Yo creía que todas las iniciativas catalanas relacionadas con la guerra civil estaban en manos del consejero Saura, o sea, de Iniciativa, o sea, del PSUC, a través del llamado Memorial Democrático, pero se ve que no, se ve que algunas penden del vicepresidente Carod, o sea de Esquerra Republicana, a través del Centro de Historia Contemporánea. Es el caso del proyecto «El coste humano de la Guerra Civil en Cataluña», consistente en una base de datos donde han de figurar los nombres y apellidos de las víctimas de esta guerra. De todas las víctimas, sin excepción alguna, y «unas junto a otras», como ha recalcado Carod en la presentación en sociedad del proyecto.

Me parece estupendo. Lástima que no hubiera sido este el propósito desde el principio, esto es, desde que el Gobierno de la Generalitat, allá por 2004, empezó a aventar las cenizas de los muertos. Dicho lo cual, no puedo por menos que dudar de que los hechos vayan a corroborar finalmente las palabras del vicepresidente. De entrada, porque el texto donde el actual coordinador del proyecto, Jordi Oliva, narra —en catalán, claro— los objetivos y vicisitudes de la investigación lo es todo menos un texto conciliador. Quien se entretenga en leerlo, aparte de comprobar que está lleno de errores gramaticales y de que España recibe siempre el mote de «Estado español», podrá observar, pongamos por caso, cómo las víctimas del bando vencedor son identificadas de forma inconcreta y genérica, y asimiladas sin excepción al régimen franquista, mientras que las «decenas de miles» del perdedor, «jóvenes, mujeres, niños y niñas, y gente mayor», lo son por «por haber vivido en zona republicana, haber defendido la legalidad (…) o haber formado parte de los (…) vencidos». Un buen punto de partida, sin duda.

Pero acaso no sea eso lo peor. Y es que el proyecto en cuestión ha sido presentado —supongo que por las prisas electorales— cuando no se han introducido en la base de datos sino 40.000 de las más de 70.000 personas que, según afirman sus responsables, debe finalmente contener. Yo he echado en falta, por ejemplo, a un familiar, presidente de la CEDA en Gerona cuando estalló la guerra y asesinado en noviembre de 1936. ¿Estará finalmente? ¿No estará? Veremos. Por de pronto, lo que sí he podido constatar mediante una simple cata, completamente aleatoria, es la laxitud del concepto de víctima —del bando perdedor, claro—. Atiendan: un hombre nacido en Murcia y fallecido en Barcelona en 1938, a los 86 años, de muerte natural.

La que nos espera.

ABC, 26 de junio de 2010.

El coste humano

    26 de junio de 2010
Uno de los efectos más perversos de nuestro Estado de las Autonomías —y les aseguro que hay donde escoger— es la proliferación de televisiones públicas. Por supuesto, no me refiero tanto a Televisión Española, la decana —cuya existencia, al cabo, no debe casi nada al régimen actual—, como a las demás. A día de hoy, y con la honrosa excepción de Castilla y León, La Rioja, Navarra y Cantabria, todas las Comunidades Autónomas españolas disponen ya de su televisión. Como disponen de su bandera y de su día o fiesta y, en según qué casos, hasta de su escudo, su himno o su lengua. Sobra añadir que el buen autonomista considerará esa multiplicación de entes televisivos como algo saludable y natural. Es más, lo que no alcanzará a comprender es la renuencia de esas cuatro Comunidades a gozar de los mismos privilegios que el resto. Y si ese va a ser el pensamiento del buen autonomista, no les digo yo cuál va a ser el del nacionalista confeso. En la España de nuestros días lo particular nunca sobra; al contrario, cuanto más abulte —y, en consecuencia, cuanto más se encoja la percepción de lo común— mejor que mejor.

Pero, claro, todo tiene un límite. O debería tenerlo. Y, muy especialmente, en circunstancias como las presentes, en que no se oye otra palabra, en la esfera pública, que «recorte» o «ajuste». Sueldos funcionariales, pensiones varias, cheques bebé, obras públicas, e incluso altos cargos; la tijera no hace distingos. O sí. Porque, en lo tocante a las televisiones autonómicas, y aun cuando algunas —a la fuerza ahorcan— se hayan visto obligadas a adaptar sus actuales presupuestos, nadie parece dispuesto, hasta la fecha, a intervenir. Da igual que la deuda acumulada por las corporaciones de radiotelevisión —sí, la radio también cuesta lo suyo, pero sin comparación posible con la televisión— ronde ya los 1.500 millones de euros. Da igual que en algunos casos, como por ejemplo en el de Cataluña, el mismo gobierno autonómico asumiera en 2007 unas operaciones de deuda a largo plazo formalizadas por la entonces CCRTV que ascendían a más de 1.000 millones. Da igual que el de la Comunidad de Madrid hubiera hecho lo propio hasta 2002 con lo adeudado por sus medios audiovisuales. Por un lado, los ejecutivos regionales van tapando el agujero; por otro, siguen permitiendo, en las partidas imputables a la radio y la televisión que tan alegremente gestionan, la formación de toda clase de grietas.

Lo cual no sólo afecta al gasto público, sino también a la competencia. Y es que ese rimero de cadenas con que nos toca convivir —no olviden que muchas de esas televisiones se subdividen en varios canales, lo mismo generalistas que temáticos, y que luego viene la oferta provincial y local—, lejos de conformarse con lo que sale del presupuesto autonómico, lanzan sus redes en el mercado publicitario. Sobra decir que el resto de las cadenas, o sea, las privadas, cuyos ingresos dependen en exclusiva de lo que dé de sí ese mercado, se rebelan contra semejante estado de cosas y reclaman que las autonómicas, al igual que ha hecho ya desde enero Televisión Española, renuncien a su parte del pastel. Y más ahora que el pastel se ha reducido de modo considerable —un 22,9% el pasado año—. Todo en vano, por supuesto. Ni los rectores de las televisiones regionales ni los gobiernos que hay detrás están por la labor de aceptar un nuevo sistema de financiación que ponga en peligro el modelo televisivo actual.

Así pues, este año, salvo recortes y desviaciones, la broma nos va a costar a los españoles la friolera de 1.862 millones. Sí, a los españoles, porque, más allá de la incidencia que vaya a tener el capítulo audiovisual en cada uno de los presupuestos autonómicos, más allá del dispendio que acabe haciendo cada gobierno en su propio patio, el problema —como todos los relacionados con el Estado de las Autonomías— no deja de ser, en el fondo, un problema común. Y como tal debe abordarse si queremos encontrarle una solución. Las televisiones públicas no han sido nunca en España un servicio público. Con independencia de qué partido esté en el poder y al margen de cuantas triquiñuelas deontológicas hayan podido urdirse, en el marco legislativo y en el meramente profesional, para dar a esos medios dependientes de la Administración una apariencia de rigor e imparcialidad, el resultado es, en el mejor de los casos, un producto adocenado, a medio camino entre el boletín propagandístico y el artículo de feria. O sea, un producto, además de caro, perfectamente prescindible.

Cuando no pernicioso. Porque en aquellas zonas donde gobierna el nacionalismo, o donde, si no gobierna, lo ha hecho como mínimo durante un tiempo; esto es, allí donde, aparte del castellano, se habla con mayor o menor fortuna otra lengua, a la que se concede, por contraposición a la común y sin tener para nada en cuenta los derechos ciudadanos, la categoría de propia del territorio; allí, digo, la televisión autonómica es un instrumento mucho más nocivo, si cabe. No sólo reúne las características ya descritas, sino que, encima, las reviste de un barniz groseramente herderiano. Basta con haber visto, de tarde en tarde, algún programa de esas cadenas para convencerse de ello. O con recordar lo que el borrador del todavía nonato libro de estilo de la catalana CCMA, sucesora de la CCRTV, consideraba como una de las principales contribuciones de TV3 y demás medios bajo su tutela: la de «preservar la identidad nacional de Cataluña». Nada más y —sobre todo— nada menos.

En resumidas cuentas, ningún provecho puede sacarse de unas televisiones cuya actividad y cuyos objetivos no guardan relación alguna con lo que se entiende, o debería entenderse, por servicio público, esto es, subvenir a las necesidades formativas e informativas de los ciudadanos. Y que, para más inri, resulta que son, desde el primer día, una ruina. Sí, ya sé que alguien aducirá que, sin ellas, esos ciudadanos quedarían huérfanos de noticias sobre su entorno más inmediato. Nada más falso. Ese flanco lo han cubierto y lo siguen cubriendo a la perfección las emisoras radiofónicas, tanto locales como regionales. ¿Que está el problema de las imágenes? Cierto. Nuestro mundo es un mundo de imágenes, y no parece que podamos privarnos de su concurso sin privarnos, a un tiempo, de gran parte de este mundo.

Pero el problema, en el fondo, tampoco es tal. Y no lo es porque, hoy en día, todo cuanto podría exigírsele, en el orden estrictamente normativo —o sea, formativo e informativo—, a una televisión pública ya lo está ofreciendo esa suerte de tres en uno llamado internet, bien en forma de portal, bien de simple publicación, bien de red social. Y lo está ofreciendo por un precio ridículo en comparación con lo que supone el mantenimiento de nuestras cadenas autonómicas. Por lo demás, si en un futuro sin televisiones públicas algún ciudadano quisiera seguir informándose a través de ese medio de comunicación, siempre podría recurrir a las privadas, que, al fin y al cabo, tampoco lo hacen tan mal.

ABC, 23 de junio de 2010.

Presentación de Aly Herscovitz. Cenizas en la vida europea de Josep Pla.
Organizado por la Universidad de Valencia
Intervienen: Arcadi Espada y Xavier Pericay
Lunes 21 de junio de 2010 a las 19:30 horas
Sala de la Muralla/CMRPeset
(Valencia)
Ya era hora. Ya era hora de que Cataluña se enfrentara a las demás Comunidades Autónomas en igualdad de condiciones, con unas reglas comunes y un arbitraje imparcial. Hasta la fecha, todas las comparaciones educativas entre regiones españolas —excepto las que podían establecerse a partir de los informes PISA— no dejaban de ser un fraude, por cuanto cada Comunidad hacía sus propias evaluaciones, con sus propios criterios y la condescendencia que fuera menester. En esta ocasión, en cambio, ha sido el Ministerio quien ha evaluado por igual a todos los niños españoles que cursaban cuarto de primaria en 2009. Se trata, en realidad, de un mandato de la LOE, que llama a la cosa —a una de las pocas cosas no del todo malas que tiene esa ley— «Evaluación General de Diagnóstico». Pues bien, en ese primer enfrentamiento real entre Comunidades, Cataluña ha perdido.

Sí, lo que leen. En lengua, matemáticas y sociales ha obtenido un aprobado raspado, mientras que en naturales el cate ha sido inapelable. Total, 496 de puntuación global. Total, aunque sea por poco —el aprobado se sitúa en 500—, suspendida. Pero, más allá del suspenso, la evaluación permite unas cuantas lecturas, a cuál más instructiva. Por ejemplo, que Cataluña ocupa, en la clasificación, el puesto número 12 de 19 —las 17 Comunidades más Ceuta y Melilla—. O, lo que es lo mismo, que está mucho más cerca de Melilla, la última, que de La Rioja, la primera. O que se sitúa, mira por dónde, justo detrás de Extremadura, la bestia negra del nacionalismo. O que el desembolso económico no influye en el nivel educativo, dado que la propia Extremadura, con un gasto por alumno inferior al de Cataluña, la supera en la lista, mientras que el País Vasco, cuya inversión se encuentra a años luz de las de las demás Comunidades, ocupa el puesto 14 de la clasificación. O, en fin, que no se le puede achacar la culpa del batacazo a la inmigración, ya que Madrid, por ejemplo, con unos registros de población inmigrante similares a los catalanes, es la quinta de la lista y le saca más de treinta puntos a Cataluña.

Pero no acaba aquí la cosa. Esta misma semana la Generalitat ha presentado una evaluación particular, referida a sexto de primaria, que arroja como resultado que un tercio de los alumnos catalanes concluyen el primer ciclo de enseñanza sin haber alcanzado un mínimo nivel en lenguas y matemáticas. O sea, sin saber leer ni escribir ni contar. Sin saber razonar, vaya.

Aun así, todavía hay quien dice, sin cortarse un pelo, que somos la avanzadilla.

ABC, 19 de junio de 2010.

Cataluña suspende

    19 de junio de 2010
Una de las grandes líneas de continuidad entre la dictadura franquista y la democracia felizmente en curso es el fútbol. Y, en concreto, la selección nacional. Por más que nuestros independentistas se afanen en subrayar el carácter espurio del combinado español, la realidad no cesa de desmentir sus soflamas: si algún equipo en España sigue suscitando una adhesión generalizada —entre los aficionados al futbol, se entiende—, este equipo es «la roja». Lo constataba esta semana José Bono: para él, los miembros de la selección española «son el mejor exponente (…) de que España no es la división de 17 territorios debidamente etiquetados».

En efecto. Y no sólo el mejor, sino el único, por desgracia. En todo lo demás, la división resulta palpable. Y quien dice división dice, claro, desigualdad e injusticia. Dejemos a un lado, por una vez, la cuestión de la lengua, tan fraccional y discriminatoria, y centrémonos en otros dos aspectos que nada —o casi nada— tienen que ver con ella. En primer lugar, la crisis económica y el modo de afrontarla. Desde que Rodríguez Zapatero se cayó del caballo —o desde el día en que lo arrojaron de él, tanto da—, hemos ido oyendo, por boca de algún tribuno socialista, que el Gobierno iba a castigar a los ricos. Que se iban a enterar, vaya, de lo que significa ganar más dinero de lo que el actual ejecutivo considera justo y razonable ganar. Aun así, a estas alturas todavía no sabemos en qué va a parar la cosa y si realmente va a parar en algo. Ahora bien, ello no ha impedido que cinco comunidades autónomas gobernadas por socialistas o por coaliciones de las que ellos forman parte hayan decidido ya, por su cuenta y riesgo, adoptar diversas medidas —completamente dispares entre sí— en este sentido. Con lo que hoy en día, y al margen de lo que haga o deje de hacer el Gobierno de España, esas decenas de miles de españoles acomodados van a ser tratados de forma fiscalmente desigual según hayan nacido o residan en una u otra parte del territorio. Como para pensarse dos veces si merece la pena seguir ahí.

Ese es un aspecto. El otro afecta a la universidad. ¿Saben ustedes que la movilidad de nuestros estudiantes en el interior del territorio español es inferior a la existente durante el franquismo? ¿Saben ustedes que es mucho más improbable hoy en día que un universitario barcelonés prosiga sus estudios, pongamos por caso, en Salamanca? Tanto hablar del espacio común europeo y ni siquiera recordamos dónde está España.

Eso sí, por suerte aún nos queda el balón.

ABC, 12 de junio de 2010.

Fútbol bendito

    12 de junio de 2010
Alicia Sánchez Camacho, presidenta del PP catalán y senadora, ha presentado en la Cámara Alta una moción para que se prohíba en España el uso del «burka» o del «niqab». La cosa no dejaría de ser una iniciativa más de los populares catalanes en relación con la inmigración —como las ya tristemente famosas del concejal García Albiol—, si no fuera porque la moción de Sánchez Camacho ha ido precedida de un anuncio similar de la alcaldesa socialista de Cunit y también senadora, Judith Alberich. Eso sí, de un anuncio que no ha pasado de anuncio, dado que en última instancia la dirección del PSC ha desautorizado a Alberich y a esta no le ha quedado más remedio que echarse atrás.

Convendrán conmigo en que no es habitual que los dos grandes partidos nacionales compitan en un mismo terreno, con las mismas armas y con un mismo objetivo —sí, ya sé que el PP, aquí, es el de Cataluña, y que el PSC es el PSC, pero no hay duda de que el Senado también es el Senado—. Por lo general, cada formación tiene su propio campo ideológico y su propia táctica. Sin embargo, cuando se acercan elecciones, toda clase de elecciones, las fronteras se difuminan. Sobre todo si en el pastel electoral existe una fuerza como la xenófoba Plataforma per Cataluña de Josep Anglada, que ha hecho de la lucha contra la inmigración su bandera y que amenaza con pescar votos allí donde hasta ahora sólo pescaban las fuerzas políticas tradicionales.

Pero, más allá de estas consideraciones, lo verdaderamente interesante es analizar las razones por las que el PSC ha obligado a su senadora a frenar en seco. Están, por supuesto, las meramente corporativas. Alberich forma parte de una coalición en la que también figuran senadores pertenecientes a otras siglas —ICV y ERC— y estos senadores, o las direcciones de sus partidos, si bien manifiestan estar en contra del uso del llamado «velo integral», no abogan por su prohibición, sino por recurrir a la mediación en caso de conflicto. Ya saben, aquello del diálogo y sus efectos purificadores —doctrina a la que, por cierto, no son ajenos los socialistas—. Y están, luego, las razones del presidente de la Generalitat y secretario general del PSC. A él tampoco le gusta el «burka». Dice que no forma parte de la cultura catalana —el pobre, siempre arrastrando las orejeras autonómicas: ¿no será de la cultura occidental?—. Pero, aun así, no se declara partidario de prohibirlo, porque, a su juicio, su uso no constituye en estos momentos «ningún problema en la calle ni tiene relación con ninguna demanda social».

Es verdad. Sólo muy de tarde en tarde y en según qué partes de España alguna de esas prendas ominosas genera algún problema. ¿Y qué? ¿Es eso razón suficiente para no legislar? ¿O acaso hay que esperar a que el problemín se acabe convirtiendo en un problema? Una de las características de nuestra clase política es su absoluta falta de principios. O sea, de entereza. Renunciarían a lo que fuera preciso. Menos a las lentejas, claro. Eso sí que sería un problema. Qué digo un problema, ¡un problemón!

ABC, 5 de junio de 2010.
Publicada la tercera y última parte de
Aly Herscovitz. Cenizas en la vida europea de Josep Pla.

    1 de junio de 2010