Hasta hace cosa de tres cuartos de siglo, en España a las crisis ministeriales se las llamaba por su nombre. Es decir, crisis. Luego, con la dictadura y la democracia, se empezó a llamarlas de otro modo: cambio, renovación, remodelación del Gobierno. O a no llamarlas, pues la censura, al cabo, no es más que el grado sumo del eufemismo. La palabra crisis, como oportunamente recoge el diccionario, tiene, entre sus acepciones, la que conviene al caso. O sea: «Situación en que se encuentra un ministerio desde el momento en que uno o varios de sus individuos han presentado la dimisión de sus cargos, hasta aquel en que se nombran las personas que han de sustituirlos» («DRAE»). Con la salvedad de que los ministros casi nunca dimiten, sino que son cesados. O, por no salirnos del eufemismo al uso, pierden la confianza del presidente.

De la presente crisis y de su desenlace pueden sacarse no pocas lecciones. Muchas de ellas ya han sido objeto de comentario en los últimos días. Aun así, hay una que no he leído ni oído en medio alguno y que no me resisto a reseñar. Puestos a definirla, podríamos decir que consiste en la cada vez más ostentosa supeditación de la política a las habilidades o torpezas de quienes deben ejercerla. O, lo que es lo mismo, la supeditación de los contenidos de un ministerio cualquiera a las destrezas o a las impericias, cuando no a los intereses, del ministro que le ha tocado en suerte. Pudimos comprobarlo tras la formación del primer Gobierno de esta legislatura, con el desguace del Ministerio de Educación y la consiguiente creación de un Ministerio de Ciencia e Innovación, que incluía, como gran enseña, la Enseñanza Superior. Esa barbaridad ha sido ahora corregida. Y, como al nuevo ministro de Educación le sobraban la Política Social y el Deporte, pues nada, la primera se ha adjudicado a Sanidad —en la legislatura anterior formaba parte de Trabajo— y el segundo, como recordaba esta semana José María Carrascal, se lo ha quedado Presidencia, tan falta de alegrías.

Pero donde ese proceder más se ha notado es en la creación de la tercera Vicepresidencia, la de Política Territorial. Manuel Chaves tenía que entrar en el Gobierno, porque así le convenía al presidente Rodríguez-Zapatero y quién sabe si al propio Chaves. Pero Chaves ya había sido ministro y presidente de una de las autonomías de primer nivel; no podía volver, por tanto, como mero ministro. De ahí que haya sido elevado a la Vicepresidencia. A una Vicepresidencia creada «ad hoc» y que viene a engordar la ya de por sí excesiva estructura del Ejecutivo.

Aunque tal vez todo sea mucho más simple. Y es que, si bien se mira, no ha habido en el último quinquenio mayores y más lastimosos errores que los cometidos en el campo de la educación y de la política territorial, por lo que se supone que tarde o temprano debían ser corregidos. Lástima que ya no estemos a tiempo.

ABC, 11 de abril de 2009.

Hablando de crisis

    11 de abril de 2009