Desde que en Cataluña manda lo que se ha venido en llamar el tripartito, no hay día en que la prensa enemiga de este gobierno -y, en los últimos tiempos, incluso cierta prensa amiga- no recoja alguna noticia relativa a la división, más o menos profunda, entre sus partes. A juzgar por la insistencia con que los medios se hacen eco de hechos y rumores que ponen de relieve semejante desunión, uno diría que la cosa no puede durar, que tarde o temprano alguna de las piezas se desgajará y el experimento pasará irremisiblemente a mejor vida. Sin ir más lejos, hace un par de días este mismo periódico revelaba que una funcionaria de una nonata Oficina Antifraude, dependiente del Departamento de Gobernación -eso es, de ERC-, está cobrando 60.000 euros anuales por no ejercer. Y todo indica que la anomalía tiene una sola explicación: el recelo de las otras dos formaciones gubernamentales ante la posibilidad de que los republicanos sean los únicos en meter sus narices en las cuentas no demasiado ejemplares -baste recordar las recientes adjudicaciones a dedo de informes por valor de 32 millones de euros- de la Administración.

Sucede, sin embargo, que llevamos así cerca de un lustro. Y que, al contrario de lo que parece, estamos mucho más cerca de vivir otro lustro como el actual que de cambiar de tercio. Es cierto que con Esquerra de por medio nunca se sabe. Pero, mientras no caiga en manos carreteras, dudo mucho que el partido fundado por Francesc Macià se arriesgue a mudar de socio. La cultura de izquierdas pesa. Y, lo que es más importante, empieza ya a pesar otra cultura, más consuetudinaria, más vinculada al ejercicio del poder. Al fin y al cabo, ¿qué es el tripartito sino la formulación visible de que el «melting pot» entre izquierda y nacionalismo, lejos de tener un carácter contingente, meramente coyuntural, responde a una comunidad de intereses? Como ha observado Jon Juaristi, nacionalismo e izquierda comparten la voluntad de transformar las estructuras de la sociedad, de impugnar lo heredado. De ahí que su amalgama resulte tan productiva.

Y luego está, por supuesto, la acomodación de muchos ciudadanos al nuevo «statu quo». Y, entre estos ciudadanos, de forma especial la de quienes poseen, con merecimiento o sin él, cierto pedigrí social. Es el caso, por ejemplo, de ese artista cincuentón, en otro tiempo filosocialista convencido y antipujolista acérrimo, que se declara ahora sin tapujos partidario del nuevo régimen. «Yo no soy socialista; yo soy del tripartito», dicen que va por ahí diciendo. Bien es verdad que sus ingresos, que han sido casi siempre públicos, han aumentado considerablemente en los últimos años. Pero, en fin, se equivocaría quien atribuyese esa súbita adscripción tripartita a la codicia o a la simple conveniencia. En absoluto. Se trata de algo mucho más profundo, consustancial a la izquierda catalana, algo que ha hallado en la actual coalición de gobierno su más feliz expresión. Tres en uno. Para la inmensa mayoría de estos ciudadanos, no existe, créanme, mejor linimento.

ABC, 24 de mayo de 2008.

Yo soy del tripartito

    24 de mayo de 2008