Aun así, lo significativo de las palabras anteriormente citadas es que no las pronunció un simple aficionado, sino el mismísimo entrenador del Barcelona, Josep Guardiola. O sea, alguien que lo ha ganado casi todo con su equipo —como jugador y como entrenador—, cuyo catalanismo está fuera de duda y cuya educación e inteligencia han sido siempre ensalzadas por tirios y troyanos, aunque sólo sea porque se trata de virtudes no muy comunes en el fútbol profesional. Por supuesto, de lo dicho por Guardiola no puede inferirse que un club de fútbol —el suyo o cualquier otro— no represente también unos valores. Pero esos valores, de existir, no son en modo alguno comparables a los que lleva asociados la selección. Son de una magnitud distinta y, en particular, de un carácter distinto.
La diferencia de escala salta a la vista. Es la misma que va de una región al conjunto del territorio, la que distingue la parte del todo. Aspirar a que esas magnitudes se igualen no tiene pies ni cabeza. Pero acaso donde más se aprecia el contraste es en la naturaleza misma de los valores en juego. Lo que un caso se construye en gran medida a la contra, por oposición al eterno rival —tan importante resulta ser de un equipo como no ser de otro—, en el otro ni siquiera requiere de construcción alguna. Se es de la selección como se es español, porque a uno le ha tocado en suerte —o en desgracia, si los resultados no acompañan—. Por supuesto que cualquiera tiene derecho a renegar de su condición de connacional; faltaría más. Sin embargo, su apostasía, más que llevarle a abrazar otros colores, como sucedería en el caso de un club de fútbol, le llevará con toda probabilidad a renegar del fútbol mismo.
Y es que ese rojerío que inunda nuestras calles y las de otras partes del mundo; esas banderas, banderitas y banderolas que adornan los lugares más variopintos; esos cuerpos tiznados con los colores de la enseña nacional, nada tienen que ver, en contra de lo que podría suponerse, con la ideología. Son, simplemente, la expresión sincera de una suerte de patriotismo que no aflora más que en los grandes momentos, aquellos en que la atención de toda la población converge —gracias a la inestimable ayuda de los medios de comunicación— en un único punto: un campo de fútbol, donde once paisanos persiguen enconadamente la victoria. De ahí que, en los tiempos que corren, uno no pueda por menos de comparar la espontaneidad de esas manifestaciones de júbilo, y el uso generoso y masivo que en ellas se hace de la bandera, con la utilización torticera que unos y otros convocantes de la supuesta marcha unitaria que ayer transcurrió por el centro de Barcelona hicieron de la «senyera». Por no hablar, claro está, del lema separador con que se vieron obligados a apuntalarla tras un par de semanas calentando motores.
Bien mirado, si algo distingue a ese patriotismo de raíz futbolística es su carácter inclusivo. El propio Guardiola, sin ir más lejos, declaró hace unos meses que no descartaba en absoluto convertirse algún día en seleccionador nacional. Y, en fin, no me extrañaría lo más mínimo que no pocos concurrentes a la marcha barcelonesa de ayer, aparte de no perderse ningún partido de la selección y de vibrar con los goles de Villa y las paradas de Casillas, hubieran salido también a la calle, en más de una ocasión, a celebrarlo. Como puede que salgan de nuevo esta misma noche, si los vaivenes caprichosos del balón nos siguen siendo favorables.
ABC, 11 de julio de 2010.