Cualquiera que se haya acercado a la recién estrenada ley de Memoria Democrática sin otros prejuicios que los que van sedimentando de forma irremediable en todos nosotros la experiencia y el conocimiento, convendrá conmigo en que se trata de una ley de parte, en las antípodas de ese buenismo presuntamente inclusivo formulado en el preámbulo: “Con esta ley se pretende cerrar una deuda de la democracia española con su pasado y fomentar un discurso común basado en la defensa de la paz, el pluralismo y la condena de toda forma de totalitarismo político que ponga en riesgo el efectivo disfrute de los derechos y libertades inherentes a la dignidad humana”. Basta con recordar lo legislado durante los distintos gobiernos presididos por Pedro Sánchez, para concluir que, al menos hasta la fecha, no ha habido jamás voluntad alguna de “fomentar un discurso común” en ningún ámbito. ¿Lo habrá a partir de ahora en relación con esa deuda que, según el legislador, tiene contraída la democracia española con su pasado?

Difícilmente. Una simple cata del texto resulta más que suficiente para comprobarlo. Esta ley mal llamada de Memoria Democrática persigue como su predecesora de 2007, pero doblando la apuesta, el enaltecimiento del antifranquismo, o sea de la izquierda y los nacionalismos periféricos, y, a un tiempo, el blanqueo de la actuación de las fuerzas políticas ideológicamente afines durante la guerra civil. Su objetivo, pues, no es en absoluto favorecer la unión de los españoles sino, muy al contrario, potenciar la división y el enfrentamiento entre ellos. Mediante un planteamiento maniqueo que arranca en el preámbulo e impregna todo el articulado, la ley bosqueja un relato del pasado que refuta las evidencias aportadas por las más recientes investigaciones historiográficas sobre la Segunda República y la guerra civil. En otras palabras, un relato del pasado por completo ajeno a la verdad.

Este domingo Marcos Ondarra daba cuenta aquí mismo de lo que en el Ministerio de la Presidencia, Relaciones y Memoria Democrática, semillero del nuevo texto legal, entienden por víctima de la guerra civil. En respuesta a la petición de un particular, el organismo ha reconocido no tener constancia de la existencia de más de dos millares de víctimas de las Patrullas de Control del Comité Central de Milicias Antifascistas de Cataluña enterradas furtivamente durante la contienda, por lo que no figurarán en principio en el Censo Estatal previsto en la ley. Y ello a pesar del hallazgo de un informe judicial de 1937 en el que se reconocía su existencia. A su vez, la Dirección General de Memoria Democrática de la Generalidad catalana se ha negado reiteradamente a atender la petición de la Asociación Raíces para que se exhumen los restos de 700 víctimas de la represión en la retaguardia republicana ubicados en una fosa del municipio de Montcada i Reixac. No hay duda de que la connivencia entre el Gobierno central y el de la Generalidad sigue dando sus frutos.

Y así como, en función de los cuerpos que contienen, hay fosas de primera –las que se excavan– y fosas de segunda –las que permanecen sin abrir–, también hay victimarios cuya posterior condición de víctimas parece haber eximido de su responsabilidad criminal. El ejemplo más notorio, aunque la condición de victimario se limite en su caso al campo de la responsabilidad política, es el del expresidente de la Generalidad Lluís Companys, fusilado por los franquistas en 1940 en el Castillo de Montjuïc tras un juicio sumarísimo. Como bien sabe cualquier persona mínimamente formada e informada, Companys, en calidad de máximo representante del Estado en Cataluña, encabezó la intentona golpista del 6 de octubre de 1934 contra la propia República, con el saldo de decenas de muertes, y, ya durante la guerra, se convirtió en máximo responsable político de la represión habida en esta parte de España, cifrada en miles y miles de víctimas. Pues bien, el otro día informaba Voz Pópuli de la proposición no de ley presentada por ERC en el Congreso en la que se solicita, “en virtud de la nueva legislación, la realización de un acto formal de desagravio por parte del Gobierno español” para con la figura de Companys. Ignoro si finalmente la iniciativa prosperará, pero de ser así, espero que los organizadores del acto de blanqueo memorialístico estén a la altura y le pongan como lema aquella máxima ciceroniana según la cual una muerte honrosa puede glorificar una vida innoble.

Así, al menos, tal vez logremos acercarnos, ni que sea un poquitín, al propósito aquel del preámbulo de la ley de ir cerrando esa deuda que, al parecer, la democracia española tiene contraída con su pasado.