Por más que semejante afirmación pueda parecer a primera vista una perogrullada, ni lo era entonces ni lo es hoy. Un Estado federal —o un Estado autonómico como el que nos asiste, asimetrías aparte— tiene una tendencia manifiesta a la centrifugación. Se trata de algo constitutivo, inherente a su formación misma. De ahí que todo intento de ignorar esa querencia por lo particular de buena parte de nuestra clase política y de comportarse, pues, como si el caciquismo y las cabilas a que aludía Corpus hace cerca de ochenta años fueran agua pasada, no sea, al cabo, sino un modo de engaño —inocente, quizá, pero no por ello menos lesivo—. Y de ahí también que la solidez y la salvaguarda de ese Estado federal o autonómico requieran de una fuerza que actúe en sentido contrario, lo mismo de puertas adentro que de cara al exterior. Y quien dice una fuerza dice, claro, unos grandes partidos cuyo principal cometido consista en asegurar que el sistema circulatorio funcione, esto es, que el corazón bombee y que la sangre viaje por todo el cuerpo y regrese, sin mayores sobresaltos, al punto de partida.
Se me objetará que esos grandes partidos ya existen. Sin duda. Pero de su labor no se desprende, por desgracia, ese equilibrio tan necesario entre lo centrípeto y lo centrífugo. Aunque en grados dispares y con consecuencias sensiblemente distintas, tanto quienes gobiernan como quienes están en la oposición suelen regirse a menudo por los intereses de sus baronías territoriales. Y esos intereses, como es lógico, chocan las más de las veces con el llamado bien común, en la medida en que se limitan a buscar el provecho de una parte de los ciudadanos de este país —cuando no de una parte de una parte de una parte—. Para ceñirnos a la actualidad reciente: ¿cómo es posible que las grandes empresas españolas se hayan visto forzadas a crear una especie de «lobby» para, entre otras cosas, vender en el exterior la marca «España»? Más allá de lo loable de la iniciativa, ¿acaso no corresponde a nuestros representantes políticos, y en particular a quienes tienen responsabilidades de gobierno, vender dicha marca? ¿De qué sirven, si no, tantas reuniones internacionales, tantas cumbres transoceánicas y tantos viajes al extranjero de nuestros cargos públicos, estatales o autonómicos, a los que acompañan por cierto, en no pocas ocasiones, nutridas delegaciones empresariales?
Pero es en lo tocante a la política interior donde ese desequilibrio adquiere unos tintes más preocupantes. Ejemplos los hay a miles, aunque tal vez uno de los más significativos sea el que atañe al cuerpo de funcionarios. En efecto, el progresivo adelgazamiento de la llamada Administración del Estado, resultante del largo e ininterrumpido proceso de transferencia de competencias a las Autonomías —proceso, por otra parte, sin marcha atrás posible, al menos hasta el momento—, ha tenido una serie de consecuencias, a cual más trascendente. Así, en todo cuanto afecta a la corrupción más o menos institucionalizada, no deja de resultar sorprendente la connivencia del estamento funcionarial. Entiéndase bien: no me estoy refiriendo al conjunto de los funcionarios de cada una de las administraciones donde el escándalo ha hecho mella; estoy seguro de que las excepciones abundan. Pero no es menos cierto que un cuerpo no tan apegado al territorio y su gente; un cuerpo aséptico, ajeno al infecto mercadeo de dádivas y poltronas; un cuerpo, en fin, con sentido de Estado, habría dado sin duda la voz de alerta mucho antes de que determinados asuntos pasaran a mayores.
Tomemos otro ejemplo: la educación. A estas alturas, hasta el optimista más ciego reconoce la dimensión del desastre español. Los resultados son los que son, y las comparaciones con el resto de Europa y del mundo desarrollado no producen sino bochorno. Ahora bien, que exista un consenso sobre el peritaje —realidad obliga— no significa que también exista sobre las causas del siniestro y los remedios que conviene aplicar. Así, sigue habiendo quien atribuye todos los males a la falta de tiempo. O a la escasez de dinero. Aunque justo es decir que, en contrapartida, cada vez son más los que imputan el desastre a la naturaleza del propio sistema y no ven otro modo de salir del agujero que mediante la implantación de reformas contundentes. Entre ellas —y en un primerísimo lugar por cuanto se trata del fundamento mismo del modelo aplicado en los países de referencia, o sea, en los que encabezan los distintos ránquines educativos—, están las que afectan al profesorado. No hace mucho, Eugenio Nasarre y Francisco López Rupérez, recogiendo un estado de opinión cada vez más proclive a una remoción drástica del actual sistema de selección y formación de los docentes de Primaria y Secundaria, esbozaban una propuesta de MIR educativo («Magisterio», 26 de enero de 2011) que, entre otros aspectos, ponía el acento en la creación de unos Centros Superiores de Formación repartidos por todo el Estado, que funcionarían atendiendo al principio de la libre concurrencia y en los que los graduados ingresarían por medio de una prueba homogénea de acceso. Como se ve, un planteamiento sensato y valiente, que no sólo valora el esfuerzo, el talento y la vocación, en la medida en que tiende a premiar a los mejores, sino que encima posee un carácter inequívocamente nacional. Y cuyo desenlace no sería otro —transcurridos tres años y tras los consiguientes cursos de prácticas en un centro educativo y una postrera evaluación— que la obtención por parte del alumno de la condición de funcionario.
Pero, como se ha dicho, para que esas y otras propuestas sean posibles resulta indispensable que el corazón bombee como es debido. Y uno diría que, por desgracia, lleva ya mucho tiempo en estado de shock.
ABC, 3 de marzo de 2011.