Este diario en el que escribo y en el que ustedes tienen la deferencia de leerme está en campaña. Entiéndase bien. No me estoy refiriendo a ninguna campaña de publicidad. Ni tampoco a una cualquiera de las que emprenden los partidos políticos cuando se acercan unas elecciones. No, la campaña a la que aludo no es de este mundo. Corresponde más bien a aquel en que la prensa de papel era dueña y señora de las conciencias. A los años anteriores a nuestra guerra, para ser precisos. Entonces los periódicos hacían campañas. Quiero decir que, entre sus beneméritos propósitos, estaba el de movilizar la opinión en torno a un asunto que revestía, por lo general, una importancia social considerable. Durante semanas, sus páginas se llenaban de informaciones, de reportajes, de encuestas, de entrevistas, de comentarios; en definitiva, de cualquier pieza que sirviera al fin deseado.

Esto mismo está realizando este diario desde hace tres domingos: campañas. O, mejor dicho, una sola campaña, centrada en la regeneración de la vida pública española. Y si la pasada semana esa regeneración tenía como objeto el sistema educativo— donde la necesidad de una reforma en profundidad no la discute ya casi nadie—, en la presente ha girado alrededor de la viabilidad del modelo de Estado. O sea, del futuro —si es que semejante futuro existe— del llamado Estado de las Autonomías.

De cuanto se ha publicado al respecto, pueden extraerse no pocas lecciones. La primera es que la matriz del Estado de las Autonomías, de naturaleza federal, no tiene en principio ninguna culpa del berenjenal de despilfarro, endeudamiento y agravios comparativos en que nos hemos metido —véase, por contraste y sin ir más lejos, el ejemplo de Alemania—. La segunda es que la descentralización no constituye, en sí misma, ninguna panacea. En otras palabras: hay competencias del Estado que pueden y deben descentralizarse y otras que no. Y, lo más importante acaso —véase, de nuevo, el ejemplo alemán—, la viabilidad del sistema exige que el proceso de descentralización sea en todas y cada una de sus partes reversible.

Pero, como no hay dos sin tres, a las lecciones precedentes les sigue una más, a modo de corolario. Para arreglar este tremendo desaguisado, resulta de todo punto imprescindible que los dos grandes partidos nacionales estén por la labor de reformar el modelo. ¿Lo están? A juzgar por las palabras de Mariano Rajoy, uno sí. A juzgar por la consiguiente reacción de Gaspar Zarrías, segundo de Manuel Chaves, el otro ni por asomo. En fin, que, así las cosas, apaga y vámonos.

ABC, 30 de octubre de 2010.

En campaña

    30 de octubre de 2010
Entre los muchos divertimentos a que se entregan las cabezas pensantes catalanas cada vez que a un presidente del Gobierno le da por cambiar de equipo —o, si lo prefieren, por provocar lo que en los años treinta se llamaba, sin veladura alguna, una crisis—, está el de contar los ministros según su lugar de origen. Tantos andaluces, tantos gallegos, tantos vascos, tantos madrileños y, por supuesto, tantos catalanes. De semejante recuento se sacan luego conclusiones. Se dice, por ejemplo, que el País Vasco no había estado nunca tan bien representado. O que Andalucía mantiene su cuota. Y se dice, claro —y ahí duele—, que Cataluña ha perdido peso, en la medida en que ha pasado de tener dos ministros a tener uno solo.

Por supuesto, esa clase de análisis, en el que rivalizan los partidos políticos y los medios de comunicación, es propio del (o)caso español. En ningún país mínimamente serio se analiza una crisis de gobierno en función del lugar de origen de los ministros entrantes y salientes. ¿Se imaginan algo parecido en Alemania? ¿O en el Reino Unido? ¿O en los mismísimos Estados Unidos de América? ¿Verdad que no? Entre otras razones, porque estos países —cada uno según sus características— ya disponen de órganos de representación territorial, y es en estos órganos, y no en el Gobierno de la Nación, donde se supone que deben tratarse cuantos asuntos afecten a una parte —la que sea— del todo. El Gobierno de la Nación está para otros menesteres. De ahí que quienes integran cada gabinete hayan sido elegidos por sus obras y no por el gentilicio. Y de ahí también que a nadie se le ocurra interpretar la presencia de tal o cual individuo en un determinado ministerio como la prueba evidente del peso de una región en el conjunto del Estado.

En España, sí. En España el Estado se asemeja cada vez más a una sombra. La división territorial y el constante desguace de la Nación —esto es, el interminable proceso de transferencia de competencias a las Comunidades Autónomas— llevan a la propia clase política y a los analistas de turno a evaluar los cambios de gobierno en clave territorial. Cuanto mayor sea el número de andaluces, madrileños, vascos o catalanes presentes en el Gobierno, mayor será la influencia que la correspondiente región podrá llegar a alcanzar en la política futura. Que esos nuevos ministros valgan o no para lo que han sido nombrados a nadie parece importarle.

Y es que en nuestro Estado de las Autonomías ya sólo cuenta lo estrictamente particular. O sea, las Autonomías, así tomadas de una en una.

ABC, 23 de octubre de 2010.

Catalanes en Madrid

    23 de octubre de 2010
El Partido Popular de Cataluña parece decidido a convertir el espinoso asunto de la inmigración en uno de los ejes de su campaña para las autonómicas. Cuando menos, a juzgar por los movimientos que viene realizando últimamente. Hace cosa de un mes, a rebufo de las deportaciones indiscriminadas de gitanos rumanos en la vecina Francia, la presidenta regional Alicia Sánchez-Camacho le organizó un paseíllo a una eurodiputada de la UMP de Sarkozy por el barrio badalonés de la Salud, donde lo que no falta precisamente son gitanos. Ahora, emulando hasta cierto punto aquella iniciativa de comienzos de año de las fuerzas políticas vicenses para dejar a los inmigrantes ilegales fuera del padrón y privarles, en consecuencia, del uso y disfrute de los servicios públicos de sanidad y educación —iniciativa que fue frenada, en última instancia, por la intervención de la Abogacía del Estado—, el PP catalán ha incorporado a su programa electoral una medida que, de ponerse en práctica, obligaría a los funcionarios municipales a comunicar a la policía la identidad de cuantos inmigrantes sin papeles acudieran a las dependencias del lugar a empadronarse.

Como no podía ser de otro modo, la propuesta popular ha suscitado ya comentarios. A favor y en contra. Entre quienes la han criticado, los adjetivos más empleados para calificarla han sido «oportunista», «electoralista» y «xenófoba». Ninguno está de más. El reciente conflicto en suelo francés combinado con la persistencia de la crisis económica justifican el primer adjetivo. La proximidad de las elecciones autonómicas, el segundo. Y la hostilidad que una medida de este tipo proyecta hacia el extraño, el último. Pero también ha habido, entre los críticos, reacciones insólitas. Como la del ministro largamente cesante Celestino Corbacho, al que se supone una gran experiencia en la materia y que ha reprochado a Sánchez-Camacho que «utilice la inmigración para hacer política».

Lo insólito, sobra decirlo, es que un destacado político socialista pueda recriminar a una compañera de fatigas popular haber utilizado políticamente la inmigración. ¿Y su partido, no ha hecho acaso lo mismo en los seis últimos años? Primero con el «papeles para todos» del ministro Caldera, y luego con el giro radical que el propio Corbacho, nada más tomar posesión del Ministerio y tras la famosa «directiva de la vergüenza» europea, dio a la política de su antecesor.

Y es que así como a los suyos no les mueve sino el afán de hacer el bien, a los otros, ay, sólo les mueve el de hacer política.
ABC, 16 de octubre de 2010.

Hacer política

    16 de octubre de 2010
El Círculo de Economía de Barcelona se define como «una entidad pluralista en la que participan activamente personas de diferentes ideologías y ocupaciones». Es posible que así sea. A juzgar por la información contenida en la página web de la entidad, en la actual Junta Directiva hay nombres para todos los gustos: desde grandes empresarios como Salvador Alemany, Artur Carulla o Salvador Oliu hasta políticos reconvertidos en altos ejecutivos —Josep Piqué o Joaquim Triadú— o retornados al mundo de la docencia tras una temporada más o menos larga en el infierno público —Andreu Mas-Collell o Alfredo Pastor—, pasando por practicantes de la opinión como el notario Juan-José López Burniol o el gestor público Josep Ramoneda. Y, en cuanto a su carácter activo, sobra decir que se les supone. De lo contrario, ¿qué demonios están haciendo estas personas en un foro económico que funciona, no nos engañemos, como un verdadero grupo de presión?

Pues bien, el Círculo de Economía ha difundido esta semana una nota titulada «Una nueva legislatura y un doble objetivo: desarrollar una efectiva gestión de gobierno y rehacer el pacto constitucional». Esa clase de notas suelen ser habituales por estas fechas. O sea, cuando se acercan elecciones. El Círculo es un lobby, y un lobby debe mojarse en los momentos clave —si no, ¿para qué está?—. Ahora bien, en ese mojarse preelectoral uno quisiera encontrar, más allá de una señal de activismo, un reflejo de la pluralidad ideológica a la que alude, programáticamente, la propia institución. No es el caso. Dejemos a un lado que en la versión castellana del documento Cataluña aparezca siempre escrito con «ny», como mandan los cánones simbólicos, y vayamos a lo esencial. En los casi tres folios de que consta la nota no hay un solo respiradero para el disenso. El texto está escrito, de cabo a cabo, desde la lógica estatutaria. Esto es, desde la defensa de la más estricta bilateralidad. Por más que en algún momento se nos recuerde que «Catalunya» es parte España y de Europa, el trato se establece siempre de igual a igual, nunca de la parte con el todo. Se habla de la «ruptura de “algo” entre Catalunya y España», del «trato injusto» que España dispensa a Cataluña, de «las relaciones de Catalunya con España», de «un mejor encaje de Catalunya con España», del «marco común que Catalunya y España siguen necesitando», etc. Y se acaba reclamando, claro, un nuevo pacto constitucional.

No sé por qué se insiste todavía en la existencia en Cataluña de una supuesta sociedad civil.

ABC, 9 de octubre de 2010.

La nota del Círculo

    9 de octubre de 2010



Barcelona, 1 de octubre de 2010

XVI Premio a la Tolerancia

    2 de octubre de 2010
Cuando Jordi Pujol ejercía de presidente de la Generalitat acostumbraba a quitarse de encima, sin ningún miramiento y hasta con un punto de mala educación, a cuantos periodistas —pocos, la verdad— se atrevían a preguntarle por un asunto impertinente. Impertinente para él, por supuesto. En estos casos, su fórmula favorita era un exabrupto —«això no toca»—, y a otra cosa mariposa. Pero alguna vez la vaciedad del exabrupto era sustituida por una respuesta algo más consistente. Como el día en que le preguntaron por el nivel de participación en las elecciones autonómicas, tan distante del que se da en las generales, y se soltó diciendo que eso, a él, le importaba tres cominos, que a quienes tenía que preocupar era a los socialistas, incapaces de movilizar a su electorado en esta clase de comicios.

No le faltaba razón. Y ello con independencia de que las sucesivas victorias convergentes fueran debidas también a la existencia de un número significativo de votantes duales, esto es, de votantes que cambian el sentido de su voto según se trate de unas elecciones generales o de unas autonómicas y que, así como optan por el PSC —o el PP— en las primeras, lo hacen por CIU en las segundas. Pero, más allá de que Pujol estuviera en lo cierto al afirmar que la abstención afectaba sobre todo a los socialistas, el hecho de que se desentendiera a un tiempo del asunto, cargándole el muerto al entonces partido opositor, demuestra lo mucho que aquel hombre de Estado —así se le conocía en Madrid— andaba preocupado por la participación de los ciudadanos en los comicios sobre los que él poseía plena jurisdicción.

En realidad, esa abstención diferencial es uno de los frutos más directos de tres décadas de nacionalismo gobernante. Mientras que en las elecciones legislativas los catalanes se comportan de forma muy parecida a la del resto de los españoles en lo tocante al nivel de participación, en las autonómicas ese nivel se halla seis puntos por debajo de la media española correspondiente. (Una distancia, por cierto, que puede aumentar el 28-N, a poco que se confirmen los pronósticos demoscópicos que hablan de una abstención récord, cercana al 50% del cuerpo electoral —en 2006 fue del 43,2—.)

En eso consiste la singularidad catalana. En haber logrado, mediante políticas predominantemente identitarias y ajenas, por tanto, a los problemas reales de los ciudadanos, que buena parte de esos ciudadanos se hayan ido desentendiendo poco a poco de la gestión de muchos de los asuntos que les afectan. ¿Hasta cuándo?

ABC, 2 de octubre de 2010.