No es la primera vez que en esta sección me toca hablarles de Baleares. Y me temo que no va ser la última. Desde hace cosa de un año, o sea, desde que una coalición de todos contra el PP desbancó al PP de las principales instituciones en las que estaba gobernando —Gobierno regional, consejos insulares y Ayuntamiento de Palma—, la lengua se ha convertido en el epicentro del debate balear. Es verdad que de vez en cuando se habla también de corrupción, de infraestructuras, de financiación o incluso, mira por dónde, de turismo; pero ninguno de estos asuntos moviliza tanto como el idioma. Para que se hagan una idea: con vistas al próximo congreso de los populares, previsto para comienzos de julio, a Rosa Estarás, la máxima dirigente del partido tras la voluntaria expatriación de Jaume Matas y candidata oficial a presidirlo, le ha salido un contrincante, Carlos Delgado, alcalde de Calvià, cuyo programa se caracteriza por el énfasis puesto en la reivindicación de las modalidades lingüísticas autóctonas y en el derecho de los ciudadanos a escoger la lengua en la que quieren que sus hijos sean escolarizados.

Y es que la deriva de la coalición nacionalprogresista en materia identitaria no tiene punto de comparación con la que los catalanes venimos padeciendo desde los albores de la España de las autonomías. Lo de Baleares, créanme, es mucho peor. No por la magnitud ni por la intensidad; por la absurdidad. En Cataluña se da, como mínimo, una identificación entre la lengua usada habitualmente por la mitad de la población y la que nuestros gobernantes han elevado al altar de la corrección política. En Baleares ni eso. Y no porque lo que hablan buena parte de los mallorquines, menorquines e ibicencos no sea catalán —que lo es—, sino porque el modelo de lengua que desde las distintas instancias públicas pretenden imponer al conjunto de la población —por medio de la escuela, de la Administración y de los medios de comunicación públicos— no se corresponde en modo alguno con lo que estos mallorquines, menorquines e ibicencos han hablado toda su vida.

Para muestra, la campaña que el Gobierno Balear, el Consejo Insular de Mallorca y el Ayuntamiento de Palma han puesto en marcha recientemente. En las vallas publicitarias, junto a los logotipos de las tres instituciones, puede leerse lo siguiente: «Ara és la teva. Parla en català». Dejemos a un lado la burda asociación entre el cambio de color político y la oportunidad que se les brinda a los ciudadanos de hablar una lengua que siempre han hablado, y centrémonos en el lenguaje. Cualquier mallorquín habría dicho: «Ara és sa teva. Xerra mallorquí». Y un menorquín y un ibicenco habrían hecho lo propio sustituyendo tan sólo el nombre del dialecto. ¿Por qué razón, entonces, la campaña optó por una versión distinta? Pues por una razón muy simple: porque así lo dictan los cánones del nacionalismo pancatalanista. Y en el archipiélago, hoy por hoy, manda este nacionalismo.

En consecuencia, mucho cuidado con lo que está pasando en Baleares. El que avisa…

ABC, 31 de mayo de 2008.

¡Cuidado con Baleares!

    31 de mayo de 2008
Desde que en Cataluña manda lo que se ha venido en llamar el tripartito, no hay día en que la prensa enemiga de este gobierno -y, en los últimos tiempos, incluso cierta prensa amiga- no recoja alguna noticia relativa a la división, más o menos profunda, entre sus partes. A juzgar por la insistencia con que los medios se hacen eco de hechos y rumores que ponen de relieve semejante desunión, uno diría que la cosa no puede durar, que tarde o temprano alguna de las piezas se desgajará y el experimento pasará irremisiblemente a mejor vida. Sin ir más lejos, hace un par de días este mismo periódico revelaba que una funcionaria de una nonata Oficina Antifraude, dependiente del Departamento de Gobernación -eso es, de ERC-, está cobrando 60.000 euros anuales por no ejercer. Y todo indica que la anomalía tiene una sola explicación: el recelo de las otras dos formaciones gubernamentales ante la posibilidad de que los republicanos sean los únicos en meter sus narices en las cuentas no demasiado ejemplares -baste recordar las recientes adjudicaciones a dedo de informes por valor de 32 millones de euros- de la Administración.

Sucede, sin embargo, que llevamos así cerca de un lustro. Y que, al contrario de lo que parece, estamos mucho más cerca de vivir otro lustro como el actual que de cambiar de tercio. Es cierto que con Esquerra de por medio nunca se sabe. Pero, mientras no caiga en manos carreteras, dudo mucho que el partido fundado por Francesc Macià se arriesgue a mudar de socio. La cultura de izquierdas pesa. Y, lo que es más importante, empieza ya a pesar otra cultura, más consuetudinaria, más vinculada al ejercicio del poder. Al fin y al cabo, ¿qué es el tripartito sino la formulación visible de que el «melting pot» entre izquierda y nacionalismo, lejos de tener un carácter contingente, meramente coyuntural, responde a una comunidad de intereses? Como ha observado Jon Juaristi, nacionalismo e izquierda comparten la voluntad de transformar las estructuras de la sociedad, de impugnar lo heredado. De ahí que su amalgama resulte tan productiva.

Y luego está, por supuesto, la acomodación de muchos ciudadanos al nuevo «statu quo». Y, entre estos ciudadanos, de forma especial la de quienes poseen, con merecimiento o sin él, cierto pedigrí social. Es el caso, por ejemplo, de ese artista cincuentón, en otro tiempo filosocialista convencido y antipujolista acérrimo, que se declara ahora sin tapujos partidario del nuevo régimen. «Yo no soy socialista; yo soy del tripartito», dicen que va por ahí diciendo. Bien es verdad que sus ingresos, que han sido casi siempre públicos, han aumentado considerablemente en los últimos años. Pero, en fin, se equivocaría quien atribuyese esa súbita adscripción tripartita a la codicia o a la simple conveniencia. En absoluto. Se trata de algo mucho más profundo, consustancial a la izquierda catalana, algo que ha hallado en la actual coalición de gobierno su más feliz expresión. Tres en uno. Para la inmensa mayoría de estos ciudadanos, no existe, créanme, mejor linimento.

ABC, 24 de mayo de 2008.

Yo soy del tripartito

    24 de mayo de 2008
A Josep-Lluís Carod-Rovira no le parece mal que el Gobierno que vicepreside haya encargado a lo largo del año 2007 1.583 informes por un valor cercano a 32 millones de euros y que los destinatarios de estos encargos sean los amigos de este gobierno. Es más, no sólo no le parece mal, sino que lo considera absolutamente normal. Lo que dejaría de ser normal, a su juicio, es que «las personas que tienen una ideología o simpatizan con un partido determinado no pudieran trabajar». ¿La razón?: «Sería el final del sistema democrático».

Yo no sé, francamente, si eso sería el final del sistema democrático o más bien el principio, pero lo que sí sé es que el vicepresidente autonómico no miente. Que dice lo que piensa, vaya. Y se lo agradezco. ¡Qué distinto el discurso de Carod del de Montilla! Lo que en uno es transparencia, en el otro es opacidad. Y a los políticos, lo primero que hay que pedirles es que sean claros, que digan la verdad. Luego ya juzgaremos los demás si esa verdad es buena o mala, digna o indigna, loable o execrable. Pero lo primero, insisto, la verdad.

Y, ya puestos en materia, no hay duda que la denuncia del sindicato Manos Limpias que la Fiscalía ha empezado a investigar por si lo denunciado fuera constitutivo de delito afecta a la propia esencia del sistema democrático. Porque lo que aquí está en juego es el uso de cerca de 32 millones de dinero público. Dejemos a un lado la naturaleza de muchos de estos informes y su más que discutible necesidad. Olvidémonos del seguimiento de la concha brillante, del manejo del cultivo de la chufa, de la elaboración de argumentos para el fomento de juguetes no sexistas, del censo para el plan integral del circo o del proyecto fabulario sobre brujas y brujos, y centrémonos en el sistema de concesión. La ley prescribe que todo encargo de la Administración que supere los 12.000 euros deberá adjudicarse a través de un concurso público, al que podrán presentarse cuantos particulares o empresas lo deseen. Eso es, los amigos y los que no lo son. En cambio, por debajo de los 12.000 no hay que andarse con chiquitas; se le da al amigo y sanseacabó. De ahí que muchos de los encargos estén rondando la cifra mágica —hay un montón de 11.800 o 11.900 y pico, como con las rebajas— y que algunos cuyo montante supera de largo la cantidad límite se hayan subdivido en distintas partidas inferiores a 12.000 euros para salvar el escollo del concurso.

Todo esto es lo que Carod juzga normal y democrático. Yo, qué quieren, lo encuentro amoral y antidemocrático. Y, por usar el adjetivo que Arcadi Espada aplicó a comienzos de 2005 al primer gobierno tripartito, profundamente obsceno. Es lo que tiene la verdad cuando se exhibe sin pudor ninguno. Lo podrido huele a podrido. Y el drama es que esa podredumbre de la política catalana, personalizada en su gobierno, parece ya congénita. O sea, inevitable.

ABC, 17 de mayo de 2008.

Un gobierno obsceno

    17 de mayo de 2008
El presidente Tarradellas no tiene suerte. Ya no son sólo las memorias de Josep Benet (Edicions 62, 2008), donde sale hecho una piltrafa -Benet, al tiempo que exculpa a Companys, acusa a Tarradellas de ser el máximo responsable de buena parte de los 8.000 asesinatos cometidos en la Cataluña republicana durante la guerra civil-, sino también Madrid. En fin, más que Madrid, los catalanes de Madrid. No le quieren. No quieren que su nombre luzca en el frontispicio de un colegio público de la capital. Contrariamente a los deseos de la presidenta Aguirre, no habrá CEIP Presidente Tarradellas. O, lo que es lo mismo, no habrá en Madrid un colegio donde se imparta, al menos, un tercio de las asignaturas en catalán. Cumplido el plazo de matrícula, únicamente se han registrado once solicitudes. Sí, once. Siete corresponden a los tres años de educación infantil y las cuatro restantes a primero y tercero de primaria. Y, claro, con esos números no se abre ningún colegio. La Consejería de Educación había establecido un mínimo de 10 alumnos por nivel -el mínimo para que pueda darse un proceso de socialización- y lo máximo que se ha alcanzado son cuatro alumnos en el tercer curso de infantil. O sea que nada. Otra vez será. O no.

Porque no parece lógico que en una Comunidad donde residen 44.000 catalanes, y la mayoría de ellos en Madrid, no existan por lo menos 90 familias interesadas en que sus hijos sean escolarizados también en catalán. Es verdad que el hecho de que no se ofreciera más que un centro escolar con semejante servicio suponía una desventaja; los padres suelen buscar un colegio que esté cerca de casa. Y es verdad, como apuntaba el otro día el delegado Cuervo, que ya hay unas 450 personas que estudian catalán por otros medios. Pero, más allá de estas circunstancias, la desproporción sigue siendo apabullante: 11 de 44.000. Y, aunque sólo hubiera un centro, se trataba de un centro céntrico y excelentemente comunicado, a un tiro de piedra de Chueca y Malasaña.

Por otra parte, la iniciativa había sido generosamente publicitada: con una rueda de prensa de la consejera Fígar, con anuncios en periódicos de gran tirada e incluso mediante una carta de la propia consejera a los 800 socios del Círculo Catalán de Madrid. Y, aun así, agua.

Todo ello, claro, no tendría la menor importancia si no fuera por el ahínco con que el nacionalismo catalán echa mano del agravio comparativo en lo que a la enseñanza de la lengua -y en la lengua- se refiere. Ya saben, aquello de «no vamos a hacer en Cataluña lo que ellos no hacen en Madrid». Pues, miren, en Madrid ya lo han hecho. Ahora les toca a ustedes. Para no ser más, pueden empezar también con un solo centro. Eso sí, que sea céntrico, que esté bien comunicado y que la oferta sea publicitada debidamente a través de todas las Casas Regionales. ¿Qué se apuestan a que el resultado es muy distinto? Venga, valientes, ¿a qué esperan?

ABC, 10 de mayo de 2008.

Presidente Tarradellas

    10 de mayo de 2008
Es posible que España se merezca otra derecha. Pero les aseguro que también se merece otra izquierda.

Alfonso Guerra, ese diputado incombustible que todavía levanta el puño y se anuda el pañuelo del sindicato cuando visita la cuenca minera asturiana, acaba de dar pruebas de su gran hondura moral. A raíz del cese de Eduardo Zaplana como diputado en el Congreso y de su incorporación a Telefónica como delegado del Grupo en Europa, a Guerra le ha faltado tiempo para escupir que los dirigentes de la derecha se sirven de la política para lograr un estatus social que les permite, el día de mañana -o sea, el día en que el partido o las urnas ya no los quieren donde ellos quisieran estar-, hincharse a ganar dinero.

De Zaplana pueden decirse, por supuesto, muchas cosas, y muchas de ellas nada decorosas. Lo mismo que Jaume Matas, su cuñado valenciano -y lo de valenciano vale igual por el lugar donde se conocieron que por el parentesco que resulta de estar casados con primas hermanas-, ha dejado la política cuando se le ha acabado la posibilidad de mandar, con lo que ha demostrado su escasa altura ética y un nulo sentido de la responsabilidad. Ahora bien, que la alternativa a un sueldo de diputado sea otro sueldo y no, por ejemplo, un atraco o un chantaje, no parece que deba ser reprobable, incluso si el segundo sueldo multiplica por diez el primero. Que se sepa, las leyes del mercado no las ha inventado Zaplana.

Claro que para alguien como Guerra la alternativa a un sueldo de diputado no puede ser sino otro sueldo de diputado. No en vano él es el único de nuestros representantes políticos que no ha faltado a la cita con las Cortes desde las primeras elecciones democráticas, celebradas en junio de 1977. Lo cual no ha impedido, por cierto, que en el entorno del diputado, y en especial, en el familiar, se haya producido a su costa más de un trapicheo.

Pero es que, encima, el mundo de los negocios está lleno de ex políticos de izquierda. En los consejos de administración de la propia Telefónica figuran, sin ir más lejos, Javier de Paz, ex secretario de las Juventudes Socialistas y ex director general de Comercio, y Narcís Serra, ex vicepresidente del Gobierno. Y en otras empresas no digamos. ¿Y? Pues nada, claro. Si, una vez abandonada la política activa, alguien les ofrece un trabajo y ellos lo aceptan gustosos, ¿acaso se les puede reprochar? ¿En nombre de qué? ¿De la izquierda? Por Dios, esto sería antes de Pablo Iglesias. Hoy en día, el que no corre vuela. Y, si no, fíjense en David Taguas, que ha pasado en un santiamén de asesor económico de Rodríguez Zapatero a presidente del «lobby» de constructores.

De ahí que el comentario de Alfonso Guerra, aparte de poseer el mismo valor que el puño en alto o el pañuelo anudado al cuello, ilustre la mar de bien esa doble moral, tan propia de nuestra izquierda.

ABC, 3 de mayo de 2008.

La doble moral de la izquierda

    3 de mayo de 2008
En el pasado número de esta revista [Registradores de España], en la sección «Contrapunto», David Gistau y Rafael Reig se preguntaban en sendos artículos si eso de escribir es algo que puede enseñarse. El primero lo hacía como «periodista y escritor». El segundo, como «escritor y periodista». Ignoro si fueron ellos quienes escogieron los apelativos asociados a su firma o si fue la propia revista. De la misma manera que ignoro si el orden de aparición de ambos términos fue casual u obedeció, por el contrario, al carácter especular de la sección. Sea como fuere, la anécdota revela la indiscutible fortaleza de la dualidad. Periodista y escritor —o escritor y periodista—. Cojan al azar una publicación cualquiera, busquen en las páginas dedicadas a la opinión y allí, antes o después, encontrarán la fórmula.

Por supuesto, nada tengo contra el derecho de alguien a considerarse, a un tiempo, periodista y escritor. Ni contra el derecho de los demás a considerarle así. Faltaría más. Pero ello no impide que el recurso a semejante dualidad —y, muy especialmente, su generalización en los medios— resulte, hasta cierto punto, paradójico. Y es que, si bien se mira, no estamos ante dos categorías del todo independientes y, en consecuencia, fácilmente disociables, sino más bien ante dos estadios de una sola categoría. Ya lo indicó Josep Pla en un artículo de 1929: «Son oficios del mismo color; el periodista es el peón, el literato es el albañil de la misma construcción». Es verdad que, con estas palabras, el escritor ampurdanés aludía sobre todo al carácter subalterno del periodismo con respecto a la literatura; pero no lo es menos que, a la vez, ponía de manifiesto la continuidad entre una y otra actividad, su pertenencia al tronco común de la escritura.

Así las cosas, ¿tiene sentido seguir identificando a alguien como periodista y escritor, cuando bastaría con llamarlo escritor? Pues seguramente sí lo tiene, en la medida en que dicha identificación no atiende tanto a la naturaleza del instrumento de trabajo —el lenguaje— como al producto de la actividad: en un caso, el artículo de periódico o de revista; en el otro, el libro. Y seguramente también porque, detrás de la distinción, está la creencia, bastante asentada en el común de la gente, de que, así como el periodismo trata siempre con la realidad, la literatura lo hace siempre con la ficción, por lo que no conviene confundir ambas disciplinas. Y ya se sabe que, contra las creencias, no vale razonamiento alguno.

Pero no todas las dualidades con que nos regala el mundo contemporáneo son del mismo tenor. También las hay menos pertinentes. O, por hablar claro, de una licitud más que dudosa. Pienso, por ejemplo, en una de aparición muy frecuente que atañe al campo de la vida pública. Y de los medios de comunicación, puesto que, en general, suele darse bajo los focos y con un mar de micrófonos a un palmo de quien la profesa. Seguro que el lector ha visto alguna vez a un político, a un cargo público o a un representante de una corporación responder a una pregunta más o menos comprometida y a continuación añadir: «Eso, que conste, lo digo a título personal». Con lo que es como si no lo hubiera dicho, pero habiéndolo dicho.

Por descontado, nada hay que objetar a la posibilidad de que alguien tenga una doble vida y haga uso de ella. Pero semejante dualidad no le da derecho a confundir lo público con lo privado y a beneficiarse de esta mezcolanza. Si uno está bajo los focos y con el micrófono delante es, muy precisamente, por su faceta de personaje público. Y por nada más. De ahí que todos sus actos —incluidos, por supuesto, los locutivos— deban sujetarse a esta circunstancia. ¿Que no puede decir según qué? Pues no le quedará más remedio que aguantarse —eso es, callar o limitarse a expresar lo que su nivel de representación le permite en aquel momento expresar—. Cualquier otra salida será una salida en falso. Cuando no una inmoralidad.

A fin de cuentas, para que una dualidad constituya en verdad una riqueza, deberá discurrir por unos cauces determinados. Dos mejor que una, sí. Pero dentro de un orden.

Registradores de España, nº 44 (mayo-junio 2008).

Dualidades

    1 de mayo de 2008