En efecto. Y no sólo el mejor, sino el único, por desgracia. En todo lo demás, la división resulta palpable. Y quien dice división dice, claro, desigualdad e injusticia. Dejemos a un lado, por una vez, la cuestión de la lengua, tan fraccional y discriminatoria, y centrémonos en otros dos aspectos que nada —o casi nada— tienen que ver con ella. En primer lugar, la crisis económica y el modo de afrontarla. Desde que Rodríguez Zapatero se cayó del caballo —o desde el día en que lo arrojaron de él, tanto da—, hemos ido oyendo, por boca de algún tribuno socialista, que el Gobierno iba a castigar a los ricos. Que se iban a enterar, vaya, de lo que significa ganar más dinero de lo que el actual ejecutivo considera justo y razonable ganar. Aun así, a estas alturas todavía no sabemos en qué va a parar la cosa y si realmente va a parar en algo. Ahora bien, ello no ha impedido que cinco comunidades autónomas gobernadas por socialistas o por coaliciones de las que ellos forman parte hayan decidido ya, por su cuenta y riesgo, adoptar diversas medidas —completamente dispares entre sí— en este sentido. Con lo que hoy en día, y al margen de lo que haga o deje de hacer el Gobierno de España, esas decenas de miles de españoles acomodados van a ser tratados de forma fiscalmente desigual según hayan nacido o residan en una u otra parte del territorio. Como para pensarse dos veces si merece la pena seguir ahí.
Ese es un aspecto. El otro afecta a la universidad. ¿Saben ustedes que la movilidad de nuestros estudiantes en el interior del territorio español es inferior a la existente durante el franquismo? ¿Saben ustedes que es mucho más improbable hoy en día que un universitario barcelonés prosiga sus estudios, pongamos por caso, en Salamanca? Tanto hablar del espacio común europeo y ni siquiera recordamos dónde está España.
Eso sí, por suerte aún nos queda el balón.
ABC, 12 de junio de 2010.