Decía Stéphane Lauzanne en
Sa majesté la presse (1925), un libro que gozó de cierto predicamento entre los reporteros catalanes de finales de la década de los veinte, que un periodista no era merecedor de tal nombre si no poseía dos grandes cualidades, la visión y el estilo. Por visión, el entonces redactor jefe de
Le Matin entendía la capacidad de abarcar en un abrir y cerrar de ojos la totalidad de una escena, de captar al vuelo un gesto, una mirada; por estilo, la de describir, en un número de líneas determinado, lo que uno había sabido ver. Pues bien, así las cosas, no hay duda de que Irene Polo, iniciada en el periodismo en 1930, tuvo visión y tuvo estilo, y ello en un grado considerable. No fue la única, ciertamente. Polo (Barcelona, 1909) formó parte de una generación, la de los nacidos entre 1897 y 1911 –vamos a dar por bueno el periodo orteguiano–, cuya producción alcanzó su máximo nivel en los años treinta y que no sería en lo sucesivo, por razones que resultaría prolijo enumerar aquí, superada por ninguna más. Fue la generación que sustituyó las patas de la mesa de redacción por las propias, esto es, la que salió a la calle y echó a andar para después contarlo; la que apostó, en especial, por un género, el reportaje; la generación, en fin, de Manuel Chaves Nogales, Josep Pla, Paulino Masip, Eugenio Montes, César González-Ruano, Josep Maria Planes, Josefina Carabias o Carles Sentís, entre otros muchos.
En ella Irene Polo tuvo un papel relevante –aunque limitado, claro está, al radio de influencia de la prensa en catalán y a los pocos años, seis apenas, en que ejerció el oficio–. Desde sus primeros reportajes, a mediados de 1930, en la excelente y efímera revista
Imatges –que Sergi Doria rescató felizmente del olvido hace ya más de una década– hasta la última pieza publicada en el modernísimo vespertino
Última Hora, el 5 de febrero de 1936, sus escritos obtuvieron el favor del público, cuando menos a juzgar por lo que han referido, en sus libros de memorias, algunos de sus compañeros de profesión y por las controversias de todo tipo que suscitaron y cuyo rastro puede seguirse en los diarios de la época. Es verdad que esa notoriedad de la periodista cabe atribuirla, en gran medida, a los temas de sus reportajes. Sobre todo a partir del momento en que estos derivan hacia las cuestiones sociales y hacia la consiguiente denuncia: los asilos de Barcelona y el problema de la mendicidad; la convivencia entre nativos e inmigrantes en las minas de potasa de Sallent, donde el terrorismo anarquista había encontrado un caladero; o, más generalmente, los conflictos derivados del mundo laboral y de las condiciones de trabajo de muchos empleados. Luego, esa denuncia la extenderá Polo al campo de la política, con una serie de reportajes sobre las prácticas corruptas y violentas de los capitostes de Estat Català o con el relato del famoso mitin de José María Gil Robles y las Juventudes de Acción Popular en El Escorial, de abril de 1934.
Y si es cierto que la notoriedad de su trabajo guarda relación con ese afán por denunciar cuanto merecía ser denunciado, también lo es que su condición de mujer, y de mujer moderna, ilusionadamente republicana, de costumbres liberales –practicante, por ejemplo, del nudismo–, con una homosexualidad nada reprimida, debió de contribuir, en un oficio ocupado de punta a cabo por los hombres, a acrecentar esa curiosidad, ese interés por ella y sus trabajos. Pero, sin menoscabar en absoluto dichos factores, lo que en verdad debía de atraer del periodismo de Irene Polo –y, sobre todo, lo que sigue atrayendo de él cuando han pasado más de tres cuartos de siglo– es, por volver a Lauzanne, su visión y su estilo. Lo mismo sus reportajes que sus entrevistas o sus comentarios tienen siempre ese destello de inteligencia proyectada sobre el detalle, el gesto o la palabra que sirve para caracterizar un ambiente o un personaje. Una inteligencia, por cierto, no exenta de humor ni de candor. En este sentido, es muy posible que el yo de la reportera, exhibido sin reserva alguna cada vez que la situación lo aconseja o el diálogo lo exige, al ser un
yo veinteañero, ayude a crear esa sensación candorosa, que tan productiva resulta.
Lo que nos lleva a hablar del estilo. Porque el estilo de la periodista es fiel a esa ingenuidad. Al menos a primera vista. Su lenguaje es llano, directo, surcado de castellanismos propios del catalán de Barcelona. Polo tuvo que abandonar los estudios muy joven para ganarse la vida durante cerca de tres años –lo confiesa en uno de sus reportajes– “en una de esas compañías” donde el trabajo “embrutece”, por lo que su formación fue en gran medida autodidacta. De ahí, sin duda, esa falta de andamiaje académico en su escritura, esa espontaneidad tan próxima a la oralidad que la caracteriza. Lo que no impide, claro, que su estilo sea el resultado de un artificio; solo que en ese artificio la base coloquial es la que manda. Por lo demás, las frecuentes interpelaciones al lector y hasta ese humorismo, más o menos larvado, al que ya me he referido favorecen también la coloquialidad en que se sustenta su prosa y que constituye, al cabo, uno de los rasgos más notorios de su producción.
Pero lo que convierte a Polo en una periodista de su tiempo, distinta incluso en eso a algunos de sus compañeros de generación, es la costumbre de ir dejando en el reportaje el rastro de su propio quehacer –el
modus operandi, como si dijéramos–. Julio Camba, en un artículo publicado durante la Gran Guerra, había atribuido esa característica al periodismo americano. Claro que Camba la vinculaba al sensacionalismo de los Hearst y Pulitzer, que les llevaba a falsear la realidad con tal de ir aumentando las ventas y donde el propio reportero y sus hazañas asumían un papel protagonista, más próximo a las de un explorador intrépido que a las de un sabueso policial. No es este el caso de Polo, por más que en muchos de sus trabajos su presencia en la narración sea notoria y su función consista también en pesquisar. Y no lo es, en primer lugar, porque aquí no hay ficción ninguna y, luego, porque la reportera no se erige nunca en protagonista de lo que narra. Lo que sí hace es dejar constancia de su presencia en el lugar de los hechos, como si de la baba de un caracol –y ustedes perdonen la analogía– se tratara. A veces, con fórmulas del tipo “yo he visto”, “yo he estado” –tan usadas en estos mismos años por Chaves Nogales, entre otros–, a veces con la simple enumeración de los pasos dados para llegar a donde se ha llegado. Valor testimonial, pues. Pero, al mismo tiempo, valor demostrativo, probatorio –factual, en una palabra–. Hasta el punto de que el recurso puede erigirse incluso en el eje del reportaje, como ocurre con el que dedicó en
Imatges a la caza y captura de Francesc Cambó en busca de unas declaraciones imposibles sobre los propósitos políticos del dirigente de la Lliga, o como el que acompaña estas líneas, publicado en
Opinió, en que el objetivo de entrevistar a Pedro Rico acaba frustrándose, qué remedio, y el resultado es un retrato primoroso del alcalde republicano de Madrid.
A principios de enero de 1936, a raíz de la muerte de Valle-Inclán, Polo entrevistó para Última Hora a Margarita Xirgu, que estaba representando en aquel momento, en el Principal Palace de Barcelona,
Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores, de García Lorca. En realidad, eran las últimas actuaciones de la actriz y su compañía en España, pues se aprestaba a iniciar una gira de dos años por la América hispanohablante. Según había indicado la propia periodista en un artículo publicado en septiembre del año anterior en
L’Instant y dedicado precisamente a Xirgu, la mencionada tournée obedecía más a la falta de perspectivas profesionales de la actriz en su país que al deseo de conquistar nuevos públicos. Y, así las cosas, a Polo se le había escapado entonces un “de buena gana os seguiría, admirable Margarita Xirgu”, en el que sin duda influía, aparte de otros factores, un reciente desengaño amoroso que invitaba a poner agua de por medio. Quizá por esa razón, cuando al realizarle meses más tarde la entrevista y pedirle medio en broma que se la llevara de gira se encontró con que la actriz le proponía muy en serio que se embarcara con ella como representante de la compañía, no se lo pensó dos veces y le respondió que encantada. La profesión, a la que estaba muy ligada, le ofreció aquel enero un banquete de despedida. Ella prometió realizar grandes reportajes durante el viaje y, a su término, reintegrarse al oficio. No pudo cumplir sus promesas. Envió un solo artículo a la revista
Meridià, en enero de 1938, y jamás volvió a pisar su amada Barcelona ni a ejercer el periodismo.
Irene Polo se suicidó en Buenos Aires, el 3 de abril de 1942, víctima de una larga depresión. Tenía 32 años.
(Letras Libres, agosto de 2012)