El Gobierno de la Generalitat ha aprobado, por fin, su ley de educación. Llei d’Educació de Catalunya, la llama. Habría podido denominarla, claro está, Llei d’Educació a secas —esto es, sin complemento geográfico—, lo que le habría puesto al mismo nivel que otros gobiernos que han promulgado leyes parecidas, empezando por el de España. Pero no lo ha hecho. Y con razón. Nunca una ley ha sido tan de Cataluña. Es decir, tan singular, tan propia, tan exclusiva, tan irrepetible, tan «ad hoc». Lo que menos importa de las 136 páginas de que consta el proyecto que el Gobierno autonómico ha remitido al Parlamento es la educación. Lo que más, lo único casi, Cataluña.

O la sociedad catalana, que es como el texto designa, ya desde el comienzo de la exposición de motivos, a ese ente colectivo hacedor de todos nuestros sueños: «La societat catalana aspira a proporcionar la millor educació possible a les noves generacions i, més enllà, a continuar donant oportunitats educatives a tothom durant tota la seva vida». Ya ven, por aspirar que no quede. Otra cosa es que a los componentes de esta sociedad les hayan preguntado alguna vez qué clase de educación quieren para sus hijos, aparte de la que muy libremente hayan escogido darles en casa. Y quien dice educación dice, por supuesto, enseñanza. O, si lo prefieren, contenidos. Sí, contenidos, eso que la ley, en la misma exposición de motivos, renuncia a tratar de forma exhaustiva, dado que su objetivo no es este, faltaría más, sino «fer possible que la pràctica educativa respongui millor a la diversitat dels nostres alumnes, de manera que la nostra institució escolar pugui adoptar en tot moment mesures concretes per satisfer les situacions diverses que presenta una societat complexa i canviant com la del segle XXI».

Lo cual no significa tampoco que la ley de marras sea un reflejo de esa sociedad del siglo XXI, compleja y cambiante. No, la ley no refleja más que una sociedad, la catalana. Y ni siquiera la sociedad catalana tal como usted y yo, querido lector, acertamos a verla. Sólo la sociedad catalana tal como la ven la clase política autóctona y quienes la secundan. Es decir, una sociedad inexistente, una entelequia, una alucinación. De ahí que el proyecto legislativo con el que van a ocupar su tiempo, después del verano, nuestros parlamentarios posea tantos resabios intervencionistas y atente, tan a menudo, contra la libertad. Negando la posibilidad de que los padres escojan la lengua en la que quieren escolarizar a sus hijos o, lo que es lo mismo, contraviniendo a un derecho fundamental. Negando la posibilidad de que existan centros docentes concertados en los que la enseñanza no sea mixta, en contra de lo que proponen, en aras de lograr un mejor rendimiento escolar, prestigiosos especialistas. Sometiendo a la población inmigrada a programas de acogida, que no son, las más de las veces, sino programas de adoctrinamiento lingüístico y cultural.

Sí, en efecto, la sociedad catalana aspira a proporcionar la mejor educación posible a las nuevas generaciones.

ABC, 2 de agosto de 2008.

Llei (d’Educació) de Catalunya

    2 de agosto de 2008