Hubo  un tiempo en que el Partit dels Socialistes de Catalunya, más conocido  como PSC, era lo más parecido a un fenómeno. El caso es que tenía  dos almas. La primera de esas almas, la más longeva, correspondía  a la Federación Catalana del PSOE, cuyas primeras manifestaciones databan  de 1880. La segunda se había encarnado en 1945 en el Moviment Socialista  de Catalunya, aunque su verdadero origen ideológico cabe situarlo en  1923, en vísperas del pronunciamiento de Primo de Rivera, cuando una  serie de intelectuales y profesionales de la Federación Catalana del  PSOE abandonaron la casa madre y, junto a unos jóvenes sindicalistas  formados en la Escuela del Trabajo de la Mancomunidad, fundaron la Unió  Socialista de Catalunya. Así pues, la segunda alma no era sino una  escisión de la primera, o, si lo prefieren, una suerte de retoño mucho  más nacionalista que socialista, como pudo comprobarse durante la Segunda  República, en que la Unió Socialista se alió electoralmente con Esquerra  Republicana, lo que le permitió disfrutar amplia y generosamente —su  militancia era más bien escasa— de las prebendas del poder.
Es  verdad que esas dos almas tuvieron ya en aquellos años republicanos  su punto de fusión. O de reencuentro. Fue en el verano de 1933. Pero  el intento acabó en fracaso, según parece por la negativa de la Ejecutiva  Federal socialista, que recelaba de los efectos que pudieran producir  en sus propias filas convenciones demasiado orgánicas con el catalanismo.  No sucedió lo mismo en 1978, cuando la fundación del PSC. Había transcurrido  casi medio siglo y los vientos ya no soplaban igual. Y, encima, el año  anterior, en las primeras elecciones democráticas después de la dictadura,  una coalición entre la Federación Catalana del PSOE y uno de los dos  partidos socialistas catalanes surgidos de aquel Moviment de posguerra  y de otros movimientos similares —el llamado PSC-Congrés, liderado  por Joan Reventós y Raimon Obiols—, obtuvo una clara mayoría en  Cataluña. Total, que ambas partes debieron de pensar que si el experimento  había funcionado a las primeras de cambio, por qué no iba a seguir  haciéndolo en el futuro. Y, al contrario de lo que había ocurrido  durante la Segunda República, la Ejecutiva Federal, consciente del  granero de votos que una tal alianza acarreaba, bendijo esta vez la  fusión. Y el Partit dels Socialistes de Catalunya echó a andar.
De  su larga andadura, mucho podría decirse. Aun así, ya el nombre mismo  de la formación contiene sin duda alguna lo esencial. Allí, justo  detrás del «Partit dels Socialistes de Catalunya» —o del «PSC»—  y entre paréntesis, se hallan las dos almas, bien ordenadas y unidas  por un guión: «(PSC-PSOE)», se lee. Es cierto que, últimamente,  a los responsables de comunicación del partido se les olvida a menudo  el paréntesis —no me refiero únicamente al signo, sino también  a lo que el signo encierra—. Puede que sean los nuevos tiempos, poco  propicios a las honduras y a las exégesis. O puede que sea la convicción,  nada extemporánea tampoco, de que ha llegado por fin la hora de soltar  lastre. En todo caso, y hasta que el correspondiente registro disponga  lo contrario, el paréntesis sigue allí, formando parte de la denominación  oficial. Y aludiendo, claro está, al pasado.
Y  es que, a lo largo de estas tres décadas, cada una de las dos almas  del partido ha ido cumpliendo, con singular disciplina y un acierto  dispar, su función. En el orden electoral, por ejemplo, el alma socialista  ha servido para ganar en Cataluña, cita tras cita, cuantas elecciones  legislativas se han celebrado en España —y lo mismo podría afirmarse,  salvando las distancias, de las locales—, mientras que la otra alma,  la nacionalista, ha servido para perder, cita tras cita, cuantas elecciones  autonómicas se han celebrado en Cataluña —cuando menos si nos ceñimos  al número de escaños conseguidos—. O, si lo prefieren, del mismo  modo que la existencia del alma nacionalista no ha sido óbice para  que se dieran todas esas victorias en las generales, la presencia del  alma socialista, en lo que tenía de española, ha contribuido en buena  medida a las sucesivas derrotas en las autonómicas. Aunque sólo sea  por la vergonzosa terquedad con que el partido la ha escondido.
Eso  en el orden electoral. En el partidista, se ha producido a primera vista  un reparto de poderes. Hasta mediados de los noventa, así como la dirección  ha correspondido por entero a los nacionalistas, el aparato —y en  especial el vinculado a Barcelona y a su área metropolitana— ha sido  cosa del sector estrictamente socialista. Luego, y sobre todo a raíz  de la elección de José Montilla, en junio de 2000, como primer secretario  del partido, si bien el aparato ha seguido en las mismas manos, la dirección  ha adquirido una naturaleza bifronte: por un lado, una presidencia,  más bien honorífica, reservada a los herederos de aquel Moviment;  por otro, una primera secretaría destinada a los epígonos de aquella  Federación Catalana del PSOE.
Con  todo, esa bipolaridad ya es historia. En otras palabras: el fenómeno  de las dos almas ha dejado de existir. El primer indicio de su desaparición  lo tuvimos en las últimas elecciones generales. El crecimiento experimentado  por el PSC, gracias a una campaña centrada en un mensaje furibundamente  anti PP, sólo se explica por la atracción de un voto nacionalista  que, en otras circunstancias —y muy especialmente en anteriores legislativas,  donde ya se había recurrido al fantasma del franquismo con el consiguiente  «¡Que viene el lobo!»—, el partido no había logrado captar. Por  descontado, ello no implica que el millón y medio de electores que  confiaron su voto al PSC lo hicieran en clave nacionalista. Pero sí  que, por primera vez, el matiz prevaleció.
Y  si ése fue el primer indicio, la confirmación llegó con el congreso  del partido. De entrada, mediante el acceso de Isidre Molas a la presidencia  del partido. Molas no sólo es uno de los miembros más conspicuos del  viejo sector nacionalista, sino que se declara abiertamente partidario  de alcanzar grandes acuerdos «nacionales» con Convergència i Unió.  O, lo que es lo mismo, de convertir la casa común del catalanismo auspiciada  por Artur Mas en un gran movimiento de todas las fuerzas políticas  catalanas. Pero, más allá de este movimiento —aunque muy unido a  él—, están las palabras que el primer secretario dirigió en la  sesión de clausura al presidente del Gobierno y secretario general  del PSOE: «José Luis, te queremos mucho, pero queremos más a Cataluña  y a sus ciudadanos». Más claro imposible.
Habrá  quien sostenga que esa renuncia al alma socialista es meramente coyuntural,  que en modo alguno puede disociarse de la polémica relacionada con  el sistema de financiación y, más en general, de la sentencia del  Tribunal Constitucional con respecto al nuevo Estatuto. Y quien recordará,  abundando en la coyuntura —caracterizada en las últimas fechas por  un inusual grado de tensión entre PSC y PSOE—, que los acuerdos de  gobierno con Esquerra Republicana pesan lo suyo. Sin duda. Pero la coyuntura  es la que es porque así lo ha querido el propio PSC. Dicho de otro  modo: sarna con gusto no pica. Y no creo que haga falta precisar de  qué sarna se trata. Ni de qué gusto.
ABC, 16 de agosto de 2008.