Por supuesto, nada tengo contra el derecho de alguien a considerarse, a un tiempo, periodista y escritor. Ni contra el derecho de los demás a considerarle así. Faltaría más. Pero ello no impide que el recurso a semejante dualidad —y, muy especialmente, su generalización en los medios— resulte, hasta cierto punto, paradójico. Y es que, si bien se mira, no estamos ante dos categorías del todo independientes y, en consecuencia, fácilmente disociables, sino más bien ante dos estadios de una sola categoría. Ya lo indicó Josep Pla en un artículo de 1929: «Son oficios del mismo color; el periodista es el peón, el literato es el albañil de la misma construcción». Es verdad que, con estas palabras, el escritor ampurdanés aludía sobre todo al carácter subalterno del periodismo con respecto a la literatura; pero no lo es menos que, a la vez, ponía de manifiesto la continuidad entre una y otra actividad, su pertenencia al tronco común de la escritura.
Así las cosas, ¿tiene sentido seguir identificando a alguien como periodista y escritor, cuando bastaría con llamarlo escritor? Pues seguramente sí lo tiene, en la medida en que dicha identificación no atiende tanto a la naturaleza del instrumento de trabajo —el lenguaje— como al producto de la actividad: en un caso, el artículo de periódico o de revista; en el otro, el libro. Y seguramente también porque, detrás de la distinción, está la creencia, bastante asentada en el común de la gente, de que, así como el periodismo trata siempre con la realidad, la literatura lo hace siempre con la ficción, por lo que no conviene confundir ambas disciplinas. Y ya se sabe que, contra las creencias, no vale razonamiento alguno.
Pero no todas las dualidades con que nos regala el mundo contemporáneo son del mismo tenor. También las hay menos pertinentes. O, por hablar claro, de una licitud más que dudosa. Pienso, por ejemplo, en una de aparición muy frecuente que atañe al campo de la vida pública. Y de los medios de comunicación, puesto que, en general, suele darse bajo los focos y con un mar de micrófonos a un palmo de quien la profesa. Seguro que el lector ha visto alguna vez a un político, a un cargo público o a un representante de una corporación responder a una pregunta más o menos comprometida y a continuación añadir: «Eso, que conste, lo digo a título personal». Con lo que es como si no lo hubiera dicho, pero habiéndolo dicho.
Por descontado, nada hay que objetar a la posibilidad de que alguien tenga una doble vida y haga uso de ella. Pero semejante dualidad no le da derecho a confundir lo público con lo privado y a beneficiarse de esta mezcolanza. Si uno está bajo los focos y con el micrófono delante es, muy precisamente, por su faceta de personaje público. Y por nada más. De ahí que todos sus actos —incluidos, por supuesto, los locutivos— deban sujetarse a esta circunstancia. ¿Que no puede decir según qué? Pues no le quedará más remedio que aguantarse —eso es, callar o limitarse a expresar lo que su nivel de representación le permite en aquel momento expresar—. Cualquier otra salida será una salida en falso. Cuando no una inmoralidad.
A fin de cuentas, para que una dualidad constituya en verdad una riqueza, deberá discurrir por unos cauces determinados. Dos mejor que una, sí. Pero dentro de un orden.
Registradores de España, nº 44 (mayo-junio 2008).