El libro salió en 2015. Existe una reedición ampliada fechada en 2020 –es la que yo manejo– y cuenta con numerosas traducciones, entre ellas la española. Se titula Mémoires y lo firman Beate y Serge Klarsfeld. La edición americana, de 2018, lleva un título propio: Hunting the Truth. Y nada más propio de este libro de memorias que llevar semejante título, pues lo que encierran sus páginas es medio siglo de cacería en busca de la verdad. A los autores se les ha calificado a menudo de “cazanazis”, siguiendo la estela de Simon Wiesenthal. Lo son, por supuesto. Pero su obra y sus vidas, uno y lo mismo al cabo, tienen un alcance mucho mayor.
Para empezar, forman una extraña pareja. Beate Klarsfeld –Künzel de nombre de soltera– nació en Berlín tres semanas antes de que Hitler invadiera Checoslovaquia. Su padre era un empleado de seguros que fue movilizado nada más estallar la guerra y su madre un ama de casa. Sin ser propiamente nazis, habían votado a Hitler y no creían tener responsabilidad ninguna en lo ocurrido durante los doce años que duró aquel régimen. Como tantos alemanes. Serge, por su parte, nació en París en 1935 y es hijo de un resistente judío rumano detenido en Niza en 1943 y deportado a Auschwitz, donde falleció. Serge, al igual que su madre y su hermana, logró salvarse gracias a la pericia del padre, que había construido en el domicilio familiar un escondite para ellos. Cuando Beate y Serge se conocieron en París, en 1960, llevaban cada uno este pasado a cuestas. El de una heredera del silencio cómplice con los verdugos y el de un heredero de las víctimas y víctima a su vez, respectivamente.
Años más tarde Beate empezará sus acciones denuncia contra antiguos nazis que se habían reintegrado a la vida civil sin pagar ningún peaje, o, a lo más, uno muy liviano, por sus crímenes de guerra. Kurt Georg Kiesinger, canciller de la República Federal Alemana y antiguo colaborador del ministro de Exteriores de Hitler Von Ribbentrop, fue su primer objetivo. Pero sus artículos, por fundamentados que estuvieran, tenían escaso eco en Alemania. De ahí que a la escritura de artículos le sucediera la confección de dosieres, y a estos, las acciones denuncia. La primera, en abril de 1968, fue la interrupción, puño en el alto y al grito de “¡Kiesinger, nazi, dimite!”, de un discurso del canciller en el Bundestag. Vino luego, a finales de aquel mismo año, una sonora bofetada propinada al propio Kiesinger en una convención de su partido. Beate actuaba por lo general en solitario, en coordinación con algún fotógrafo o periodista. A Serge le correspondía, aparte del apoyo moral, la movilización, hasta donde fuera posible, de los medios de comunicación franceses y alemanes, y una labor tenaz de documentalista. Más adelante, él mismo tomaría parte en otras acciones, solo o junto a su mujer. La más relevante, la de Klaus Barbie, el famoso carnicero de Lyon, desenmascarado en Bolivia, donde vivía bajo otra identidad.
Al canciller Kiesinger, que no logró revalidar su cargo tras las siguientes elecciones legislativas debido en buena medida a la campaña emprendida en su contra por Beate Klarsfeld, le siguieron otros ciudadanos alemanes, la mayoría residentes entonces en la RFA, cuyo pasado había sido blanqueado. Y, en particular, los relacionados con la represión desatada en Francia contra los judíos –franceses, extranjeros y apátridas– durante la Segunda Guerra Mundial, lo mismo en la zona ocupada que en la del gobierno de Vichy. De un lado, pues, estaba la inacción de los tribunales alemanes. De otro, la renuencia del propio Estado francés a la hora de reconocer la imprescindible colaboración de su policía en las labores de detención que dieron como resultado la deportación de cerca de 76.000 judíos a los campos de exterminio, de los que sólo sobrevivieron algo más de 2.500.
Y fue también esta lucha de la pareja contra el antisemitismo lo que llevó a Beate a encadenarse a un árbol en Varsovia en 1970 para protestar por la política represiva del gobierno comunista polaco. Y lo que la indujo al año siguiente a manifestarse por los mismos motivos en Praga, mediante sendas intervenciones en la universidad y en la plaza pública, aunque esta vez el destinatario de su protesta –que le supuso, aparte de una detención como en Varsovia, quince días de cárcel– fuera el gobierno comunista checoslovaco.
Los nuestros son otros tiempos, por suerte, pero el antisemitismo y el odio al distinto siguen ahí. Muchos Estados miembros de la Unión Europea, lejos de haber aprendido la lección, han dejado que los nacionalismos xenófobos volvieran a asentarse en sus territorios. Y allí donde, como en el caso de España, esos nacionalismos no han dudado en emplear todo tipo de violencia para lograr sus fines separatistas, lo ocurrido tras el cese de la violencia no dista mucho de lo que el matrimonio Klarsfeld ha estado combatiendo a lo largo de más de medio siglo. Estoy pensando, claro está, en el País Vasco y en el terrorismo de ETA.
Pese a la acción de la justicia y de las fuerzas de seguridad del Estado y a la benemérita labor de las asociaciones de víctimas, el fin de la violencia no ha traído la verdad a esta parte de España. Siguen sin resolverse 379 crímenes. Los amigos de la banda, los que aún justifican su existencia y reciben como héroes a los terroristas cuando salen de prisión tras cumplir largas condenas, han ido quedándose poco a poco aquellas nueces que años atrás recogía casi en solitario el nacionalismo conservador del PNV de Arzallus, tan interesadamente compresivo con la actuación de quienes sacudían el árbol. Gracias a la deriva inmoral del PSOE y sus ramas vasca y navarra, los herederos de ETA se han adueñado de un número considerable de las instituciones regionales y locales de ambas comunidades autónomas.
Y en esa operación de blanqueo, sobra decirlo, ha tenido un papel esencial el actual Gobierno de España. A la política de acercamiento de presos a las cárceles del País Vasco le siguió la transferencia al ejecutivo autonómico de las competencias sobre prisiones. Y, hace unos días, la bochornosa decisión de quien va a ser el nuevo fiscal general del Estado al desautorizar la actuación del fiscal del caso en la imputación de tres exjefes de ETA como autores intelectuales del secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco, no ha hecho sino confirmar la nula voluntad gubernamental de alcanzar la verdad en cuanto guarda relación con los crímenes de la banda terrorista. De ahí que la resolución de Marimar Blanco al personarse en la causa iniciada tras la querella de la asociación Dignidad y Justicia, más allá de la de una víctima directa, sea también la de una ciudadana que, como los Klarsfeld, no se conforma con el silencio, la mentira o las medias verdades. Una resolución que merece, sin duda, el aprecio y el agradecimiento de todos aquellos que creemos que sin verdad no hay justicia posible.