En efecto, hay que volver a Ortega. Acaso porque su Misión de la Universidad sigue siendo a estas alturas la principal referencia de la que puede uno echar mano cuando se enfrenta a estos asuntos, o acaso porque se trata de Ortega, y Ortega, qué quieren, siempre aprovecha. Lo cierto es que la comparación entre, por un lado, la argamasa teórica del ensayo que el filósofo publicó en 1930, a partir de las notas de una conferencia que no había logrado dictar de punta a cabo en el Paraninfo de la universidad madrileña, y, por otro, los principios que parecen regir el llamado proceso de Bolonia, a cuyos últimos coletazos estamos ya asistiendo –aunque la cosa, en el fondo, no haya hecho más que empezar–; lo cierto es que esa comparación, digo, presenta una gran paradoja, de la que conviene sacar, en la medida de lo posible, alguna enseñanza.

Al contrario de lo que cabría esperar, la misión que Ortega adjudicaba a aquella universidad y la que los rectores políticos de la reforma en curso reservan a la universidad de nuestros amores no difieren casi en absoluto. Y no sólo las respectivas misiones; tampoco los instrumentos a los que habría que recurrir para que esas misiones, en uno y otro caso, lleguen a fructificar. Lo cual, sobra indicarlo, resulta como mínimo sorprendente. Han pasado ochenta años y, en lo que a la universidad se refiere, seguimos igual; esto es, con una institución desnortada a la que hay que aplicar, según los entendidos, unos mismos remedios. No importa que la propuesta de Ortega se hiciera en una monarquía lastrada por su reciente deriva dictatorial, con la República a la vuelta de la esquina, y que la reforma actual, en cambio, se esté aplicando tras más de tres décadas de monarquía constitucional y con una democracia felizmente asentada. No importa que en aquella ocasión fueran los propios estudiantes, a través de la Federación Universitaria Escolar –el mayor sindicato estudiantil de la época–, quienes pidieran al filósofo consejo y orientación, mientras que ahora la iniciativa de nuestros gobernantes no ha recabado, en el campo estudiantil, más que indiferencia y recelo, cuando no franca oposición. Los fines perseguidos entonces son prácticamente idénticos a los de hoy. Y los medios propuestos para alcanzarlos, tres cuartos de lo mismo.

Pero, antes de ahondar en la paradoja, bueno será exponer en qué consisten esas afinidades. La primera que merece la pena destacar guarda relación con lo que podríamos denominar las «consideraciones preliminares» de uno y otro proyecto. Me refiero al horizonte europeo. A Europa como pretexto, como imperativo. Para bien y para mal. Si algo tiene claro Ortega en aquel fin de década es que el modelo de universidad española no debe ser un calco del modelo inglés, o del alemán. O de cualquier otro que se tome como referencia. A su juicio, carece de sentido tratar de trasplantar a España un sistema educativo externo, pues, para que semejante operación resultara, habría que trasplantar también el conjunto del país en que ese sistema se inserta. Para Ortega, en definitiva, la escuela «depende mucho más del aire público en que íntegramente flota que del aire pedagógico artificialmente producido dentro de sus muros». Ahora bien, una vez sentado ese principio, el autor de La rebelión de las masas no se priva de reconocer que «el hecho más saliente en los últimos cincuenta años es el movimiento de convergencia en todas las universidades europeas, que las va haciendo homogéneas».

Algo análogo ha ocurrido con el proceso de Bolonia, aunque a primera vista pueda parecer lo contrario. Para empezar, el proceso boloñés ha sido un movimiento de convergencia. Eso sí, no un movimiento más o menos natural, como el señalado por Ortega en 1930 y cuyos orígenes se remontarían a 1880, sino ideado, pautado y aparentemente regulado por los órganos de gobierno de la Unión Europea. En efecto, de 1999 a 2010, cuantos países integran la Unión han ido convergiendo en un proyecto común, el Espacio Europeo de Educación Superior, cuyo último estadio coincide justamente con el próximo curso académico. A partir de septiembre, quienes empiecen en Europa sus estudios universitarios ya no podrán cursar sino enseñanzas de grado. Se acabaron, pues, las viejas diplomaturas y las no menos viejas licenciaturas. Con todo, ese proceso de transformación ha sido dispar. En los ritmos, en los métodos y también en los contenidos. Por decirlo al modo de Ortega, ha dependido más del «aire público» de cada país que del «aire pedagógico» que pudiera llevar asociado el modelo general. Un ejemplo. En la mayoría de los países se ha adoptado un patrón conocido como «3+2», esto es, unos estudios integrados por tres años de grado a los que siguen dos de posgrado o máster. En España, sin embargo, y aun cuando, en principio, se iba a seguir también ese patrón –que coincide, y no por casualidad, con el de los países anglosajones, donde se hallan las mejores universidades del mundo–, se acabó implantando uno de «4+1», esto es, de cuatro años de grado más uno de posgrado. Como sin duda ya intuyen, la culpa la tuvo el corporativismo docente, tan idiosincrático, que no quiso atender otras razones que las propias. A saber: pudiendo tener cuatro cursos en mano para repartirse y uno volando, ¿quién es el tonto que se arriesga a quedarse con sólo tres? (Por lo demás, el cambio de modelo va a traer como consecuencia que muchas titulaciones españolas, que en otras partes de Europa pueden cursarse en sólo tres años y en centros de reconocido prestigio, no lleguen nunca a ser competitivas en ese espacio común soñado, y que las diplomaturas que hasta ahora se estudiaban en España en tres años y cuyos titulados disfrutaban de buenas salidas profesionales –como ocurría con algunas ingenierías técnicas y determinadas especialidades de la rama sanitaria– vayan a requerir en adelante un curso más.)

Pero las similitudes entre la disertación orteguiana y el nuevo modelo en que andamos metidos no acaban aquí. También afectan, por ejemplo, al enfoque rousseauniano de la enseñanza universitaria. Si Ortega abrazaba sin ambages las teorías del ginebrino e insistía en que había que trasladar el epicentro educativo desde el área ocupada tradicionalmente por el maestro y el saber hasta la ocupada por el aprendiz; si incluso se sorprendía de que las cosas no hubieran sido siempre así, los pedagogos de hoy en día siguen porfiando en lo mismo. Tal y como afirmaba recientemente uno de ellos, con púlpito en la universidad, «antes todo se centraba en lo que el profesor enseñaba, y ahora [con el nuevo modelo] se centra en lo que el alumno aprende».

Bien es cierto que nuestros ideólogos educativos juegan con ventaja. Ese desplazamiento del «fundamento de la ciencia pedagógica» que reclamaba Ortega, ese cambio de paradigma, ellos lo vienen aplicando desde hace dos décadas, y con la ley en la mano –llámese logse, llámese loe–, en los niveles inferiores de la enseñanza. Y aplicándolo de forma radical, es decir, hasta sus últimas consecuencias. En la primaria y en la secundaria españolas, y en el bachillerato incluso, no sólo se ha dirigido el foco hacia el alumno, sino que se ha dejado en la más absoluta penumbra al profesor y al saber. El niño, el chico, el adolescente se han convertido en lo único importante, hasta el punto de que todo lo demás –el maestro, los métodos, los contenidos– ha debido adaptarse al ritmo de aprendizaje de cada uno de estos benditos educandos. Los resultados de esa deriva construccionista que rechaza el modelo de instrucción basado en la transmisión del conocimiento, a la vista están: en cuantos sistemas de evaluación internacionales participa España –y, en especial, en los elaborados por la ocde–, obtenemos, gracias al incomparable talento de nuestros jóvenes, un bochornoso antepenúltimo o penúltimo lugar.

Así las cosas, la transformación que se está operando en la enseñanza superior española no puede sino interpretarse como el coronamiento de un proceso interno, y ello por más que dimane, en el orden normativo, de un acuerdo de rango europeo. Lo cual no invita precisamente al optimismo que digamos. En efecto, si esos han sido los resultados en los estratos inferiores, ¿qué variación cabe esperar en el futuro –en el campo internacional, que es donde se mide realmente la competencia de un país– en los superiores? Habrá quien alegue que la universidad es otra historia, que no la alcanza todo el mundo, por lo que podría darse el caso de que el balance acabe siendo distinto. Sin duda. Pero, aun así, a la universidad sigue llegando mucha más gente de la que sería deseable. Cifras cantan: hoy en día, con las viejas carreras todavía vigentes, un 30% de nuestros universitarios abandonan sus estudios sin haber obtenido título alguno. Ante semejante panorama, y ante el apremio de los organismos europeos para que ese porcentaje de abandono se reduzca drásticamente, no existen en puridad más que dos opciones: o reformar los estudios inferiores para que sólo alcance la universidad quien esté realmente dotado para ello, o reformar los superiores para que ese 30% de deserción disminuya siquiera un poco. Está claro que la opción escogida no ha sido la primera.

Lo que nos devuelve a Ortega. Y a su «principio de economía en la enseñanza». En la medida en que la universidad no debe ser, a su juicio, otra cosa que «la proyección institucional del estudiante», lo primero que procede es aceptar que ese estudiante se caracteriza por la «escasez de su facultad adquisitiva de saber» y lo segundo, determinar qué «necesita saber para vivir». Ya se ve que el quid del asunto va a estar, lo mismo entonces que ahora, en el ensanchamiento o la compresión de esos conocimientos que se supone que el alumno ha de adquirir. Si nos guiamos por el pobrísimo nivel con que llegan en la actualidad tantos jóvenes a la universidad; por la flexibilidad con que se pretende lenificar el bachillerato, a fin de incrementar, aún más, el número de inscritos en la enseñanza superior; por la insistencia, casi programática, en que el estudiante universitario tiene que ser autónomo y autosuficiente, y en que el profesor tiene que renunciar, le guste o no, a cualquier amago de magisterio para limitarse a ejercer una función tutorial; si nos guiamos por todo lo anterior, difícilmente podemos abrigar demasiadas esperanzas de que ese saber al que aludía Ortega vaya a caracterizarse, en un futuro inmediato, por su abundancia. Como bien conocen quienes se han fogueado en las trincheras de la secundaria y el bachillerato, la consecuencia primera de convertir al alumno en el epicentro del sistema educativo, de invertir, en suma, la jerarquía tradicional, es la caída generalizada del alumnado en el abismo de la mediocridad.

Pero esa economía orteguiana no se limita al saber. Puestos a ser prácticos; a optimizar –como suele decirse hoy– los recursos; a no errar el tiro, en una palabra, y aparte de dotar al estudiante de esos conocimientos que han de convertirlo en un hombre culto, lo prioritario, según Ortega, es hacer de él un buen profesional. Nada de gastar, pues, salva alguna en formarlo como científico, como investigador; esa no es misión de la universidad, remata el escritor. Y aunque él mismo, al término de su ensayo, sugiera que la ciencia no puede estar ausente de la universidad, que debe constituir como una suerte de «humus donde la enseñanza superior tenga hincadas sus raíces voraces», no hay duda de que la sitúa al margen de los fines prescritos.
Por supuesto, no es ese el trato que reciben hoy en día la ciencia y la investigación en los nuevos planes de estudio. Al menos sobre el papel. En la Estrategia Universidad 2015 (eu 2015) –una iniciativa que el Ministerio encargado de los asuntos universitarios puso en marcha a comienzos de 2009, cuando se llamaba Ministerio de Ciencia e Innovación, y que, tras el reajuste ministerial de abril de aquel mismo año, pasó a ser competencia del de Educación–, junto a la misión de docencia y formación y a una tercera misión que incluye la «transferencia de conocimiento y tecnología y la responsabilidad social universitaria», figura la investigación. Pero, aun así, la carga sigue llevándola la formación. O, lo que es lo mismo, las estrategias encaminadas a insertar a nuestros jóvenes en la sociedad del futuro. Entre esas estrategias está, sobra decirlo, ese cambio de paradigma o de modelo formativo al que ya nos hemos referido, que pone el foco en el estudiante e incluye eso que en la jerga pedagógica de eu 2015 se describe, obtusa y agramaticalmente, como «desarrollo de actitudes proactivas en relación al mundo del saber –aprender a aprender– y con el de la iniciativa y la capacidad de emprender».

Y no sólo eso. También incluye lo que el mismo texto define como «aprendizaje de contenidos con valor estratégico» y «competencias para el ejercicio profesional». Si bien se mira, y salvando la quiebra del lenguaje, se trata de un objetivo muy parecido al anhelado ya por Ortega en 1930. Es verdad que en aquel entonces el filósofo reducía el propósito a enseñarle al estudiante, «por los procedimientos intelectualmente más sobrios, inmediatos y eficaces, a ser un buen médico, un buen juez, un buen profesor de Matemáticas o de Historia en un Instituto», y que ahora, con los nuevos grados, todo se ha vuelto mucho más complejo y dificultoso. No únicamente por el número de titulaciones ofrecidas (1) sino también por su naturaleza misma. Será porque en la cantidad está la variedad, pero el caso es que la proliferación de universidades en España –77 en 2009, con 165 campus presenciales (2)– y el estímulo para que todas ellas presentaran nuevas titulaciones en grados, másters y doctorados ha sembrado nuestra enseñanza superior de perlas tan exóticas e inútiles como la desvelada en su día por Arcadi Espada: el Máster Universitario en Aprendizaje a lo Largo de la Vida en Contextos Multiculturales por la Universidad de Zaragoza. Pero, en fin, hecha esa salvedad, no hay duda de que la base del razonamiento orteguiano se asemeja muchísimo a la de los garantes del proceso de Bolonia. Sobre todo en su carácter pragmático o, por recurrir a un término muy querido –es un decir– por los detractores de la reforma en ciernes, mercantilista.

En efecto, lo mismo en la misión de Ortega que en los fundamentos del nuevo modelo universitario priva el valor instrumental. La sociedad tiene determinadas necesidades y la universidad, en tanto que institución formadora de miembros de esa sociedad –«de hombres medios cultos», que diría Ortega–, debe subvenir a esas necesidades. No existe, pues, margen para el derroche, ni siquiera para una inocente alegría. Aquella gratuidad del saber de la que habló el filósofo francés Robert Redeker en Barcelona en octubre de 2007, cuando acudió a dar una conferencia invitado por la Asociación Ciutadans de Catalunya, aquel dispendio en conocimiento que pregonaba como característica esencial de la educación, aquel desprecio aristotélico por la utilidad, por la utilidad inmediata, ya es historia –en el supuesto, claro, de que alguna vez haya estado vigente. Es verdad que Redeker, en su disertación, se refería sobre todo a la escuela, a la enseñanza elemental y media. Pero dudo mucho que no hubiera hecho extensible su razonamiento a la enseñanza superior. (3)

Como es natural, la rama de conocimiento que más va a padecer esa imperiosa adaptación de la universidad a los requerimientos del sector productivo de la sociedad –y del influjo en este sector de los vaivenes del mercado, con sus demandas y sus desechos– es la integrada por las Artes y las Humanidades. O sea, en apariencia, la más improductiva. Tal vez por ello, en estos últimos años la mayoría de las alarmas por la reforma en curso han provenido de ese ámbito. Y también la mayoría de los anuncios, más o menos públicos, de una jubilación anticipada a petición del propio interesado. Como si todos estos profesores, con una larga trayectoria docente –y, en según qué casos, investigadora– a sus espaldas, hubieran llegado a la conclusión de que la universidad ya no es cosa suya, de que ya nada tienen que hacer en ella. Claro que a esa conclusión podían haber llegado igualmente con sólo comprobar el nivel de las últimas remesas de educandos. Sea por una causa, por otra, o por la suma de las dos, el cambio de paradigma va a suponer una verdadera reconversión del sector, por lo que algunos de esos profesores han preferido quitarse de en medio antes de que la fuerza de la realidad acabe echándolos sin contemplaciones.

Pero ya va siendo hora de que volvamos a la paradoja inicial y tratemos de encontrarle una explicación. A juzgar por las afinidades entre la propuesta de Ortega y la que nuestros gobernantes han sido capaces de elaborar en estos últimos años para cumplir con la encomienda europea –la que resulta del Espacio Europeo de Educación Superior–, no estamos sino intentando hacer realidad una vieja aspiración que, por algún motivo, ha permanecido orillada durante ochenta años. El primer motivo que a uno le viene a la cabeza es, cómo no, la guerra y la dictadura. Dicho de otro modo: la culpa de que permanezcamos varados allí donde Ortega nos dejó en 1930 la tendría el franquismo. Nada más y nada menos. Ese argumento, por el que tanto aprecio siente el todavía presidente del gobierno José Luis Rodríguez Zapatero –cuando menos a juzgar por la de veces que ha recurrido a él en sus manifestaciones públicas–, difícilmente puede sostenerse tras más de tres décadas de democracia y siendo el propio psoe –el partido del que todavía es secretario general Rodríguez Zapatero– la fuerza política que más tiempo ha permanecido en el poder. Y no porque los efectos de una dictadura no puedan ser duraderos, sino porque en gran parte de ese largo periodo de democracia plena nadie ha estado por la labor de emprender una remoción semejante de la universidad. Ha tenido que llegar Europa y sus apremios. O sea –como en la crisis económica–, una instancia superior, inapelable.

Con todo, sí existe un motivo que puede explicar esta paradoja. Y, paradójicamente, este motivo se halla también en Ortega. Me refiero a la preeminencia de la cultura. De la cultura en el sentido que Ortega le da en su ensayo, es decir, del «sistema de ideas vivas que cada tiempo posee». Ésa era, a su juicio, la tarea central de la universidad, una tarea de «“ilustración” del hombre, de enseñarle la plena cultura del tiempo, de descubrirle con claridad y precisión el gigantesco mundo presente, donde tiene que encajarse su vida para ser auténtica». Poco que ver, pues, con la noción tradicional de cultura como transmisión de conocimientos, como sistema de relación entre pasado y presente, como garantía de futuro. Al contrario, puro presentismo ─aunque, eso sí, ilustrado. Curiosamente, esa necesidad de adaptar la universidad a la cultura del presente, ese imperativo orteguiano, es lo que acaba justificando, para desgracia de muchos, la reforma en curso. Sólo que nuestro sistema de ideas vivas seguramente es bastante más simple que el de hace ochenta años. Hasta puede que ni siquiera haya sistema. Ni ideas. Que todo sea, al cabo, tecnología.


[1] Según relataba el 5 de mayo de 2010 en El Mundo el propio Màrius Rubiralta, secretario general de Universidades, «en el curso académico 2009-2010, más del 50% de las enseñanzas universitarias de grado habían sido ya verificadas por el Consejo de Universidades, y a finales de abril de este año eran ya 1.595 las propuestas de títulos de grado que contaban con verificación positiva».

[2] Juan José Dolado, «Universidad e investigación», en La ley de Economía Sostenible y las reformas estructurales: 25 propuestas, Manuel Bagüés, Jesús Fernández-Villaverde, y Luis Garicano (eds.), Madrid, Fundación de Estudios de Economía Aplicada, 2010, p. 66. El autor también indica que en las dos últimas décadas el número de universidades se ha duplicado en España, hasta el punto de que actualmente contamos con tantos estudiantes como Alemania o Francia, países con una población muy superior a la nuestra.

[3] Un razonamiento que separaba nítidamente la enseñanza del aprendizaje de los oficios, como puede comprobarse en este fragmento: «La différence entre l’enseignement et l’apprentissage des métiers passe par cet arrachement. L’apprentissage insère dans une histoire longue, donne au temps et à l’existence de l’apprenti une certaine épaisseur et une certaine consistance, mais il stationne dans le monde visible et palpable. Il élargit le temps, mais en maintenant dans l’immanence. L’enseignement au contraire tourne l’élève vers un autre monde, invisible et impalpable. Un monde transcendant au monde matériel» (Robert Redeker, «La crise de l’école est une crise de la vie», Les Cahiers de l’Éducation, núm. 6, diciembre de 2007).

Letras Libres, julio de 2010.