Es verdad que esas dos almas tuvieron ya en aquellos años republicanos su punto de fusión. O de reencuentro. Fue en el verano de 1933. Pero el intento acabó en fracaso, según parece por la negativa de la Ejecutiva Federal socialista, que recelaba de los efectos que pudieran producir en sus propias filas convenciones demasiado orgánicas con el catalanismo. No sucedió lo mismo en 1978, cuando la fundación del PSC. Había transcurrido casi medio siglo y los vientos ya no soplaban igual. Y, encima, el año anterior, en las primeras elecciones democráticas después de la dictadura, una coalición entre la Federación Catalana del PSOE y uno de los dos partidos socialistas catalanes surgidos de aquel Moviment de posguerra y de otros movimientos similares —el llamado PSC-Congrés, liderado por Joan Reventós y Raimon Obiols—, obtuvo una clara mayoría en Cataluña. Total, que ambas partes debieron de pensar que si el experimento había funcionado a las primeras de cambio, por qué no iba a seguir haciéndolo en el futuro. Y, al contrario de lo que había ocurrido durante la Segunda República, la Ejecutiva Federal, consciente del granero de votos que una tal alianza acarreaba, bendijo esta vez la fusión. Y el Partit dels Socialistes de Catalunya echó a andar.
De su larga andadura, mucho podría decirse. Aun así, ya el nombre mismo de la formación contiene sin duda alguna lo esencial. Allí, justo detrás del «Partit dels Socialistes de Catalunya» —o del «PSC»— y entre paréntesis, se hallan las dos almas, bien ordenadas y unidas por un guión: «(PSC-PSOE)», se lee. Es cierto que, últimamente, a los responsables de comunicación del partido se les olvida a menudo el paréntesis —no me refiero únicamente al signo, sino también a lo que el signo encierra—. Puede que sean los nuevos tiempos, poco propicios a las honduras y a las exégesis. O puede que sea la convicción, nada extemporánea tampoco, de que ha llegado por fin la hora de soltar lastre. En todo caso, y hasta que el correspondiente registro disponga lo contrario, el paréntesis sigue allí, formando parte de la denominación oficial. Y aludiendo, claro está, al pasado.
Y es que, a lo largo de estas tres décadas, cada una de las dos almas del partido ha ido cumpliendo, con singular disciplina y un acierto dispar, su función. En el orden electoral, por ejemplo, el alma socialista ha servido para ganar en Cataluña, cita tras cita, cuantas elecciones legislativas se han celebrado en España —y lo mismo podría afirmarse, salvando las distancias, de las locales—, mientras que la otra alma, la nacionalista, ha servido para perder, cita tras cita, cuantas elecciones autonómicas se han celebrado en Cataluña —cuando menos si nos ceñimos al número de escaños conseguidos—. O, si lo prefieren, del mismo modo que la existencia del alma nacionalista no ha sido óbice para que se dieran todas esas victorias en las generales, la presencia del alma socialista, en lo que tenía de española, ha contribuido en buena medida a las sucesivas derrotas en las autonómicas. Aunque sólo sea por la vergonzosa terquedad con que el partido la ha escondido.
Eso en el orden electoral. En el partidista, se ha producido a primera vista un reparto de poderes. Hasta mediados de los noventa, así como la dirección ha correspondido por entero a los nacionalistas, el aparato —y en especial el vinculado a Barcelona y a su área metropolitana— ha sido cosa del sector estrictamente socialista. Luego, y sobre todo a raíz de la elección de José Montilla, en junio de 2000, como primer secretario del partido, si bien el aparato ha seguido en las mismas manos, la dirección ha adquirido una naturaleza bifronte: por un lado, una presidencia, más bien honorífica, reservada a los herederos de aquel Moviment; por otro, una primera secretaría destinada a los epígonos de aquella Federación Catalana del PSOE.
Con todo, esa bipolaridad ya es historia. En otras palabras: el fenómeno de las dos almas ha dejado de existir. El primer indicio de su desaparición lo tuvimos en las últimas elecciones generales. El crecimiento experimentado por el PSC, gracias a una campaña centrada en un mensaje furibundamente anti PP, sólo se explica por la atracción de un voto nacionalista que, en otras circunstancias —y muy especialmente en anteriores legislativas, donde ya se había recurrido al fantasma del franquismo con el consiguiente «¡Que viene el lobo!»—, el partido no había logrado captar. Por descontado, ello no implica que el millón y medio de electores que confiaron su voto al PSC lo hicieran en clave nacionalista. Pero sí que, por primera vez, el matiz prevaleció.
Y si ése fue el primer indicio, la confirmación llegó con el congreso del partido. De entrada, mediante el acceso de Isidre Molas a la presidencia del partido. Molas no sólo es uno de los miembros más conspicuos del viejo sector nacionalista, sino que se declara abiertamente partidario de alcanzar grandes acuerdos «nacionales» con Convergència i Unió. O, lo que es lo mismo, de convertir la casa común del catalanismo auspiciada por Artur Mas en un gran movimiento de todas las fuerzas políticas catalanas. Pero, más allá de este movimiento —aunque muy unido a él—, están las palabras que el primer secretario dirigió en la sesión de clausura al presidente del Gobierno y secretario general del PSOE: «José Luis, te queremos mucho, pero queremos más a Cataluña y a sus ciudadanos». Más claro imposible.
Habrá quien sostenga que esa renuncia al alma socialista es meramente coyuntural, que en modo alguno puede disociarse de la polémica relacionada con el sistema de financiación y, más en general, de la sentencia del Tribunal Constitucional con respecto al nuevo Estatuto. Y quien recordará, abundando en la coyuntura —caracterizada en las últimas fechas por un inusual grado de tensión entre PSC y PSOE—, que los acuerdos de gobierno con Esquerra Republicana pesan lo suyo. Sin duda. Pero la coyuntura es la que es porque así lo ha querido el propio PSC. Dicho de otro modo: sarna con gusto no pica. Y no creo que haga falta precisar de qué sarna se trata. Ni de qué gusto.
ABC, 16 de agosto de 2008.