El pasado 28 de marzo, sábado, a las 20.30 horas, miles de ciudades de los principales países desarrollados y no pocas empresas multinacionales apagaron durante una hora la luz de sus edificios más representativos. El objetivo: llamar la atención del mundo entero sobre las consecuencias de lo que se conoce como «el cambio climático». Y, de paso, tratar de influir en los mandatarios de los países que han de reunirse el próximo diciembre en Copenhague para acordar un nuevo tratado que sustituya, a partir de 2012, el Protocolo de Kyoto.

La iniciativa, promovida por la oenegé WWF (World Wildlife Fund) —la del osito panda— y bendecida por el propio Ban Ki-moon, secretario general de la ONU, contó con el apoyo de la gran mayoría de la clase política y empresarial del mundo civilizado. Y es que, desde el mismo momento en que el informe del Panel intergubernamental sobre el cambio climático de la ONU dictaminó que la culpa del calentamiento del planeta la tenían las emisiones de gases de efecto invernadero, y, entre ellos, el dióxido de carbono —y de ese momento hace ya dos años—, la aquiescencia ha sido casi unánime. Tan unánime, que incluso ha generado un nuevo fundamentalismo, entre cuyas lindezas está la de tildar de negacionista —como si el adjetivo no tuviera ya un uso acotado y moralmente intransferible— a quien se resiste a comulgar con las conclusiones del informe.

A una causa noble y justa —y sobra decir que la salvaguarda del planeta lo es— no hay que ponerle peros. Pero una causa, para ser noble y justa, debe sustentarse en certezas. Y no parece que este sea el caso. Cuando menos a juzgar por lo que opinan numerosos científicos, de probada competencia en la materia, que refutan —con pruebas y argumentos, como es de ley— que pueda hablarse de una relación de causa a efecto entre el aumento del dióxido de carbono y el aumento de la temperatura del planeta. Y que, por sostener lo que sostienen, son reducidos sistemáticamente al silencio.

Así las cosas, ¿cómo es posible que casi nadie levante la voz, aunque sólo sea para poner en duda lo que merece ser puesto, como mínimo, en duda? Pues se explica por los múltiples intereses económicos creados ya en torno a las energías alternativas que se aprestan a tomar el relevo de las tradicionales. Y también por esa tendencia, tan extendida, a desconfiar de las ventajas que la ciencia y la técnica han reportado y van a seguir reportando a la humanidad. Y, aún, por el buen salvaje de Rousseau que muchos llevan dentro. Y, en fin, por el apagón informativo con que la gran mayoría de los medios castigan a quienes, en nombre de la verdad y desde el conocimiento y la razón, osan discrepar de lo comúnmente admitido.

ABC, 12 de abril de 2009.

El apagón

    12 de abril de 2009