Puede que la palabra «miedo» no haya estado nunca tan presente en los medios como durante este verano. Un somero repaso a las portadas de los grandes diarios lo certifica: «EE.UU. devuelve el miedo a los mercados», «El miedo se instala en la bolsa española», «Miedo a un lunes negro», etc. La crisis económica, claro. Y, en especial, su sombra. O, si lo prefieren, la proyección de la crisis en un porvenir cada vez más incierto. En semejante contexto, no es de extrañar que los cuatro días de disturbios, saqueo y pillaje en Londres y demás ciudades inglesas fueran vistos por no pocos comentaristas de la actualidad como la consecuencia inevitable de ese miedo imperante. Un miedo que se evidencia por igual en la violenta desesperación de unos jóvenes a los que la vida parece haber dejado sin argumentos y en la tardía reacción de unas instituciones tan faltas de defensas como de soluciones. Así las cosas, para esos analistas, lo sucedido en Inglaterra este mes de agosto debería ser tomado como un síntoma de la degradación de un sistema de convivencia que ha renunciado a integrar a amplios sectores de la sociedad —los más desfavorecidos— y los ha sumido en la miseria y la marginación.
Una explicación de este tipo, sin ser del todo errónea, requiere, por lo menos, de un buen puñado de acotaciones. Es cierta la tendencia de la sociedad inglesa —y, en mayor o menor grado, de cualquier sociedad existente— a la exclusión de una parte de sus miembros. Ya en sus crónicas londinenses de la segunda guerra mundial, el periodista Augusto Assía, al referirse, admirado, a la capacidad del pueblo inglés para movilizarse ante los bombardeos alemanes —y ello sin distinción de sexo, raza o clase social—, reconocía que una parte de ese pueblo quedaba al margen. Pero una tal exclusión, añadía, en la medida en que era achacable tan sólo a la voluntad del excluido, no empañaba en absoluto la iniciativa. Como si la existencia de ese poso marginal se inscribiera, por derecho propio, en la naturaleza misma de la actividad.
Por supuesto, ni la marginalidad de entonces es comparable a la de ahora, ni la composición de aquella sociedad anterior al desmembramiento del Imperio de Su Majestad se asemeja a la de la establecida hoy en día en torno a Londres y las grandes ciudades del Reino. Pero, aun así, en la mayoría del cuerpo social inglés sigue prevaleciendo un sentimiento unitario —reflejado acaso en la imagen reciente de aquellos ciudadanos anónimos marchando escoba en ristre a devolver el orden a sus calles— que desprecia a todo aquel que se aleja del camino marcado por los usos y costumbres del lugar.
Por otra parte, por más que las revueltas tuvieran un origen reactivo —una respuesta violenta a la muerte violenta de un delincuente—, quienes las protagonizaron dirigieron enseguida sus actos contra la propiedad. Pero no con el objeto de procurarse algún bien de primera necesidad, como sería propio de gente menesterosa —ningún saqueo afectó, que se sepa, a tiendas de comestibles—, sino con el de hacerse con electrodomésticos de lujo, aparatos de telefonía móvil o ropas de marca. Lo indicaba certeramente Jim Waddington, profesor de la Universidad de Wolverhampton y experto en políticas sociales: «La mayoría no roba por necesidad, sino simplemente porque puede. Que muchos de ellos procedan de barrios deprimidos se debe sobre todo a la falta de control social. Los chicos en las zonas empobrecidas suelen hacer más vida en la calle, donde hay más posibilidades de unirse a los disturbios». Así pues, y al margen de que convenga revisar el sistema de ayudas sociales con vistas a mejorar su eficacia —el Reino Unido es uno de los países de la UE que más invierte en esta faceta—, no parece que la causa de la destrucción y los pillajes haya que buscarla en una supuesta miseria.
Entre otras razones, porque entre los vándalos y los rateros había también jóvenes y no tan jóvenes pertenecientes a las clases más o menos acomodadas de la sociedad. Maestros de escuela treintañeros, por ejemplo. O universitarias con expedientes intachables. O deportistas modélicas. Lo que significa que el vandalismo no conoce límites. Todos esos chicos y chicas, con independencia incluso de su origen social, han crecido en un ambiente marcado por la gratuidad. Ya sea porque residen en viviendas de protección oficial, a costa del Estado; ya porque no han tenido, a lo largo de su todavía corta existencia, ninguna necesidad de trabajar; ya, en fin, porque participan de una cultura, la digital, basada en el ocio y en el libre acceso a toda clase de productos, el caso es que su vida ha discurrido, hasta la fecha, en una suerte de irrealidad. Así, no pocos se niegan a aceptar —o simplemente ignoran, lo que resulta mucho más grave— que los bienes, en tanto que fruto de un determinado esfuerzo, individual o colectivo, tienen un precio. Y que ese precio debe pagarse, porque, de lo contrario, ni existirían esos bienes ni existiría, en consecuencia, ocasión alguna de disfrutar de ellos.
Uno puede consolarse pensando que el azote de la gratuidad, en cualquiera de sus múltiples formas, se da sobre todo allí donde la inmigración ha tendido a moldear, generación tras generación, un mundo aparte. Este sería el caso de Inglaterra y, hasta cierto punto, de Francia, con el consiguiente desgarro en el orden social. Pero el fenómeno afecta también a otros países de Europa occidental. A España, por ejemplo, y sin que la inmigración tenga nada que ver en ello. ¿O acaso debe entenderse de otro modo el movimiento del 15-M, esto es, la ocupación «de facto» por parte de unos pocos de un bien tan valioso para todos como el espacio público?
Sobra añadir que si el Gobierno español no hubiera optado por la inacción, por un improcedente «laissez faire, laissez passer»; si hubiera aplicado, en una palabra, la ley, esa apropiación indebida no habría tenido lugar. Aun así, ¿qué cabe esperar de la aplicación de la ley en un Estado donde uno de los máximos representantes de una de sus principales Autonomías —Felip Puig, consejero de Interior del Gobierno de la Generalitat— afirma con orgullo, y sin que ello traiga consecuencias, que lleva en las matrículas de su coche y su moto un distintivo ilegal, el «CAT»? Poca cosa, ciertamente.
Si algo puede oponerse a esa cultura de la gratuidad que ha permitido, aquí y allá, tantos desmanes, es una cultura del esfuerzo. Una cultura que pasa no sólo por el respeto a la ley y el orden como garantes de todo aquello que el ánimo y el trabajo de cada cual han sido capaces de producir, sino también —y en especial— por la educación, tomada en un sentido amplio. O sea, por lo que entendemos como enseñanza y lo que entendemos como familia. Sin el concurso de ambas instituciones —y recuérdese que no en balde «institución» había significado «instrucción, educación, enseñanza»—, sin el apoyo decidido a los valores que tanto una como otra encarnan desde hace siglos y que un progresismo terco y desnortado ha pretendido reducir a la nada, la convivencia se vuelve, quieras que no, una quimera. Y el hombre, en fin, deja de ser hombre.
ABC, 26 de agosto de 2011.