Me decía el otro día un amigo en relación con la trayectoria ideológica de un exprofesor universitario y articulista en activo, que sus opiniones de hace años eran muy estimables, pero que en los últimos tiempos el hombre había sufrido una deriva conservadora. Dado que el término deriva suele emplearse, entre otros usos, para referirse a una “evolución que se produce en una determinada dirección, especialmente si esta se considera negativa” (DRAE), deduje que para mi amigo lo de este opinador era algo así como un descarrío, una transición de lo bueno a lo malo, de la virtud al pecado. En otras palabras: a su juicio, una persona de izquierdas que con el paso del tiempo se hubiera vuelto de derechas no habría evolucionado; habría entrado en una franca deriva.
Se me ocurrió entonces que del mismo modo que existían derivas conservadoras, tenían que existir por fuerza derivas progresistas, por más que yo no recordara haberme topado con esta expresión ni oralmente ni por escrito. Acudí, pues, a Google, tecleé “deriva progresista” y me salieron 635 resultados. Existir, pues, existía. Luego hice lo propio con “deriva conservadora” y el buscador arrojó una cifra bastante superior: 3.150, o sea, cinco veces más. No se me escapa, por supuesto, la fragilidad del método, su carácter aproximativo y aleatorio. En días sucesivos repetí las búsquedas y los resultados variaron algo: la brecha se ampliaba o se acortaba, a veces de forma notoria, pero lo que no variaba era la tendencia. La deriva conservadora ganaba siempre por goleada a la progresista. Y en el momento en que escribo este artículo –ayer para el lector–, la relación es de 9 a 1, siempre a favor de la primera.
Que el lenguaje político y periodístico haya tendido a fijar el sintagma “deriva conservadora” antes que el de “deriva progresista” acaso sólo indique qué ideología prevalece entre el profesorado de las facultades de políticas y de periodismo –ese profesorado del que todavía aspira a formar parte Pablo Iglesias en lo tocante a la primera de las facultades y a la Complutense madrileña– y, por extensión, en quienes ejercen dichas profesiones y disponen de tribunas y altavoces para expresarse y hacerse oír. Una ideología, la suya, que se sustenta en la premisa de que lo progresista es lo moral y políticamente correcto, de lo que se sigue que toda evolución hacia posturas conservadoras no puede sino constituir una deriva. Poco importa, en este sentido, que eso que llamamos edad –o sea, el paso del tiempo– actúe en general como lenitivo de las utopías de juventud, y que en ese proceso no intervenga la mayoría de las veces doctrina ninguna. Quien renuncia a una ideología de izquierdas no evoluciona, deriva. Será porque, como afirmaba este mismo lunes Pedro Sánchez en la inauguración de la exposición sobre los últimos 40 años del PSOE, “caminamos con la conciencia tranquila de haber estado en el lado correcto de la historia y eso (…) no hay nadie más que lo pueda decir en nuestro sistema político”.
Mi querido y añorado Horacio Vázquez Rial escribió en el verano de 2011 un artículo titulado “¿Por qué ser conservador cuando se es liberal?” (La Ilustración liberal, 48) en el que, entre otros asuntos, aludía lo que había sido el zapaterismo –agonizante ya por entonces–. Pues bien, en ese breve ensayo Horacio ponía el acento en la obsesión de la izquierda española durante el periodo 2004-2011 por legislar constantemente, por “sobrelegislar”. Una sobrelegislación que no guardaba relación con el número de leyes aprobadas en las Cortes –si uno compara la producción legislativa de esos años con la de los anteriores mandatos de Aznar o los posteriores de Rajoy, y una vez descontadas las leyes debidas a la adecuación al marco europeo, le sale un cómputo muy parecido en cada legislatura–, y sí con la naturaleza de lo legislado. Durante el zapaterismo, advertía el autor, se había legislado sobre lo ya legislado. Y en buena medida no para derogar una ley aprobada por una mayoría conservadora, sino para dar una vuelta de tuerca más a una ley de cosecha propia en vigor. Incluso en los casos en que había habido derogación de una ley de la derecha, lejos de contentarse con retornar a la legislación precedente, la nueva mayoría progresista aprovechaba la ocasión para decantar todavía más la ley conforme a sus querencias particulares. No hace falta añadir, supongo, que desde la moción de censura de 2018 la práctica se ha intensificado hasta extremos que nadie hubiera imaginado. Piensen, si no, en todo lo emanado hasta la fecha del ministerio de Irene Montero, o en la propia Lomloe alumbrada por la exministra Celaá, o en esa ley de Memoria que ha pasado de presuntamente histórica con Zapatero a presuntamente democrática con Sánchez, en una de las operaciones de blanqueo del pasado más ominosas.
De ahí, en fin, que la deriva progresista no responda al mismo patrón que la conservadora. No se suele aplicar, como sería de esperar, a quien siendo de derechas ha evolucionado hasta la izquierda –el caso, por ejemplo, de Jorge Verstrynge–, sino a quien siendo ya de izquierdas ha evolucionado, como el actual Gobierno y la mayoría parlamentaria en que se asienta, todavía más hacia la izquierda. O sea, hasta el borde mismo del despeñadero.