Les supongo al corriente de la última inmoralidad del nacionalismo catalán. No, no me refiero a ese Tribunal de Casación de los tiempos republicanos que presidiera entre 1934 y 1936 el abuelo paterno de Román Gubern y que ahora la Generalitat pretende resucitar para arrebatar competencias al Tribunal Supremo y romper de este modo el principio de unidad jurisdiccional proclamado por el artículo 117 de la Constitución. Me refiero a esa ocurrencia de Antoni Castellà, secretario de Universidades del Gobierno autonómico, consistente en querer cobrarle al Estado la parte alícuota de la matrícula de los 12.500 universitarios procedentes de otras comunidades que cursan sus estudios superiores en Cataluña, esto es, un 85% del coste anual de su educación, lo que vendría a representar unos 100 millones de ahorro anual para las arcas públicas catalanas. «Será el mismo modelo que en el ámbito sanitario, donde hay un fondo para afrontar los gastos que se generan», ha argüido Castellà en defensa de su propuesta. De lo que se deduce, claro, que para él y su gobierno es exactamente igual el caso de un ciudadano que es atendido de modo ocasional por el servicio catalán de salud —se supone que por la imposibilidad de recibir una atención parecida en otras comunidades autónomas— que el de otro ciudadano en edad formativa que, en uso del derecho que le asiste como español —y, por qué no, como europeo—, decide pasar cuatro años de su vida en una localidad catalana, por la simple razón de que ha alcanzado una media académica que le permite matricularse donde lo ha hecho. Lo que estos 12.500 jóvenes aportan en el orden cultural y social, lo que contribuyen con su mera presencia en Cataluña a la tan maltrecha cohesión territorial española, no entraña para la Generalitat ningún valor; sólo un coste. Por no decir un lastre —y, encima, castellanohablante en su gran mayoría—. A este paso, hasta el sustento de las aves migratorias deberá asumirlo el Estado.

ABC, 24 de marzo de 2012.

Doce mil quinientos

    24 de marzo de 2012