Tiene razón Mbaye Gaye: el conocimiento del catalán no puede sino ayudar al inmigrante a «subir en el ascensor social». Si algo han aprendido en todos estos años los inmigrantes que han llegado a Cataluña —y me refiero por igual a los que se han visto obligados a emigrar desde otras partes de España que a los que lo han hecho desde otros países y continents— es que el dominio del catalán constituye un requisito imprescindible para dejar de ser lo que el propio Gaye califica como «los inmigrantes de siempre». O, como mínimo, para intentarlo. El catalán no es —ni llegará a ser nunca, probablemente— la lengua de la calle, pero sí es la lengua del poder. La que se usa y se enseña en la escuela; la que te exigen cuando te ves envuelto en cualquier trámite administrativo; la única que suena en las emisoras públicas de radio y televisión; la que emplea, en fin, de modo indefectible el político que aspira a no dejar de serlo. Pero hay más: Gaye, que es vicepresidente de la Asociación Catalana de Residentes Senegaleses, sabe muy bien que una asociación cualquiera debe participar de ese mismo espíritu «de país» —como gusta llamarlo Artur Mas, siguiendo la estela doctrinal de su maestro— si no quiere quedar fuera del tablero de juego. O sea, de la subvención. Su asociación, por ejemplo, recibió en 2008 del Departamento de Acción Social y Ciudadanía 6.400 euros «para la integración social de las personas inmigradas». Y otro tanto en años anteriores. Parece lógico, pues, que ante la llegada de un nuevo gobierno, cuya política de reparto de ayudas es todavía un misterio, sean los primeros en proclamar que han aprendido la lección. Que allí están, dispuestos a lo que haga falta. Y si, para lograr el arraigo, el permiso de residencia o la reagrupación familiar, hay que examinarse de catalán, pues, nada, uno se examina y a otra cosa. Qué más les da, a ellos, lo que ocurra en otras partes de España. ¿«Qui paga, mana», no?

ABC, 19 de marzo de 2011.

El ascensor social

    19 de marzo de 2011