es decir que, en contrapartida, cada vez son más los que imputan el desastre a la naturaleza del propio sistema y no ven otro modo de salir del agujero que mediante la implantación de reformas contundentes. Entre ellas —y en un primerísimo lugar por cuanto se trata del fundamento mismo del modelo aplicado en los países de referencia, o sea, en los que encabezan los distintos ránquines educativos—, están las que afectan al profesorado. No hace mucho, Eugenio Nasarre y Francisco López Rupérez, recogiendo un estado de opinión cada vez más proclive a una remoción drástica del actual sistema de selección y formación de los docentes de Primaria y Secundaria, esbozaban una propuesta de MIR educativo («Magisterio», 26 de enero de 2011) que, entre otros aspectos, ponía el acento en la creación de unos Centros Superiores de Formación repartidos por todo el Estado, que funcionarían atendiendo al principio de la libre concurrencia y en los que los graduados ingresarían por medio de una prueba homogénea de acceso. Como se ve, un planteamiento sensato y valiente, que no sólo valora el esfuerzo, el talento y la vocación, en la medida en que tiende a premiar a los mejores, sino que encima posee un carácter inequívocamente nacional. Y cuyo desenlace no sería otro —transcurridos tres años y tras los consiguientes cursos de prácticas en un centro educativo y una postrera evaluación— que la obtención por parte del alumno de la condición de funcionario.
Pero, como se ha dicho, para que esas y otras propuestas sean posibles resulta indispensable que el corazón bombee como es debido. Y uno diría que, por desgracia, lleva ya mucho tiempo en estado de shock.
ABC, 3 de marzo de 2011.
Por más que semejante afirmación pueda parecer a primera vista una perogrullada, ni lo era entonces ni lo es hoy. Un Estado federal —o un Estado autonómico como el que nos asiste, asimetrías aparte— tiene una tendencia manifiesta a la centrifugación. Se trata de algo constitutivo, inherente a su formación misma. De ahí que todo intento de ignorar esa querencia por lo particular de buena parte de nuestra clase política y de comportarse, pues, como si el caciquismo y las cabilas a que aludía Corpus hace cerca de ochenta años fueran agua pasada, no sea, al cabo, sino un modo de engaño —inocente, quizá, pero no por ello menos lesivo—. Y de ahí también que la solidez y la salvaguarda de ese Estado federal o autonómico requieran de una fuerza que actúe en sentido contrario, lo mismo de puertas adentro que de cara al exterior. Y quien dice una fuerza dice, claro, unos grandes partidos cuyo principal cometido consista en asegurar que el sistema circulatorio funcione, esto es, que el corazón bombee y que la sangre viaje por todo el cuerpo y regrese, sin mayores sobresaltos, al punto de partida.
Se me objetará que esos grandes partidos ya existen. Sin duda. Pero de su labor no se desprende, por desgracia, ese equilibrio tan necesario entre lo centrípeto y lo centrífugo. Aunque en grados dispares y con consecuencias sensiblemente distintas, tanto quienes gobiernan como quienes están en la oposición suelen regirse a menudo por los intereses de sus baronías territoriales. Y esos intereses, como es lógico, chocan las más de las veces con el llamado bien común, en la medida en que se limitan a buscar el provecho de una parte de los ciudadanos de este país —cuando no de una parte de una parte de una parte—. Para ceñirnos a la actualidad reciente: ¿cómo es posible que las grandes empresas españolas se hayan visto forzadas a crear una especie de «lobby» para, entre otras cosas, vender en el exterior la marca «España»? Más allá de lo loable de la iniciativa, ¿acaso no corresponde a nuestros representantes políticos, y en particular a quienes tienen responsabilidades de gobierno, vender dicha marca? ¿De qué sirven, si no, tantas reuniones internacionales, tantas cumbres transoceánicas y tantos viajes al extranjero de nuestros cargos públicos, estatales o autonómicos, a los que acompañan por cierto, en no pocas ocasiones, nutridas delegaciones empresariales?
Pero es en lo tocante a la política interior donde ese desequilibrio adquiere unos tintes más preocupantes. Ejemplos los hay a miles, aunque tal vez uno de los más significativos sea el que atañe al cuerpo de funcionarios. En efecto, el progresivo adelgazamiento de la llamada Administración del Estado, resultante del largo e ininterrumpido proceso de transferencia de competencias a las Autonomías —proceso, por otra parte, sin marcha atrás posible, al menos hasta el momento—, ha tenido una serie de consecuencias, a cual más trascendente. Así, en todo cuanto afecta a la corrupción más o menos institucionalizada, no deja de resultar sorprendente la connivencia del estamento funcionarial. Entiéndase bien: no me estoy refiriendo al conjunto de los funcionarios de cada una de las administraciones donde el escándalo ha hecho mella; estoy seguro de que las excepciones abundan. Pero no es menos cierto que un cuerpo no tan apegado al territorio y su gente; un cuerpo aséptico, ajeno al infecto mercadeo de dádivas y poltronas; un cuerpo, en fin, con sentido de Estado, habría dado sin duda la voz de alerta mucho antes de que determinados asuntos pasaran a mayores.
Tomemos otro ejemplo: la educación. A estas alturas, hasta el optimista más ciego reconoce la dimensión del desastre español. Los resultados son los que son, y las comparaciones con el resto de Europa y del mundo desarrollado no producen sino bochorno. Ahora bien, que exista un consenso sobre el peritaje —realidad obliga— no significa que también exista sobre las causas del siniestro y los remedios que conviene aplicar. Así, sigue habiendo quien atribuye todos los males a la falta de tiempo. O a la escasez de dinero. Aunque justo es decir que, en contrapartida, cada vez son más los que imputan el desastre a la naturaleza del propio sistema y no ven otro modo de salir del agujero que mediante la implantación de reformas contundentes. Entre ellas —y en un primerísimo lugar por cuanto se trata del fundamento mismo del modelo aplicado en los países de referencia, o sea, en los que encabezan los distintos ránquines educativos—, están las que afectan al profesorado. No hace mucho, Eugenio Nasarre y Francisco López Rupérez, recogiendo un estado de opinión cada vez más proclive a una remoción drástica del actual sistema de selección y formación de los docentes de Primaria y Secundaria, esbozaban una propuesta de MIR educativo («Magisterio», 26 de enero de 2011) que, entre otros aspectos, ponía el acento en la creación de unos Centros Superiores de Formación repartidos por todo el Estado, que funcionarían atendiendo al principio de la libre concurrencia y en los que los graduados ingresarían por medio de una prueba homogénea de acceso. Como se ve, un planteamiento sensato y valiente, que no sólo valora el esfuerzo, el talento y la vocación, en la medida en que tiende a premiar a los mejores, sino que encima posee un carácter inequívocamente nacional. Y cuyo desenlace no sería otro —transcurridos tres años y tras los consiguientes cursos de prácticas en un centro educativo y una postrera evaluación— que la obtención por parte del alumno de la condición de funcionario.
Pero, como se ha dicho, para que esas y otras propuestas sean posibles resulta indispensable que el corazón bombee como es debido. Y uno diría que, por desgracia, lleva ya mucho tiempo en estado de shock.
ABC, 3 de marzo de 2011.
[ Terceras ]
El sistema circulatorio español
3 de marzo de 2011
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