La condición de padre trae muchos disgustos. En fin, qué les voy a contar. Pero todavía trae más la de padre político. En el primer caso uno tiene siempre cierta capacidad de intervención, al menos hasta la mayoría de edad. En el segundo, en cambio, uno carece por completo de ella. Por más que haya soñado muchas veces con ese hijo o esa hija que fatalmente van a pasar a engrosar la familia, la verdad es que se lo encuentra allí un buen día, el día de las presentaciones, sin casi comerlo ni beberlo. Y si el recién llegado le cae en gracia, estupendo. De lo contrario, y aunque de vez en cuando agarre por su culpa algún berrinche, no le va a quedar más remedio que aguantarse. A no ser que termine por repudiarlo, claro.

Como sin duda ya habrán imaginado, yo he sido padre político. Y a mucha honra —ni que sólo sea por la parte que aporté—. Pero lo he sido, lo que significa que ya no lo soy. ¿Repudio? Sí, por supuesto. Con esa clase de hijos no hay que andarse con chiquitas, entre otras razones, porque ellos nunca van a soltar del todo el amarre —¿para qué, si pueden seguir beneficiándose del parentesco?—. El caso es que a mediados de 2005, junto con otros catorce ciudadanos, manifesté públicamente que Cataluña necesitaba un nuevo partido político. Y el caso es que un año más tarde, tras muchas contracciones y no pocas dilataciones, ese partido vio la luz. Que la apuesta tenía sentido y estaba cargada de razón vinieron a confirmarlo, a los pocos meses, las elecciones autonómicas, en las que la formación obtuvo tres diputados, tres. Dada la coyuntura, fue un éxito sin precedentes.

Pero, casi enseguida, aquella luz de julio revalidada en noviembre se volvió penumbra. Yo diría que bastaron los primeros focos y los primeros discursos para comprobar que ni el sentido ni la razón asistían a quienes decían representarla. La vieja política, aquella que ese partido, justamente, se había propuesto renovar, campaba en él a sus anchas. El apego al latiguillo, la vaciedad argumentativa, el recurso al subterfugio emocional, todo olía a pasado, a «déjà vu». Y luego, de puertas adentro, lo que había sido desde el principio un proyecto transversal, ajeno a la inútil y desfasada dicotomía entre derecha e izquierda, se había transformado, por obra y gracia de los viejos «aparatchiks» —sí, viejos también, pues muchos habían velado sus armas en los «ismos» de los setenta—, en una suerte de remedo socialpopulista de andar por casa. Los sucesivos fracasos en las elecciones municipales y generales no hicieron sino confirmar la deriva.

Llegados a este punto, sólo faltaba el reciente fichaje de Miquel Durán como cabeza de lista para las europeas y la consiguiente alianza con la Libertas de Declan Ganley para que la deriva dejara paso al delirio. Sí, Ciutadans, ese partido, ha perdido definitivamente el juicio. Y con alguien así —da igual que sea un hijo político—, no hay nada que hacer.



ABC, 25 de abril de 2009.

El hijo político

    25 de abril de 2009