El año en el que todavía andamos está siendo pródigo en conmemoraciones. Se me dirá que es fácil; sin duda. Si ya no existe día en el calendario libre de etiqueta –según compruebo en internet, el de hoy, 30 de septiembre, cuenta con tres: Día Internacional de la Traducción, Día Marítimo Mundial y, agárrense, Día Internacional del Derecho a la Blasfemia–, ¿cómo no va a existir año en el que coincidan un montón de celebraciones? Aunque eso de celebración habrá que ponerlo en cuarentena, pues dependerá de cada caso y de cada uno. Habrá quien lo festeje y habrá quien lo recuerde con un propósito radicalmente distinto.
Este año hemos rememorado la proclamación de la Segunda República española (14 de abril de 1931), la construcción del Muro de Berlín (13 de agosto de 1961) –no se pierdan En el Muro de Berlín (Espasa), la aportación a pie de obra de Sergio Campos Cacho–, el atentado de las Torres Gemelas (11 de septiembre de 2001) y, el pasado fin de semana y con algo de antelación, la fundación, el 14 de noviembre de 1921, del Partido Comunista de España (PCE). No hace falta decir que ha habido más celebraciones este año. Pero esas cuatro comparten, aparte de la redondez de la cifra (90, 60, 30 y 100 años, respectivamente), el que en todas ellas ha tenido un papel decisivo una ideología totalitaria o, si lo prefieren, el pensamiento antiliberal.
Es cierto que en la primera de ellas, la proclamación de la Segunda República, intervinieron otros muchos factores. Y que no todas las ideologías concurrentes eran totalitarias. Pero no hay duda de que el antiliberalismo estaba ya en la base del nuevo régimen, por acción –el propio partido socialista, revolucionario en aquel entonces y mayoritario en la llamada Coalición Republicana– o por reacción –la derecha española, antiliberal en gran medida–. La evolución de aquella República y, en particular, su trágico desenlace, no hicieron sino confirmarlo.
En cuanto al resto de las conmemoraciones, los hechos hablan por sí solos. A la construcción del Muro le corresponde, en aparente contraste, el derribo de las Torres. Se trata, en realidad, de un mismo acto criminal, de una misma manifestación del terror totalitario, por más que la ideología difiera y el conteo de las víctimas resulte tan dispar. ¿Y qué decir del comunismo que no se haya dicho ya? Para empezar, que el español es como los demás. No existe diferencia alguna entre el pensamiento de Lenin y Stalin y el de, pongamos por caso, el actual secretario general del PCE, Enrique Santiago. La insólita supervivencia del comunismo tras el reguero de sangre y de muertos que atesora –considerando todas sus variantes, cerca de 100 millones, tantos como años celebra ahora el PCE– sólo se entiende si se repara en la biología del ser humano y en su fascinación por las ideologías. Por no hablar de su presencia, igual de insólita, en un gobierno democrático, deudora de las apremiantes necesidades de un presidente dispuesto a venderse el alma al diablo con tal de alcanzar el poder y conservarlo.
El pasado domingo se celebraba también el Día Europeo de las Lenguas –que no todos los días mayúsculos han de ser internacionales o mundiales; también los hay europeos–. Y en consonancia con semejante efeméride, un comunista llamado Luis García Montero, al que Pedro Sánchez encomendó hace más de tres años los destinos de la lengua y la cultura españolas en el mundo, esto es, la dirección del Instituto Cervantes, publicaba un artículo encomiástico en El País. Para García Montero, todas las lenguas reflejan una determinada identidad, todas merecen un respeto. Como lo merecen todos los “hablantes nativos de un idioma en el que aprendieron a decir ‘madre, tengo frío’”. Pero, ojo, la globalización acecha: “De nada sirve la universalización abstracta cuando favorece que nos desentendamos de una anciana, vecina del quinto, que muere solitaria y de la que desconocemos el nombre” –por cierto, ¿qué demonios tendrá la cultura española con las vecinas del quinto, ancianas o no?–.
Y no sólo la globalización; también “el desprecio supremacista por las otras formas de ser y hablar”. Pero no tema el lector que García Montero esté aludiendo con ello a los derechos de los millones de castellanohablantes que han nacido o residen en esas regiones periféricas que los nacionalistas de toda laya consideran sus cotos privados. O que se refiera, sin pararse en barras, a los efectos ocasionados por la inmersión lingüística obligatoria en catalán o vascuence en los niños y jóvenes cuya lengua materna es el español. O que tenga en mente la eliminación en la ley Celaá del carácter vehicular del español en la enseñanza –carácter que el propio autor del artículo le reconoce, sin especificar el ámbito, eso sí, “desde sus orígenes”–. O que le quite el sueño, en fin, la proliferación de especies lingüísticas peninsulares que reclaman el reconocimiento de su oficialidad en igualdad de condiciones con nuestro único idioma común.
No. Para el comunista que Luis García Montero lleva dentro, la vulneración de los derechos de los castellanohablantes residentes en su propio país no constituye motivo alguno de preocupación. A su juicio, la única preocupación digna de tal nombre es la que resulta de la globalización, o sea, de la hegemonía lingüística y cultural de la lengua inglesa, encarnada en los Estados Unidos y en el liberalismo consustancial a su misma existencia como nación.