La política catalana se parece cada vez más a unas arenas movedizas. Y ello en la doble acepción del término. Por un lado, está el desplazamiento de sus partes, sujetas a los golpes de viento disgregadores; por otro, la fragilidad del terreno, fuertemente erosionado e incapaz de soportar por más tiempo la vieja arquitectura de los partidos. Desde que el pasado 11 de septiembre el presidente de la Generalitat se sintió llamado a interpretar lo que el llamó la voluntad del pueblo catalán y que no era sino la de la parte del pueblo que había salido a la calle animado en buena medida por sus propias proclamas, ya nada es lo que era. La primera evidencia de esa mutación la tuvimos en los resultados de las elecciones autonómicas del 25 de noviembre. Con una participación nunca vista en esta clase de comicios, los dos grandes partidos sufrieron un batacazo considerable. Lejos de crecer, menguaron —en votos, porcentaje y escaños—, lo que en el caso de la fuerza gobernante resultó especialmente llamativo, puesto que el candidato a la reelección había planteado la cita electoral como una suerte de plebiscito para el que había reclamado incluso una mayoría excepcional. (En fin, lo que resultó llamativo no fue tanto el batacazo como que el principal protagonista del mismo no presentara al punto su dimisión; pero ya se sabe que los visionarios no suelen dar fácilmente su brazo a torcer.)

Esa pérdida de apoyos de CIU y PSC tiene que ver sin duda con su carácter de partidos de aluvión, el primero, y de amalgama, el segundo. En lo concerniente a la federación nacionalista y, en particular, al mayor de los dos partidos que la integran, ya su creación misma en torno a la figura de Jordi Pujol facilitó la progresiva concurrencia bajo unas mismas siglas de ideologías diversas —conservadoras, liberales, socialdemócratas— unidas por un catalanismo más o menos palmario. Luego, la coalición con los democristianos de Unió amplió el abanico ideológico, al tiempo que procuraba al socio mayor un marchamo de legitimidad histórica del que carecía. Añádase a lo anterior el efecto llamada que resulta del ejercicio continuado del poder —al margen incluso de cualquier profesión de fe catalanista— y se comprenderá hasta qué punto el sostén electoral de CIU ha sido y es de lo más variopinto.

En cuanto al PSC, si bien en la gestación del partido confluyeron diferentes siglas, todo acabó reduciéndose a la dualidad entre el socialismo autóctono, de matriz catalanista y esencialmente burguesa, y el socialismo obrero español, ajeno al hecho identitario y arraigado en gran parte en los sectores urbanos y metropolitanos más populares. Esos dos socialismos —o esas dos almas del partido, como se ha convenido en llamarlos— se han repartido a lo largo de décadas el tablero de juego, conforme a la naturaleza de la cita electoral: las autonómicas han sido cosa del primero; las generales —y, hasta cierto punto, las municipales—, del segundo. De ahí que los apoyos recibidos en cada una de estas citas se hayan revelado también sustancialmente distintos, lo mismo en años de bonanza que de infortunio.

Pero, como decíamos, el pasado 25 de noviembre tanto CIU como PSC salieron malparados de la convocatoria electoral. Y por más que en ello influyera la situación económica —esto es, la creencia de que ambas formaciones, en la medida en que habían tenido responsabilidades de gobierno en Cataluña, eran culpables de la eclosión y ensanchamiento de la crisis—, no fue esta la principal causante de la pérdida de sufragios. La polarización de la campaña en torno a la futura consulta independentista retrajo sin duda alguna el voto de importantes sectores de sus respectivos electorados, que prefirieron apostar por otras opciones. Por lo demás, en los dos meses transcurridos desde entonces ninguna de las dos fuerzas políticas ha hecho propósito de enmienda. Al contrario. CIU se ha puesto en manos de ERC, con la que ha suscrito un acuerdo de gobierno centrado en la celebración de un referéndum para 2014 —amén de una serie de medidas impositivas ajenas por completo a su ideario— y cuya concreción más rumbosa es esa «declaración de soberanía» que ha monopolizado en las últimas semanas el debate político catalán. Y el PSC ha seguido moviéndose entre dos aguas, mareando la consulta y las declaraciones y soltando propuestas alternativas, a cuál más estrafalaria —y todo ello, claro, con las tibias llamadas por parte del partido hermano, el PSOE, a respetar el marco legal—. El último episodio de ese desbarajuste tuvo lugar el pasado miércoles en el Parlamento de Cataluña cuando cinco diputados socialistas, contraviniendo a las órdenes del partido, que había decidido votar en contra de la mencionada «declaración», optaron por abstenerse.

Así las cosas, no es de extrañar que los sondeos más recientes certifiquen esa tendencia a la baja de ambas fuerzas políticas. Y que en el caso de CIU la caída sea espectacular, puesto que, de celebrarse ahora nuevas elecciones, la formación liderada por Artur Mas perdería una quinta parte de los escaños de que dispone en el Parlamento autonómico. Todo indica, pues, que ese conglomerado ideológico en el que ha venido asentándose la federación nacionalista y que parecía haber superado incluso la ausencia de Jordi Pujol como factor aglutinante, se está resquebrajando sin remedio. Y no, como sostienen algunos, porque los apoyos se hayan desplazado hacia el independentismo, o sea, hacia ERC. No, ese trasvase, aunque existente, agotó ya gran parte de su caudal el 25 de noviembre. Lo que se está dando ahora son, sobre todo, otra clase de deserciones, caracterizadas en su mayoría por la moderación o, si lo prefieren, por el miedo a la aventura soberanista, cuando no por su rechazo puro y simple. En este punto, puede decirse que la renuencia de Unió y de su máximo dirigente a la «transición nacional» auspiciada por Mas, perceptible ya en los enfrentamientos públicos entre ambos partidos, ha hecho mella.

Como la ha hecho —en menor medida, entre otras razones porque en este caso no hay tanto que perder— la postura del PSOE con respecto al PSC. Y ello pese a la consideración, o sea, a la falta de apremio, con que los dirigentes del partido madre han tratado en todo momento el asunto. De un modo u otro, el alma españolista del partido se está quedando sin cuerpo socialista en que encarnarse. Y la catalanista tampoco se libra de los abandonos. Está visto que en los tiempos que corren no existe peor receta que combinar la indefinición con las contradicciones.

Sea como fuere, el sistema catalán de partidos heredado de la transición —de la Transición por antonomasia, se entiende— ha entrado en crisis. Se acabó la formación hegemónica con vocación de gobierno y base electoral amplia y diversa, como ha sido hasta no hace mucho CIU. Se acabó la eterna fuerza opositora, cuyo papel ha correspondido, excepto en los años del tripartito, al PSC. Se acabó el contraste entre los dos grandes y el resto. Lo que nos espera —en un futuro inmediato, al menos— es un conjunto mucho más equilibrado de opciones partidistas, con posturas definidas en torno al encaje o a la falta de encaje de Cataluña en España y las lógicas divergencias con respecto al modelo de sociedad. Todo lo cual no garantiza, por supuesto, estabilidad ninguna. Sólo una mayor claridad. Aunque sea la que resulta de contemplar en un mismo marco político a quienes están a favor de mantener las reglas del juego y las respetan, junto a quienes no persiguen otra cosa que terminar con ellas a toda costa.

(ABC, 28 de enero de 2013)

Arenas movedizas

    28 de enero de 2013