Hace algo más de un siglo, un trotamundos belga llamado Jules Leclercq viajó hasta Mallorca. Ll e gó al puerto de Palma procedente de Barcelona y, nada más pisar tierra, constató —estábamos en agosto— que aquello ya no era Europa sino África, «con sus tipos morunos y su cielo azul, con su sol implacable y su calor pesado y húmedo». Al término de su viaje, hallándose en la terraza de la ermita de San Salvador de Felanitx, desde la que se alcanza a divisar la isla entera —e incluso Cabrera y la mismísima Menorca, en días límpidos y afortunados—, no pudo por menos de convenir con George Sand en que acababa de conocer uno de los países más bellos e ignorados de la tierra.

Hoy, por supuesto, este país ha dejado de ser uno de los más ignorados de la tierra. Pero sigue siendo africano —por lo menos en lo que al clima se refiere— y, sobra decirlo, de una belleza sin igual. Aunque acaso esto último no sobre decirlo. Y es que el turismo, ese maná que ha convertido una tierra eminentemente pobre y desconocida en una de las más prósperas y visitadas de España, ha arrojado también sobre la mayor de las Baleares el estigma de la «balearización»; a saber, la sobreexplotación del litoral, el urbanismo salvaje y la destrucción del medio ambiente, todo en uno. Y la palabra «estigma» resulta aquí de lo más apropiada por cuanto esa mala fama es profundamente injusta. Baste indicar que la parte de costa dedicada al negocio turístico constituye apenas la quinta parte del litoral mallorquín. O que, en comparación con la costa catalana, donde no queda ni un palmo de tierra virgen, lo de Mallorca se acerca sin duda al paraíso del que hablara hace ya un montón de décadas Gertrude Stein.

Pero Mallorca también es víctima de otro cotejo: el que la confronta a Menorca. Se trata, de nuevo, de una injusticia. Por más que la menor de las Baleares posea un encanto cierto, por más que allí todo sea orden y belleza, como diría el poeta, no aguanta la comparación con la mayor. Puede que la culpa la tenga esa tramontana que en Menorca todo lo arrasa y que en Mallorca —lo destacó Valentí Puig— queda en gran parte frenada por la sierra homónima, esa joya de la naturaleza. O que haya que buscarla simplemente en la magnitud.

Así, Mallorcaesa Menorca l o que unos grandes almacenes a un pequeño comercio. Pero unos grandes almacenes en los que la sección de delicatessen ocupara varias plantas y no se limitara a los productos alimenticios. En la que también hubiera, para entendernos, una frondosa costa brava y, a la vez, un inacabable litoral de playas arenosas; unos parajes agrestes aderezados con olivos milenarios y, a un tiempo, unas tierras llanas con toda clase de cultivos; una ciudad monumental y, en contraste, una ristra de pueblecillos de belén.

Un muestrario, en definitiva, difícil, si no imposible, de igualar.

(ABC, 16 de agosto de 2014)

Un muestrario sin igual

    18 de agosto de 2014