Uno de estos libros para nosotros inexistentes, y cuya inexistencia nunca lamentaremos bastante, es el ensayo de Jacqueline de Romilly «L’enseignement en détresse». Cuando su autora lo publicó, en 1984, contaba con setenta años de edad y con casi cincuenta dedicados a la enseñanza de la lengua y la cultura griegas. Además, había escrito numerosas obras, la mayoría en torno a la Grecia Antigua y alguna también sobre la docencia. Pero fue en el cuarto de siglo posterior —y hasta el año mismo de su muerte, en 2010, con 97 cumplidos— cuando su producción ensayística alcanzó las máximas cotas. De ese periodo data su Pourquoi la Grèce? —este sí traducido—, que Mario Vargas Llosa reivindicaba no hace mucho como antídoto intelectual a no pocas de las tribulaciones por las que pasa hoy en día Europa. Romilly tiene también entre sus méritos el haber sido la primera mujer en formar parte del Collège de France, la segunda en ingresar en la Academia Francesa —la primera fue Yourcenar— y la quinta en recibir la Gran Cruz de la Legión de Honor.
Pues bien, cuando esa humanista auténtica —como la definió Carlos García Gual en la necrología que le dedicó— sintió la necesidad de escribir un ensayo sobre el estado de la enseñanza en Francia, lo hizo movida por dos impulsos, el de helenista y el de docente, que en su caso eran uno y lo mismo. La reforma radical del sistema educativo, en sus tramos primario y secundario, llevaba ocho años vigente —desde la ley Haby, de 1975— y sus efectos, pues, podían ya evaluarse. Por otra parte, se estaba debatiendo entonces en la Asamblea Nacional y en la opinión pública el contenido de la nueva ley sobre la enseñanza superior —bautizada con el nombre del ministro Savary y que entraría en vigor el mismo 1984—, lo cual permitía disponer de la última pieza que faltaba en el proceso de remoción del sistema. En síntesis, una visión de conjunto era ya posible y, para alguien como Jacqueline de Romilly, además de posible, obligada.
En eso consiste «L’enseignement en détresse», en la amarga reflexión de una ilustre docente de setenta años sobre lo que ha devenido la educación en Francia y sobre lo que puede todavía devenir si nadie le pone remedio. Pero la oportunidad de traducir el libro, de contar en el mercado editorial español con una obra titulada «La enseñanza en peligro» —y de contar con ella cuanto antes mejor—, no estaba únicamente en el interés que cualquier persona vinculada a la educación habría tenido por un ensayo de semejantes características —al fin y al cabo, la educación francesa siempre había sido un modelo para el alma ilustrada española—, sino en su valor sintomático y admonitorio. Porque resulta que la reforma implantada por entonces en Francia es prácticamente la misma que ya andaba cocinando en aquella época la izquierda española y que acabaría concretándose primero, de forma tímida, en la LODE (1985) y luego, ya sin rebozo, en la LOGSE (1990). Y porque la obra, escrita con una claridad soberana y dotada de un recio armazón argumentativo —como sólo se encuentran, por cierto, en los grandes ensayistas—, y en la que no falta, aquí y allí, el testimonio personal de la autora, constituye una impugnación en toda regla de los principios rectores del nuevo sistema educativo francés.
Para Romilly, dos son las causas principales del marasmo que aqueja a la enseñanza en su país: el igualitarismo y la politización. Lo que no significa que esas causas hayan surgido en 1975, con la promulgación de la ley vigente. No, son manifiestamente anteriores. Sólo que la ley las ha entronizado, les ha dado carta de naturaleza oficial, las ha vuelto sistémicas. Y, de resultas de ello, sus efectos se perciben ya, ocho años más tarde, en el conjunto de la enseñanza secundaria y hasta en la superior. El igualitarismo es la negación de la emulación y de la selección. Es el apercibimiento público al niño que levanta afanosamente el dedo para responder, antes que un compañero de clase, al requerimiento del maestro. Es la comprensividad llevada a sus últimas consecuencias, esto es, a la supresión de los exámenes y las notas y a la licencia para pasar de curso con un montón de materias suspendidas —y, en lo tocante al profesorado, a la eliminación de los concursos y oposiciones, o sea, de la jerarquía—. Es, en definitiva, la abolición de las élites, de la excelencia, en aras de una escuela presuntamente más democrática en la que nadie destaque por encima de nadie. Sobra decir a qué conduce, en última instancia, un sistema educativo regido por semejante principio: a una sociedad amorfa, en suspensión, donde el esfuerzo es algo mal visto y donde no existen ya esas minorías preclaras que son las que terminan por erigirse en faro y modelo del conjunto de los ciudadanos.
La politización, según la autora, afecta sobre todo a la enseñanza superior y a la investigación. Aunque tampoco se libran de ella los tramos inferiores de la enseñanza, donde los sindicatos mayoritarios, que ni siquiera son exclusivos del ámbito educativo, imponen sus consignas y sus censuras, lo mismo entre el alumnado que entre el cuerpo docente. De ahí que la evolución del sistema público tienda a introducir por doquier la politización y a eliminar, en contrapartida, cualquier atisbo de moral, con lo que ello supone de adoctrinamiento de las generaciones futuras.
«L’enseignement en détresse» contiene, claro, mucho más que lo aquí expuesto. En sus páginas también se reivindica, por ejemplo, el papel de la cultura, en tanto que máxima expresión de la continuidad —esto es, de la importancia de la tradición y el conocimiento— y en contraste con la urgencia práctica característica ya de aquellos tiempos. Y se defiende la búsqueda de la verdad frente al relativismo. Y se habla del abandono y degradación de la lengua francesa, cuyo dominio, al igual que el de la filosofía y las lenguas y culturas clásicas, constituyen, para la autora, la piedra angular de cualquier formación humanística. Y se advierte de la dificultad y el peligro de aplicar los patrones científicos a las materias humanísticas, de uniformar ciencias y letras, en una palabra.
Así pues, estaba escrito. Y publicado. Sólo faltaba que alguien tuviera entonces la voluntad de difundirlo y de abrir un debate que acaso —y soy el primero en mostrarme escéptico ante tal posibilidad— habría, si no frenado, sí rebajado hasta cierto punto lo que se nos vino encima a los españoles en los años siguientes. Unos polvos, los de aquella LOGSE, en cuyos lodos seguimos hundidos.
(ABC, 13 de agosto de 2012)