Una de las primeras consecuencias, no sé si felices, de la llegada de Ángeles González-Sinde a la categoría de ministra ha sido la revitalización de un viejo debate, el de la gratuidad de la cultura. ¿Debe ser gratuita, la cultura? Así lo creen —o así afirman creerlo— los miembros de esas asociaciones de internautas que, nada más conocerse el nombre de la nueva titular del Ministerio, pedían ya su cabeza por entender que desde su nuevo cargo va a emprender una cruzada contra la piratería en la red —o sea, contra ellos—. Por supuesto, entre esos piratas contestatarios hay de todo. Pero, más allá de temperamentos y matices ideológicos, lo que hay, sobre todo, son hijos de nuestro tiempo. O, si lo prefieren, jóvenes y no tan jóvenes acostumbrados a que alguien —cualquiera menos ellos, faltaría más— provea.

Se trata, claro, de la mismísima degeneración del Estado del Bienestar. Lo que fue en su origen un mecanismo solidario para garantizar el nivel de vida de los ciudadanos por medio de unos sistemas públicos de salud, de enseñanza y de pensiones, ha terminado derivando, con el paso del tiempo y como consecuencia de las grandes transformaciones sociales, en un modelo del que puede decirse, en el mejor de los casos, que está pidiendo a gritos reformas urgentes. Pero hay más. Porque a esa crisis estructural se le ha sumado un efecto perverso del propio modelo, algo así como una operación llamada. Consiste en razonar del siguiente modo: si papá Estado cuida de mi salud, de mi educación y de mi retiro, ¿por qué no me procura también una vivienda y un trabajo? ¿O acaso no tengo derecho a ello? Y, ya puestos, ¿por qué debo pagar por consumir cultura? ¿No se trata también de otro derecho?

Resulta ocioso añadir hasta qué punto la invención de un Ministerio de la cosa —ese desatino que el general De Gaulle y André Malraux pusieron en práctica a mediados del siglo pasado y al que se acogieron gustosos, en cuanto tuvieron ocasión, nuestros socialistas— ha venido a reforzar la certeza de que la cultura es un maná garantizado, cuya producción compete al Estado y del que los ciudadanos no pueden sino beneficiarse. Basta leer «El Estado cultural» de Marc Fumaroli para comprobar, con horror y no poca desesperación, en qué zarzal nos han —nos hemos— metido. Y es que, si bien se mira, la actitud de quienes reivindican que el consumo cultural sea gratuito no dista demasiado de la de quienes consideran que el Estado no tiene más remedio que subvencionar sus propios caprichos, por el simple motivo de que ellos y no otros han sido agraciados —vaya usted a saber cuándo, cómo y por qué— con el don majestuoso e incomparable de la creación.

El caso, en fin, es vivir del cuento.

ABC, 26 de abril de 2009.

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    26 de abril de 2009