Hubo un tiempo, no muy lejano, en que una parte sustancial de la crítica literaria catalana empezó a admitir en voz alta que Salvador Espriu era tal vez un gran escritor, sí, pero que eso nada tenía que ver con su poesía. En el conjunto de su obra, la producción poética, y en especial la reunida en «La pell de brau» o la salmodiada hasta la náusea por el incombustible Raimon, constituía más bien una rémora. Lo importante de Espriu, lo que hacía de él un gran escritor, era sin duda su prosa, tanto la narrativa como la teatral, donde el dominio del lenguaje y de la composición y el uso inmisericorde de la ironía alcanzaban los máximos destellos. Pues bien, el pasado miércoles, en el marco incomparable del Palau de la Música Catalana, se dio por inaugurado el Año Espriu, que conmemora el centenario de su nacimiento, con un espectáculo piropolítico —y entiéndase la alusión al fuego en un sentido estrictamente figurado— en cuyo guión no hubo otro ingrediente literario que la poesía. O sea, que la parte más ramplona, más mediocre, más vulgar de su obra. Y más patriótica, claro, que por algo Espriu fue entronizado en su momento, y sin que él opusiera la menor resistencia, como «poeta nacional de Cataluña». Por el escenario del Palau desfilaron toda clase de rapsodas —poetas, actores, cantautores— y no faltaron tampoco en él los políticos del país. Y al más alto nivel: consejero de Cultura, alcalde de Barcelona, expresidente de la Generalitat y padrino del actual presidente —que no tomó la palabra—, y, «last but not least», el propio Artur Mas, quien acababa de vivir en el Parlamento autonómico otro espectáculo piropolítico, centrado en esta ocasión en la declaración de soberanía, y fue recibido, cómo no, al grito de «independencia». En su alocución marinera —el hombre no para de navegar—, Mas sostuvo que Espriu era «una de las mejores guías de viaje» de que podía proveerse Cataluña ahora que ya ha zarpado. Una guía de viaje, dijo. ¡Pobre Espriu!

(ABC, 26 de enero de 2012)

¡Pobre Espriu!

    26 de enero de 2013