Pero, claro, todo tiene un límite. O debería tenerlo. Y, muy especialmente, en circunstancias como las presentes, en que no se oye otra palabra, en la esfera pública, que «recorte» o «ajuste». Sueldos funcionariales, pensiones varias, cheques bebé, obras públicas, e incluso altos cargos; la tijera no hace distingos. O sí. Porque, en lo tocante a las televisiones autonómicas, y aun cuando algunas —a la fuerza ahorcan— se hayan visto obligadas a adaptar sus actuales presupuestos, nadie parece dispuesto, hasta la fecha, a intervenir. Da igual que la deuda acumulada por las corporaciones de radiotelevisión —sí, la radio también cuesta lo suyo, pero sin comparación posible con la televisión— ronde ya los 1.500 millones de euros. Da igual que en algunos casos, como por ejemplo en el de Cataluña, el mismo gobierno autonómico asumiera en 2007 unas operaciones de deuda a largo plazo formalizadas por la entonces CCRTV que ascendían a más de 1.000 millones. Da igual que el de la Comunidad de Madrid hubiera hecho lo propio hasta 2002 con lo adeudado por sus medios audiovisuales. Por un lado, los ejecutivos regionales van tapando el agujero; por otro, siguen permitiendo, en las partidas imputables a la radio y la televisión que tan alegremente gestionan, la formación de toda clase de grietas.
Lo cual no sólo afecta al gasto público, sino también a la competencia. Y es que ese rimero de cadenas con que nos toca convivir —no olviden que muchas de esas televisiones se subdividen en varios canales, lo mismo generalistas que temáticos, y que luego viene la oferta provincial y local—, lejos de conformarse con lo que sale del presupuesto autonómico, lanzan sus redes en el mercado publicitario. Sobra decir que el resto de las cadenas, o sea, las privadas, cuyos ingresos dependen en exclusiva de lo que dé de sí ese mercado, se rebelan contra semejante estado de cosas y reclaman que las autonómicas, al igual que ha hecho ya desde enero Televisión Española, renuncien a su parte del pastel. Y más ahora que el pastel se ha reducido de modo considerable —un 22,9% el pasado año—. Todo en vano, por supuesto. Ni los rectores de las televisiones regionales ni los gobiernos que hay detrás están por la labor de aceptar un nuevo sistema de financiación que ponga en peligro el modelo televisivo actual.
Así pues, este año, salvo recortes y desviaciones, la broma nos va a costar a los españoles la friolera de 1.862 millones. Sí, a los españoles, porque, más allá de la incidencia que vaya a tener el capítulo audiovisual en cada uno de los presupuestos autonómicos, más allá del dispendio que acabe haciendo cada gobierno en su propio patio, el problema —como todos los relacionados con el Estado de las Autonomías— no deja de ser, en el fondo, un problema común. Y como tal debe abordarse si queremos encontrarle una solución. Las televisiones públicas no han sido nunca en España un servicio público. Con independencia de qué partido esté en el poder y al margen de cuantas triquiñuelas deontológicas hayan podido urdirse, en el marco legislativo y en el meramente profesional, para dar a esos medios dependientes de la Administración una apariencia de rigor e imparcialidad, el resultado es, en el mejor de los casos, un producto adocenado, a medio camino entre el boletín propagandístico y el artículo de feria. O sea, un producto, además de caro, perfectamente prescindible.
Cuando no pernicioso. Porque en aquellas zonas donde gobierna el nacionalismo, o donde, si no gobierna, lo ha hecho como mínimo durante un tiempo; esto es, allí donde, aparte del castellano, se habla con mayor o menor fortuna otra lengua, a la que se concede, por contraposición a la común y sin tener para nada en cuenta los derechos ciudadanos, la categoría de propia del territorio; allí, digo, la televisión autonómica es un instrumento mucho más nocivo, si cabe. No sólo reúne las características ya descritas, sino que, encima, las reviste de un barniz groseramente herderiano. Basta con haber visto, de tarde en tarde, algún programa de esas cadenas para convencerse de ello. O con recordar lo que el borrador del todavía nonato libro de estilo de la catalana CCMA, sucesora de la CCRTV, consideraba como una de las principales contribuciones de TV3 y demás medios bajo su tutela: la de «preservar la identidad nacional de Cataluña». Nada más y —sobre todo— nada menos.
En resumidas cuentas, ningún provecho puede sacarse de unas televisiones cuya actividad y cuyos objetivos no guardan relación alguna con lo que se entiende, o debería entenderse, por servicio público, esto es, subvenir a las necesidades formativas e informativas de los ciudadanos. Y que, para más inri, resulta que son, desde el primer día, una ruina. Sí, ya sé que alguien aducirá que, sin ellas, esos ciudadanos quedarían huérfanos de noticias sobre su entorno más inmediato. Nada más falso. Ese flanco lo han cubierto y lo siguen cubriendo a la perfección las emisoras radiofónicas, tanto locales como regionales. ¿Que está el problema de las imágenes? Cierto. Nuestro mundo es un mundo de imágenes, y no parece que podamos privarnos de su concurso sin privarnos, a un tiempo, de gran parte de este mundo.
Pero el problema, en el fondo, tampoco es tal. Y no lo es porque, hoy en día, todo cuanto podría exigírsele, en el orden estrictamente normativo —o sea, formativo e informativo—, a una televisión pública ya lo está ofreciendo esa suerte de tres en uno llamado internet, bien en forma de portal, bien de simple publicación, bien de red social. Y lo está ofreciendo por un precio ridículo en comparación con lo que supone el mantenimiento de nuestras cadenas autonómicas. Por lo demás, si en un futuro sin televisiones públicas algún ciudadano quisiera seguir informándose a través de ese medio de comunicación, siempre podría recurrir a las privadas, que, al fin y al cabo, tampoco lo hacen tan mal.
ABC, 23 de junio de 2010.