Yo nací, hace ya más de medio siglo, en el barrio de Gracia. En aquel entonces, Gracia pertenecía aún a Barcelona. Doy fe. Es verdad que yo nací en una esquina. Mejor dicho, en una que eran dos: en la que hacían las calles Bailén y Camprodón, y en una del propio barrio, que un poco más allá perdía su nombre. De ahí que mi visión fuera tal vez algo sesgada. Con todo, aquello era Gracia. Sin duda. Y en aquel entonces, insisto, Gracia todavía formaba parte de Barcelona. No negaré, sería absurdo, que algunos vecinos tenían a mucha honra haber nacido allí y no cuatro calles más abajo. Pero ese envanecimiento se daba por igual en otros barrios de la ciudad, y no por ello quienes lo padecían dejaban de sentirse, antes que nada, barceloneses.

Ignoro en qué momento se rompió la baraja, aunque me imagino que sería cuando los Juegos y su resaca. O quizá un poco antes. En todo caso, a partir de cierto momento Gracia pasó a ser una especie de enclave en el centro mismo de la ciudad. Un coto privado, un territorio comanche. Y pasó a serlo con el beneplácito del Ayuntamiento de Barcelona, suponiendo que no fuera el propio Ayuntamiento quien pusiera en marcha la operación con o sin beneplácito —esto es, con resignación— de los viejos vecinos de toda la vida. Sea como sea, el barrio se fue llenando de jóvenes. Pero no de jóvenes normales y corrientes, sino de jóvenes subvencionados. Por supuesto, las subvenciones no son nunca inocentes. La Administración las administra con mucho tino. Y, en el caso que nos ocupa, estas subvenciones, debidamente dirigidas a entidades, asociaciones y fundaciones catalanísimas, han servido para ir tejiendo una suerte de república independiente, con sus propias leyes y sus propios usos y abusos. Seguro que ustedes recuerdan la revuelta juvenil de hace dos veranos, por estas mismas fechas poco más o menos, cuando la turba se negó a obedecer las órdenes de cierre de las terrazas de los bares, intervino toda clase de policía y se armó la de Dios es Cristo. Pues bien, aquello no fue más que una rabieta de niños consentidos a los que papá Ayuntamiento había intentado por una vez meter en vereda para tratar de contentar a otros ciudadanos del barrio, probablemente no tan jóvenes, que llevaban noches y más noches sin poder dormir.

El caso es que ahora este proceso de desgajamiento parece estar llegando a su fin. Si nadie con autoridad lo remedia, la plaza Rius i Taulet, así denominada desde hace más de un siglo en honor del benemérito alcalde de la ciudad, la famosa plaza del reloj, donde tiene su sede el Distrito, se llamará en adelante «Plaça de la Vila de Gràcia». El cómo y el porqué de tan increíble mudanza deberán quedar para un próximo artículo. Sin embargo, no quiero despedir el de hoy sin recordarles que, en los cambios de régimen, lo primero que suele cambiar es el callejero. Y, si no lo primero, lo segundo.

ABC, 16 de agosto de 2008.

Noticias de Gracia (1)

    16 de agosto de 2008