El pasado domingo, un diario catalán de gran tirada abría su portada con este titular: «Hereu se impone al PSC». La frase no podía ser más explícita: un hombre solo le había ganado la batalla a todo un partido. O sea, una hazaña. En los días siguientes, la mayoría de los comentarios han abundado en lo mismo. Y hasta hay quien ha inferido del resultado que los nobles intereses de la ciudad, encarnados en su actual alcalde, habían derrotado a los espurios intereses de un partido. Es verdad que esa interpretación se ha visto favorecida por el apoyo que el primer secretario Montilla, en otro tiempo don José, brindó desde el primer día a la candidata Tura so pretexto de que las encuestas le daban a ella muchas más opciones que al alcalde Hereu en un futuro enfrentamiento electoral con Xavier Trías. Y también lo es que el hecho de que la ex consejera de Interior y Justicia no residiera en Barcelona no ha contribuido en absoluto a legitimar su ya intempestiva candidatura. Pero, aun así, resulta sorprendente que la victoria de Hereu sea percibida en casi todos los foros como una proeza. ¿Tan lejos cae Madrid, donde en septiembre del año pasado ocurrió exactamente lo mismo cuando el socialista Gómez venció a su correligionaria Jiménez, que se presentaba con el aval del propio presidente del Gobierno? Y es que lo que cuenta, aquí como allí, lo que constituye el verdadero partido, no es la cúspide del aparato, sino sus niveles más bajos, o sea, la agrupación y la federación territoriales. Por eso los militantes, puestos en el trance de escoger entre dos candidaturas, siempre van a preferir la encabezada por el representante del sector con el que tienen tratos —esto es, toda clase de intereses— antes que la bendecida por la dirección. Así funcionan los partidos. Si bien se mira, y aunque luego algunos lo llamen pomposamente democracia interna, no deja de ser una aplicación algo creativa del principio de subsidiariedad.

ABC, 26 de febrero de 2011.

Un partido subsidiario

    26 de febrero de 2011
Ignoro si a estas alturas la dirección del Teatro Apolo ha contestado ya al requerimiento de la Agencia de Salud Pública del Ayuntamiento barcelonés para que diga si en el escenario donde se representa el musical «Hair» efectivamente se fuma y, en su caso, qué. O, si lo prefieren, para que diga si la denuncia interpuesta por un espectador ha o no ha lugar. De haberlo y de no mediar propósito de enmienda por parte de los responsables de la sala, la empresa se expone a una sanción que puede oscilar entre los 600 y los 10.000 euros. Con todo, el director de producción del espectáculo ya ha indicado —y no hay por qué dudar de su palabra— que lo que fuman los actores es «una mezcla de hierbaluisa y albahaca». O sea, nada de tabaco, por lo que no procedería aplicar la ley. Pero es que, además, ¿a quién se le ocurre pensar que los protagonistas de «Hair» pueden fumar tabaco y agarrar por esa vía una especie de globo? Sólo a un abuelito de la cuarta edad o a un jovenzuelo bastante desinformado. Perdón: y a la ministra Pajín, que no creo que entre en ninguna de las categorías anteriores. ¡Si lo que sorprende aquí es que los actores no le den a otra clase de hierbas, más psicotrópicas! Aun así, la ministra ha declarado que el fumar se tiene que acabar, que las compañías teatrales deben ingeniárselas para «simular que uno fuma sin necesidad de fumar». Si se finge un asesinato —razona Pajín—, ¿por qué no fingir una calada? Sin duda, ¿por qué no? En último término, todo es simulable, hasta el oficio de ministra. Pero, qué quieren, lo mismo en el teatro que en la política —dos mundos tan parecidos, al cabo— la credibilidad, más que un valor, es una condición necesaria. Y para que algo, lo que sea, resulte creíble, debe contener como mínimo algunos ingredientes reales. Un poco de vida, vaya. Sin velos, sin tapujos, sin disfraces. Si la vida es puro teatro, el teatro —el bueno, al menos— también es pura vida.

ABC, 19 de febrero de 2011.

La vida esfumada

    19 de febrero de 2011
Aly Herscovitz, ayer en Nostromo (La 2).

Aly en TVE

    17 de febrero de 2011
La consejera de Educación, Irene Rigau, ha hablado. Y ha dicho cosas interesantes. Por ejemplo, que su Departamento se propone reintroducir en el sistema de enseñanza los exámenes de septiembre. O que tiene previsto convertir 4º de ESO en un curso escindido según las aptitudes del alumno y lo que debería ser, en buena lógica, su orientación futura —bien el bachillerato, bien la formación profesional—. Con la adopción de dichas medidas, la consejera cree que Cataluña puede reducir en una década el fracaso y el abandono escolares hasta alcanzar unos porcentajes que la sitúen en la media de la Unión Europea. Es posible que esté en lo cierto. Y, en todo caso, se alcancen o no esos porcentajes, seguro que los cambios anunciados no van a empeorar la situación. Sin embargo, lo que no ha dicho Rigau es por qué el partido en que milita aceptó en su momento que los chavales de secundaria, en vez de examinarse en septiembre de las asignaturas suspendidas, lo hicieran en la segunda quincena de junio, esto es, cuando apenas han pasado quince días desde la finalización del curso. O por qué bendijo también en su momento un modelo pedagógico comprensivo, tan contrario a sus propios principios educativos, en el que el único perjudicado era el estudiante capaz y esforzado, que se veía arrastrado, de cabo a cabo de escolaridad, por la mediocridad del conjunto. A mí, qué quieren, me habría gustado que justificara de algún modo aquellas decisiones. Que dijera, pongamos por caso, que prefirieron ceder a las demandas de los llamados movimientos de renovación pedagógica y a la presión de los sindicatos, porque lo importante entonces era disponer de ese 45% de autonomía que les daba la Logse y les permitía, entre otras fechorías, extender la inmersión lingüística a todo el sistema de enseñanza. Que la educación, en el fondo, les importaba un comino. Como ahora, en que lo único que les importa son los porcentajes.

ABC, 12 de febrero de 2011.

A buenas horas

    12 de febrero de 2011


Josep Pla se servía de una expresión idiosincrática y tremendamente eficaz para indicar que una persona o una cosa tenían un alcance considerable: decía que tenían una abertura de compás enorme —o consistente, o respetable, o decisiva, que por algo el escritor no le hacía ascos al adjetivo—. Pues bien, esa misma abertura de compás es la que uno encuentra al leer el ensayo de Xavier Roig La dictadura de la incompetencia. En primer lugar, por el hecho mismo de que este ensayo, aparecido en 2008 en catalán, disponga ya de una versión castellana, lo que aumenta de modo significativo su campo de difusión. Luego, porque no estamos ante una simple traducción de la versión catalana, sino ante una ampliación, forzada por las circunstancias —unas circunstancias, las de la economía y la sociedad españolas, que no vienen sino a confirmar, por cierto, la deriva anunciada en el texto original—. Y luego, en fin, porque lo que Roig propugna en su obra resulta del sano ejercicio de contemplar la realidad en su conjunto, sin anteojeras ni cortapisas, procurando abarcar todo lo humanamente abarcable.

El autor, que ha recorrido el orbe como empresario y como alto ejecutivo de empresas multinacionales —y que sabe, pues, de qué está hablando—, parte de la evidencia de que el mundo de hoy es un mundo globalizado. Y de que así será, nos guste o no, por los siglos de los siglos. En consecuencia, intentar discernir ahora si la globalización es buena o mala, si conviene o no conviene a la especie, no deja de constituir una pérdida de tiempo. La realidad se impone. Y, a no ser que pretendamos ignorarla, esa realidad nos dice que el proceso en curso no tiene vuelta atrás. Lo cual no significa, por supuesto, que haya que aceptarlo pasivamente, como una fatalidad. Es precisamente ese carácter irrevocable del proceso lo que debería llevarnos a reaccionar. O, si lo prefieren, a abrir el maldito compás.

Porque de eso se trata, al cabo. Y muy especialmente en nuestro caso, españoles todos. Como arte y parte de la Europa mediterránea, los españoles nos hemos acostumbrado a que sea el Estado el que nos saque del apuro. Y esa costumbre, claro, se ha vuelto exigencia. ¿Que la empresa ya no gana lo que ganaba y hasta empieza a generar pérdidas porque lo que produce lo producen mucho más barato en China o en India? No importa, el Estado colocará el parche necesario para que las cosas sigan más o menos igual —y hasta la próxima crisis—. ¿Que a aquella localidad le vendría la mar de bien disponer de un gran teatro, de esos que, según dicen, le ponen a uno en el mapa, pero no tiene dinero para construirlo y mantenerlo, ni público bastante para disfrutarlo y amortizarlo en parte? No importa, el Estado —o sea, la Administración o las Administraciones de turno— proveerá. ¿Que fulano quiere dedicarse a la política, pero le da miedo quedarse sin cargo público, con una mano delante y otra detrás? No importa, que empiece por hacerse funcionario de lo que sea y todo arreglado.

Hasta que llega el día, claro, en que, por más que exijan los ciudadanos, el Estado ya no responde. O, lo que es lo mismo, el día en que adviene la crisis, se acaba el dinero y el sistema entra en barrena. Que nuestra crisis particular sea la consecuencia de una crisis mucho más amplia no hace sino confirmar nuestro lugar en un mundo inexorablemente global. Pero nada más. Porque las causas profundas de cuanto padecemos son nuestras y bien nuestras, es decir, son la lógica consecuencia de la pervivencia de un modelo económico y social caduco e insostenible. Este modelo, propio de la Europa mediterránea —aunque ni Italia ni Francia pueden considerarse, de hecho, plenamente insertas en el patrón—, es un modelo que limita la libertad del individuo y lo vuelve dependiente del Estado; un modelo donde la sociedad civil esconde, en realidad, una sociedad subvencionada; un modelo en que la iniciativa privada es vista siempre, de un modo u otro, con recelo; y, lo que es más grave, un modelo donde ese espíritu gregario, acomodaticio, perpetuamente adolescente que caracteriza a buena parte de nuestra sociedad se inculca ya desde la infancia misma por medio de un sistema educativo que rechaza el esfuerzo, el rigor, la transmisión del conocimiento, el afán de superación y la búsqueda de la excelencia.

De todas estas cuestiones, y de muchas más, habla Xavier Roig en su ensayo. Y lo hace con un desparpajo que recuerda a veces el de una charla de café, sin que quepa inferir de ello crítica ninguna. Entre otros motivos, porque La dictadura de la incompetencia es un libro en el que todas las afirmaciones, por más extemporáneas que puedan parecer a primera vista, se sostienen en algún dato, en algún hecho, en alguna vivencia del propio autor, en alguna razón de peso. Se trata, en suma, de un ensayo higiénico a más no poder, de una denuncia contra la incompetencia que nos rodea y de la que, ¡ay!, formamos parte. Y, por ello mismo, de un alegato a favor de la competencia entendida en toda su extensión: la que nos lleva a rivalizar con el resto de la humanidad en un único tablero de juego y la que nos convierte, o debería convertirnos, en unos ciudadanos verdaderamente dignos de este nombre.

Revista de Libros, n. 170, febrero 2011.

Bendita competencia

    8 de febrero de 2011
Quienes tienen el gusto de conocerlo, y de conocer a sus progenitores, dicen que Oriol Pujol i Ferrusola es más Ferrusola que Pujol. Con ello no sólo quieren significar que el chico ha salido a la madre, sino que ese ascendente marca su actuación política. ¿Y cómo es ella? Pues apasionada, incontinente, xenófoba e independentista —advertirá el lector que cada uno de estos adjetivos guarda con los demás una relación de estricta sinonimia—. Nada que ver, por tanto, con la imagen que el padre ha proyectado a lo largo de su ya dilatada carrera de hombre público, una imagen caracterizada por la templanza, el pacto, la circunspección, el juicio y el gradualismo. Cuando menos hasta hace cuatro días. Y es que algo de su esposa parece habérsele pegado al presidente que fue. Un cierto delirio, como si dijéramos, lo que le ha llevado a afirmar que España —o sea, «las instituciones españolas», entre las que no se encuentran, faltaría más, las catalanas—no persigue sino «la marginación y el ahogo de Catalunya» y que, frente a ello, no queda otra opción que la independencia —a menos que «el pueblo con personalidad propia» por antonomasia esté dispuesto a «rendirse», claro—.

Aunque también podría ser que de semejante delirio tuviera la culpa el hijo y no la esposa. Ese hijo elevado a segundo de a bordo, así en el partido como en el grupo parlamentario, y que confiesa a micrófono abierto que el presidente de la Generalitat viaja en clase turista a Madrid para lanzar un mensaje. Y que, no contento con tomar a sus conciudadanos por imbéciles, se permite añadir, acto seguido, que la situación financiera de la autonomía es tan dramática que ni siquiera está asegurado que los funcionarios cobren su nómina a fin de mes. Ese Pujol que así se expresa representa el futuro. Lo que nos espera, más tarde o más temprano, después de Artur Mas. O sea, el sucesor algo tardío del padre. Dios nos coja confesados.

ABC, 5 de febrero de 2011.

Pujol y Ferrusola

    5 de febrero de 2011
Buenos días.

Permítanme que empiece sincerándome. Cuando Arcadi Espada me propuso participar en este curso, me pareció entender que lo que quería de mí era que hablara, sobre todo, del viejo periodismo. Luego, cuando recibí el programa y vi que el título de la conversación era «La noticia clásica y la noticia digital», tuve alguna duda sobre el propósito. ¿Qué significaba «la noticia clásica»? ¿La que no era digital? ¿O sea, la que sigue manifestándose en soportes diversos —prensa escrita, radio, televisión—, excepto en la red?

De ser así, es evidente que el viejo periodismo no sería sino un fragmento de ese largo periodo en el que se ha ido fraguando la noticia clásica. Pongamos que el fragmento inicial, el que arranca en el último tercio del siglo diecinueve y llega hasta mediados del siglo veinte. O, si lo prefieren, el que desaparece —o empieza a desaparecer— con la llegada de la televisión. Y, junto a ese fragmento, habría otro al que podríamos llamar —con motivo— «el nuevo periodismo», que iría, más o menos, desde mediados del siglo veinte, o algo más tarde, hasta la actualidad.

Perdonen que les abrume con tanta taxonomía, pero enseguida verán a donde quiero ir a parar. Aunque no se me escapa que la afirmación puede resultar controvertida —y tiempo habrá de discutirlo dentro de un rato en la parte de esta conversación dedicada al debate—, yo creo que el punto de inflexión entre la noticia clásica y la digital no se da, por absurdo que pueda parecer, con la aparición de internet y de todo lo que internet conlleva, sino con la aparición de la televisión. O sea, por seguir con la taxonomía, con la desaparición del viejo periodismo y la aparición del nuevo. Voy a tratar de explicarme.

La historia del periodismo es inseparable de la evolución de la ciencia y la tecnología. Y ello tanto desde el punto de vista de la producción, como de la transmisión o del consumo. A lo largo de este largo siglo al que me he referido hace un momento, el tiempo transcurrido entre la producción de la noticia y su consumo se ha ido reduciendo más y más. Lo que equivale a decir que el tiempo invertido en la transmisión de esa noticia ha tendido a cero. La radio constituyó el primer paso. Gaziel, en un precioso artículo de 1923 —el artículo, publicado en La Vanguardia, se titulaba «TSH», telefonía sin hilos, que es como se conocía entonces la radio—, recogía la impresión que les había producido, a él y a unos cuantos amigos, escuchar en un piso del Ensanche barcelonés un concierto que se estaba celebrando en aquel mismo momento en París. Esa impresión fantástica de inmediatez, de instantaneidad, de simultaneidad. O sea, el primer indicio de la superación de la distancia.

Porque eso, claro, era sólo música. Faltaba la imagen. O, lo que es lo mismo, la televisión. Ahora sí, la idea del directo, la percepción de que el mundo estaba ahí mismo, frente a uno, al alcance de los ojos, sin barrera alguna que se entrometiera entre ambas instancias —el mundo y uno mismo—, era ya una realidad. Y esa realidad se daba de bruces con lo que había sido hasta entonces el periodismo. Por eso les decía yo antes que la aparición de la televisión coincide con el final del viejo periodismo. Y por eso les indicaba también que ese corte en el tiempo constituye ya un anticipo de lo que será, medio siglo más tarde, la noticia digital —una suerte de protonoticia digital, si quieren—. La noticia clásica, la noticia característica del viejo periodismo, era toda distancia. En el futuro, esa distancia no hará más que acortarse hasta alcanzar, gracias a la ciencia y a la tecnología, lo que Arcadi Espada ha definido, con una feliz metáfora, como la electricidadd. Un estadio, el actual, que podemos dar ya como definitivo. Entre otras razones, porque difícilmente lograremos reducir aún más lo que no posee ya distancia alguna.

Hace cosa de un siglo, la distancia era inherente al periodismo. La lectura del periódico consistía, básicamente, en un ejercicio de aproximación. El periodista —el reportero, en concreto— acercaba el mundo al lector. En el espacio y en el tiempo. Y el lector, gracias al periódico, se acercaba al mundo. Aquel periodismo tendía puentes. El de hoy no puede tender ninguno, porque ya no hay nada que cruzar. En noviembre de 1917, Sofía Casanova se encontraba en San Petersburgo, a donde había llegado procedente de Polonia, su lugar de residencia. Casanova trabajaba como corresponsal para el periódico Abc y estaba, pues, en su sitio. Escribió sus crónicas sobre la Revolución de Octubre a medida que esta se iba desarrollando. O sea, los días 7, 8, 9 y 10 de noviembre. El diario las publicó dos meses y medio más tarde, los días 19, 20, 21 y 22 de enero de 1918. Era habitual, nadie se sorprendía por ello. Por supuesto, la demora tenía que ver con la dificultad de sacar de allí aquellos textos y hacer que llegaran hasta Madrid. Para un corresponsal, no había en aquellos años otro medio de transmisión que el correo postal. Y, en una revolución en curso —a la que se añadía, no lo olvidemos, una Europa en guerra—, esas dificultades no hacían más que aumentar.

Claro que los lectores del periódico, cuando leían las crónicas de Sofía Casanova, algo sabían ya de lo ocurrido dos meses y medio antes en Rusia. Así, en la edición de Abc del 9 de noviembre de 1911, en la tercera página, encabezando el acostumbrado artículo de opinión o la no menos acostumbrada crónica de corresponsal, figuraba, a un lado y otro de la cabecera y a modo de frontispicio, la siguiente advertencia: «De todo el mundo, por correo, cable, telégrafo y teléfono». (No todos podían presumir entonces de semejantes atributos. En España, por ejemplo, sólo podía hacerlo otro periódico, La Vanguardia.) Y en ese mismo ejemplar del 9 de noviembre, algo más allá, en la página 7, estaba la prueba de que la leyenda anterior no constituía ningún farol. Bajo el epígrafe «La situación en Rusia», podían leerse tres telegramas de agencia —de la agencia Havas, con toda probabilidad—, fechados en París el día anterior y datados a las 4 de la tarde, a las 5 de la tarde y a las 11 de la noche, respectivamente. Sus títulos respectivos decían así: «Destitución del Gobierno», «Los maximalistas, dueños de la capital» y «Noticias confirmadas».

Aunque hoy en día esos tres telegramas aparecerían fundidos en uno solo, con un título único, en aquel entonces era habitual ir componiéndolos en la página uno tras otro, siguiendo el propio orden de emisión. A veces, esos viejos periódicos publicaban páginas con verdaderas ristras de telegramas. (Bien mirado, en el periodismo digital, la actualización permanente de las noticias acaba dejando una huella parecida —para entendernos, como una ristra de backups—.) Sea como sea, el periódico había informado de los sucesos de San Petersburgo, por voz sucinta e interpuesta, dos días más tarde de que esos sucesos tuvieran lugar. El lector, pues, estaba sobre aviso. Pero, como es lógico, lo contenido en aquellos telegramas y en los que fueron apareciendo en fechas sucesivas, no podía dar cuenta de lo ocurrido en Rusia en aquellos diez días que estremecieron al mundo. Para ello, hubo de esperar a que el diario publicara las crónicas de Sofía Casanova. O sea, las crónicas de alguien que estuvo allí. Lo que significa que el lector de Abc tardó dos meses y medio en empezar a hacerse cargo de lo que había sido aquella revolución. No importaba. Estaba acostumbrado. El periodismo era esto: distancia. En el espacio y en el tiempo. Es decir, mediación. Lo importante, insisto, es que alguien estaba allí. Alguien acreditado, por supuesto. Alguien capaz de trasladar, con la palabra, unos hechos. De darles sentido. De acercar el mundo a los lectores.

En el fondo, en los tiempos del viejo periodismo —o sea, con la noticia clásica—, la mayoría de los lectores no viajaban si no era a través del periódico. (Cuando hablo de viajar me refiero, por supuesto, a los grandes viajes, a los que permiten conocer mundo, no a los veraneos en la sierra o cerca del mar.) Antes de la llegada del televisor, el uso del avión era sumamente restringido. Los pocos que viajaban lo hacían en barco o en tren. Y, aunque es verdad que poco a poco esos pocos fueron creciendo, el viaje seguía siendo algo excepcional, reservado a los que tenían posibles y a unos cuantos privilegiados que, sin tenerlos, podían, por razones profesionales, ir de acá para allá. Entre esos privilegiados estaban los periodistas. Algunos periodistas. Los corresponsales, por ejemplo. O los enviados especiales. O los cronistas viajeros, que era como llamaban en la prensa a esa especie en los años veinte y treinta del pasado siglo. (En realidad, en aquellos tiempos muchos jóvenes entraban en el periodismo con la esperanza de viajar, de ver mundo. Es posible que hoy también sea así, pero no hay duda que nuestros jóvenes, muy a menudo, han recorrido ya a su edad más kilómetros de los que podía recorrer entonces un individuo normal y corriente en toda su vida.)

Entre quienes aprovecharon a fondo esa oportunidad del viaje estaba Julio Camba. Ningún otro periodista español viajó tanto en el primer tercio de siglo. Lo importante para Camba —como para Eugenio Xammar, otro de los que no pararon quietos en aquellos años— era alejarse de España, poner tierra, mar o aire de por medio. Y desde cualquier parte del mundo, escribir sobre lo que veía y oía, pero siempre con España al fondo. De vez en cuando Camba —sin duda alguna el periodista español más leído de su tiempo— recogía esos artículos en un libro. O se los recogía un editor. Aventuras de una peseta, publicado en 1923, es uno de estos libros. Y tiene un prólogo ejemplar —«Advertencia leal contra los libros de viaje», se titula—. En él Camba reflexiona sobre el oficio. A su juicio, pese a que «hay quien envidia la suerte del escritor viajero» —o sea, la suya—, no existen motivos para ello. He aquí su razonamiento:

«(…) en este mundo, y supongo que en todos, el pobre escritor no ve más cosa que una: artículos. Para la mayoría de las gentes, el desierto es el desierto, y el bosque es el bosque. Para el escritor, en cambio, el desierto es una crónica, y el bosque es otra crónica. Usted, amigo lector, me deja a mí frente al mar, pongamos por caso, mientras va a darse un pequeño paseo, y cuando vuelva, ¿qué creerá usted que he hecho yo con la azul inmensidad? Pues exactamente lo mismo que hubiera hecho con una iglesia románica, con un par de calcetines, con un discurso del señor Lerroux, con una puesta de sol o con un nuevo procedimiento para combatir la tuberculosis: la habré cogido y la habré transformado, reduciéndola a una superficie literaria de 150 centímetros cuadrados, poco más o menos.

Nada es como es, sino como nos lo representamos, y el escritor colocado ante una cosa cualquiera, no la ve o la ve en forma de artículo.»


Pues bien, ese mundo platónicamente representado, que no es como es, es el único mundo que la inmensa mayoría de los lectores de entonces alcanzaban a conocer. Y esta era la función del periódico: acercarles ese mundo —aunque fuera en un comprimido—, mediar entre ellos y la realidad. La noticia clásica, la que un reportero o un cronista eran capaces de elaborar a pie de obra, constituía, pues, un puente imprescindible. Ante un relato, ante una crónica, al lector no le quedaba más remedio que irse representando lo que leía, que ir viviendo lo que otro había vivido en su lugar. Aquel periodismo era distancia. Distancia felizmente salvada.

Y a esa pasión por conocer el mundo se unía la pasión por conocer los grandes inventos que permitían conocer el mundo —la noticia no podía disociarse de la ciencia—. Los diarios de aquellos años están llenos de reportajes sobre travesías transoceánicas. En la década de los veinte lo que se llevaba, claro, era el avión. Constituía la gran novedad. De nuevo la distancia, la distancia felizmente salvada. Pero a los aviones, entonces, no se subía mucha gente. Era un lujo al alcance de pocos. Todo lo más, de cuatro potentados y de algún que otro ciudadano intrépido. Entre estos últimos estaban, de nuevo, los periodistas. Y los periódicos, claro. La fórmula era sencilla: meter a un periodista en un avión y ponerlo a dar la vuelta al mundo —o a una parte del mundo— para que lo fuera contando. En el periódico, claro. Y para que los lectores fueran viajando también, a través de él, y conociendo mundo.

Es lo que hizo el Heraldo de Madrid, en 1928, con Manuel Chaves Nogales. (Aunque el pionero en estas lides fue Corpus Barga, quien realizó, al término de la Primera Guerra Mundial, un viaje en aeroplano de París a Madrid. Y lo contó en El Sol.) Les decía que el Heraldo había metido a Chaves en un avión para que contara a los lectores del periódico lo que iba viendo y viviendo, y quizá sería más exacto decir que Chaves se metió en el avión con el consentimiento entusiasta del director, Manuel Fontdevila. Y es que Chaves, por entonces, mandaba ya un montón. Era el redactor jefe del Heraldo y el hombre que mejor representaba en el periódico esa evolución del oficio, inseparable de la propia evolución de la ciencia. Lo había expuesto él mismo aquel año, con sencilla precisión, en la revista Estampa: «Contar y andar es la función del periodista». Nada más y nada menos. Sólo que él, ahora, en vez de andar se proponía volar. Y contarlo, claro.

El periódico daba la noticia el 19 de julio de 1928 en portada. Los titulares resultan muy explícitos: «Dieciséis mil kilómetros de vuelo para Heraldo de Madrid», reza el antetítulo. Y el título: «Nuestro redactor jefe, señor Chaves Nogales, dará la vuelta a Europa en avión». Junto a los elementos de la titulación, dos fotos —recurso todavía escaso en aquellos tiempos—. Una del avión de la compañía Iberia en el aeródromo, y otra de Chaves Nogales, delante de la cabina del aparato. Pero acaso lo más significativo sea el texto en el que se sostiene la noticia. Su arranque, sobre todo:

«La Prensa debe aprovechar cuantas facilidades informativas le proporcionan los adelantos modernos. El periódico actual no puede tener la fisonomía sedentaria de las hojas que leían nuestros padres. Las distancias han quedado virtualmente destruidas con la navegación aérea. ¿Por qué no utilizar este medio de locomoción, que tan bien se acomoda al dinamismo característico de la Prensa moderna? Nuestro compañero Chaves Nogales, que acaba de ser agraciado con el Premio Cavia, tan periodista, tan dinámico, tan poseído de tan vivas inquietudes, no podía menos de sentir esta obsesión tan nueva de salvar distancias y, en efecto, ha emprendido el primer gran reportaje español de este tipo y uno de los primeros del mundo.»

De todo lo anterior se desprende algo fundamental y es la función mediadora del periódico. El periódico, como muy bien indica el antetítulo de la noticia, es el que va a recorrer, a través de su redactor jefe, dieciséis mil kilómetros en avión. Lo que significa que va a contar esos kilómetros. O sea, que va a contarlos y a relatarlos. Y lo que significa, claro, que sus lectores, mediante las crónicas de Chaves que el Heraldo empezará a publicar al cabo de unos días, van a vivir también esa experiencia. Que van a viajar, vaya. Salvando, también ellos, las distancias.

Por si no bastaba con esa portada, al día siguiente, también en primera plana, el Heraldo vuelve a la carga. Y convierte el asunto en noticia de apertura. Pero esta vez lo importante ya no es la foto, sino el mapa. Mejor dicho, el montaje, con ese mapa de Europa lleno de flechas —tantas como etapas tiene el viaje— y ese impresionante perfil de Chaves recortado encima, con un pie en Persia y otro en el Mar Negro. Lo cierto es que nunca el poder del periodismo había estado tan bien representado.

Pero todo ese proceso; todo ese desarrollo paralelo entre el periodismo, por un lado, y la ciencia y la tecnología, por otro; toda esa invitación constante al lector a dejarse llevar por las páginas del diario, a viajar por el mundo, en una palabra, empiezan a entrar en crisis con la llegada de la televisión. De entrada, porque el nuevo competidor, gracias a la imagen, es muchísimo más peligroso de lo que había sido hasta entonces la radio. Pero, sobre todo, porque esa imagen penetra también en el periódico, modifica sus pautas, limita singularmente la capacidad de mediación de la noticia. Añadan a lo anterior que el viaje —el viaje real— ya no es una quimera para muchos, que el mundo, gracias a los progresos de la navegación aérea, está ya a la vuelta de la esquina, y entenderán por qué las noticias del periódico empiezan a dejar de ser lo que siempre habían sido. Por eso les decía al principio que, con la irrupción de la televisión, empieza a desaparecer la noticia clásica.

Ahora bien, ese proceso que se inicia con la llegada de la televisión podía haber quedado en nada de no haber aparecido luego la informática y, en último término, internet. Pero aparecieron. Y el caso es que nos encontramos de lleno en la era de la inmediatez. De la electricidad, por volver a Arcadi. Sin casi distancias que salvar. O, lo que es lo mismo, sin mediación a la que agarrarnos. ¿El futuro? Ignoro cuál será, aunque dudo mucho que, llegados a este punto, la ciencia pueda depararnos algo más inmediato que lo que ya tenemos. De ahí que estemos un poco como estaba Julio Camba hace cerca de un siglo. Es decir, perplejos. Camba, que por entonces —1917— ejercía como corresponsal de Abc en Nueva York, observaba la evolución del periodismo americano. Y, en concreto, de los periódicos populares, también llamados sensacionalistas. Y uno de los aspectos que más le sorprendía era la obsesión de aquellas cabeceras por ir sacando ediciones lo antes posible. O sea, la obsesión por la rapidez, por la anticipación. Y Camba razonaba así:

«¿Y la rapidez? Probablemente hubo una época en la que el público de Nueva York estimaba mucho poder comprar a las cinco y cuarto o las cinco y media, en cualquier parte de la ciudad, el periódico de las cinco. Vino la competencia, y hoy los periódicos de las cinco se compran a las tres; los de las seis, a las cuatro, y los de la mañana se adquieren antes de acostarse, a eso de las once de la noche.

¿Adónde va por semejantes caminos el periodismo americano? Así como en otras partes los periódicos pueden progresar indefinidamente, aquí no. Las noticias del día nunca se podrán adelantar en más de veinticuatro horas. El tamaño de los titulares nunca podrá exceder de una cuarta. Y cuando un periódico haya alcanzado estos límites, tendrá forzosamente que paralizarse.»

Pues yo creo, francamente, que ese día ha llegado. Hemos alcanzado esos límites a los que aludía Camba y algunos más. Aunque también es verdad que no todas las parálisis son, hoy en día, inexorables. Gracias también a la ciencia, por supuesto.

Muchas gracias por su atención.

(Intervención en el curso «La noticia y la vida» - Chiclana,16 de septiembre de 2010).