Los medios de comunicación independientes –entiéndase, no dependientes de ningún poder público– han consolidado en sus ediciones expresiones del tipo “el CIS de Tezanos”, “la Fiscalía de García Ortiz” o “el Constitucional de Conde Pumpido”, hasta convertirlas en una suerte de marcas temporales. Con ellas, trasladan al lector, oyente o telespectador la idea de que dichas instituciones no se atienen a las reglas que deberían guiar su recto funcionamiento, o sea, al interés general, sino que actúan, mediante toda clase de amaños, añagazas y quebrantamientos de la ley, movidas por los intereses de quienes las rigen, intereses que no son otros, al cabo, que los de aquel que les ha puesto allí, o sea, el presidente del Gobierno.

Los primeros días de esta semana nos han dejado precisamente una locución de tintes parecidos y que podríamos formular así: “la universidad de Sánchez”. El propio presidente nos facilitó en su intervención en el acto celebrado el pasado lunes en las Escuelas Pías de la UNED, en Madrid las grandes líneas de su mensaje. Desde el título mismo. “En defensa de una universidad de calidad, clave para el ascensor social”, rezaba el atril desde el que Sánchez se dirigió a la concurrencia, en su mayoría afín. Supongo que el sintagma “ascensor social”, empleado por lo común para referirse a la enseñanza obligatoria y a la posibilidad de que los estudios sirvan para que un alumno de familia humilde pueda, gracias al talento y al esfuerzo, labrarse un futuro que le permita dejar de ser lo que antes se conocía como “clase baja” para alcanzar la “media” e incluso la “alta”, era utilizado en esta ocasión en un sentido similar, aunque restringido a la coronación del proceso. En tal caso, lo que sobraba sin duda alguna era la palabra “clave”.

Cualquiera sabe que en la construcción de un edificio lo fundamental son los cimientos. Si estos fallan, si no sostienen los materiales que se les van superponiendo, piso a piso, hasta alcanzar la techumbre, de poco sirve que esta última aparente solidez; no será más que apariencia. Y eso en el supuesto de que el edificio aguante y llegue a coronarse, lo cual es mucho suponer. La clave, pues, de este “ascensor social” al que apela Sánchez no se halla en la universidad, sino en la enseñanza obligatoria y, a lo sumo, en el bachillerato. Y para saber cuál es el estado de esas etapas de la enseñanza obligatoria –primaria y secundaria– y posobligatoria –bachillerato–, basta acudir a los datos, o sea, a los resultados de las pruebas que evalúan a los alumnos españoles de cuarto de Primaria (PIRLS) y de 15 años (PISA). Pues bien, esos resultados nos sitúan muy por debajo de las medias de referencia entre los países económicamente desarrollados (OCDE) y de la Unión Europea. En cuanto al bachillerato, al no disponer de una prueba nacional de acceso a la universidad, no queda más remedio que remitirse a lo que opinan muchos docentes de educación superior sobre el ínfimo nivel de conocimientos de sus alumnos cuando llegan a la universidad. Decir que esos docentes no salen de su asombro es decir poco.

Todo eso a Pedro Sánchez ni le va ni le viene. Los hechos, los datos –la realidad, en una palabra– no le han estropeado jamás su triunfalismo. Ni tampoco sus propias contradicciones y falta de coherencia. Su discurso del lunes, al tiempo que anticipo de lo que vendrá –“endurecer los criterios de creación, de reconocimiento y de autorización” de las universidades privadas–, era una muestra de ello. Un anticipo de mal gusto, ciertamente. Hablar de “chiringuitos” y de “máquinas expendedoras” de títulos para referirse a las universidades privadas entra de lleno en la jerga barriobajera –monteril, y no precisamente de la Montero de Podemos–. Y, ya puestos, tildarlas de chiringuitos en contraposición con las públicas, en cuyas facultades y departamentos prolifera la endogamia, auspiciada y bendecida por los propios rectores, es tener –por seguir con los coloquialismos– un morro que se lo pisa. Y no digamos ya tratándose de alguien que fue incapaz de escribir una tesis doctoral de cabo a cabo.

Claro que en esto último –en lo tocante al morro, me refiero– justo es reconocer que el hombre es coherente.

La universidad de Sánchez

    3 de abril de 2025
El comportamiento de nuestra clase política parece guiarse por aquella advocación mariana del “virgencita, virgencita, que me quede como estoy”. Sólo Vox con sus aspavientos radicales –y nada caritativos, por cierto– se sale de la norma. En cuanto al resto, tanto los partidos constitutivos del Gobierno de la Nación y los que le prestan su apoyo desde las bancadas parlamentarias –ya sea religiosamente, ya haciéndose de rogar–, de una parte, como los que se oponen a él –básicamente el Partido Popular–, de otra, actúan como si el tiempo jugase a su favor. El PSOE de Pedro Sánchez, porque le quedan dos años de legislatura antes de jugárselo todo a la carta de las urnas, y vaya usted a saber lo que puede pasar en dos años –y lo que puede pasar en las urnas, claro está; véase si no el precedente del 23-J–. Y puestos incluso en lo peor para sus intereses, habrán sido dos años poder omnímodo, sueldos copiosos a amigos y conocidos, favores y prebendas a familiares, millones a espuertas a los medios afines y siembra de minas en la Administración del Estado para dificultar la gestión de sus sucesores y facilitar un pronto retorno de esa izquierda descaradamente antisistema. (A propósito: dicha siembra de minas se ha producido también en el propio partido socialista, por lo que dudo mucho que, aun sin Sánchez en el Gobierno, pueda volver a ser algún día lo que fue desde los tiempos de la Transición y hasta la llegada de Rodríguez Zapatero a la secretaría general, es decir, un partido de centroizquierda.)

En cuanto a la conducta de las fuerzas políticas en labores de apoyo parlamentario al Gobierno, hay de todo, como en la viña del Señor. Por un lado, tenemos a la extrema izquierda encarnada en Podemos haciendo honor a su condición de pepito grillo, más verbal que otra cosa. Veremos qué ocurre en adelante con el impepinable aumento del gasto en defensa y, en definitiva, con la aprobación de los presupuestos. Por otro lado, está la amalgama de formaciones nacionalistas, desde las más moderadas a las más levantiscas. A todas ha complacido el Señor –léase aquí Pedro Sánchez–, y en particular a las vascas y a las catalanas. Pese al suspense al que le someten estas últimas, y en especial las que tienen como epicentro Waterloo, nada parece indicar que vayan a romper la baraja gubernamental, pues difícilmente encontrarán una coyuntura más propicia a sus intereses particulares. Transferencias contantes y sonantes, quitas de deuda pública, delegaciones, aunque en apariencia sean compartidas, de seguridad e inmigración… En fin, como suele decirse, lo que se les ofrezca.

Y el último bloque donde parece que el movimiento no se demuestra andando es el del partido mayoritario de la oposición, llamado a ser, según todas las encuestas –excepto las del CIS de Tezanos, por supuesto–, el vencedor de las próximas elecciones con una ventaja suficiente como para gobernar con Vox, en coalición o gracias a sus escaños. Aquí el comportamiento de su presidente, Alberto Núñez Feijóo, recuerda el de aquel hombre al que aconsejan armarse de paciencia y quedarse quieto hasta ver pasar el cadáver de su enemigo. Ocurre, sin embargo, que un partido político dista mucho de ser un solo hombre, por más que trate de tener una sola voz. Para muestra, la reunión de los presidentes autonómicos y la cúpula del Partido Popular el pasado 12 de enero en Oviedo, donde se conjuraron para ceñirse a una postura migratoria común, distinta de la adoptada hasta la fecha por el Gobierno, y distinta sobre todo de la preconizada por Vox.

Pues bien, el presidente valenciano, acechado por las consecuencias de su propia gestión de la dana y necesitado del apoyo del partido de extrema derecha para aprobar los presupuestos de la Comunidad, no ha tenido inconveniente alguno en pisar la mina del reparto de los menores no acompañados abrazando la posición de Vox, consistente en no aceptar ninguno. Ante ello, a Feijóo no le ha quedado otra que tragarse el sapo y admitir lo que hasta la fecha le parecía inaceptable. De haber afrontado, en cambio, el problema y haberse manifestado hace tiempo con toda claridad sobre la cuestión, más allá de negarse a aceptar las condiciones del Gobierno, o bien, de haber inducido de buenas a primeras a Carlos Mazón a renunciar a la presidencia de la región ante su incompetencia manifiesta cuando la dana; de haberse movido, en una palabra, cuando había que hacerlo se habría ahorrado sin duda el bochorno causado ahora por sus contradicciones.

Con todo, una cosa sí hay que reconocerle a Pedro Sánchez. Entre tanto inmovilismo, él no para quieto ni un momento. Ni cuando decide huir cobardemente de Paiporta, dejando solos a los Reyes aguantando el chaparrón, ni cuando cree imprescindible recurrir a la red social X, tan denostada por sus fieles, para pedir a la Unión Europea que no permita a Hungría prohibir la marcha del Orgullo.

Virgencita, virgencita...

    20 de marzo de 2025
Uno de los argumentos a los que recurrimos con más frecuencia quienes comentamos la actualidad es la analogía. Quizá sea por el apremio con que nos toca razonar, quizá por la eficacia misma del recurso, pero lo cierto es que muchas columnas descansan en el paralelismo entre un caso, ya conocido y, por así decirlo, cerrado, y otro en curso y pendiente de desenlace.

Sucede así, por ejemplo, con la analogía establecida entre las recientes elecciones alemanas, ganadas por los democristianos de Friedrich Merz en coalición con los socialcristianos bávaros, y las que pudieran celebrarse, tarde o temprano, en España. La Grosse Koalition entre democristianos y socialcristianos de un lado, y socialistas de otro –con Los Verdes en la recámara– se ha empezado ya a cocinar, aunque no se espera que las negociaciones fructifiquen antes de mediados de abril. Con todo, ya hay quienes se han apresurado a afirmar que el traslado a España del modelo alemán es inviable. Los precedentes, en efecto, así parecen avalarlo. Mientras que en Alemania han tenido ya varios gobiernos formados por los dos grandes partidos, a los que se han unido, ocasionalmente, los liberales o Los Verdes, en la democracia española semejante escenario no se ha dado jamás. Y, encima, la vez en que se estuvo más cerca fue en 2016. cuando el famoso “no es no” de Pedro Sánchez. Su negativa a facilitar con la abstención del Grupo Socialista la investidura de Mariano Rajoy como presidente del Gobierno acarreó su defenestración de la secretaría general del partido en un bochornoso comité federal.

En contraposición a esa tendencia mayoritaria cabe situar el análisis hecho ahora por alguien próximo a la dirección de Vox, tal como informaba aquí mismo este lunes Marcos Ondarra. Según los de Santiago Abascal, lo que estaría tramando el Partido Popular sería precisamente lo que se está cocinando en Alemania, es decir, una gran coalición entre PP, PSOE y alguna otra fuerza de izquierda. Se trata, claro está, de una opinión maliciosa e interesada, coherente con la política de desgaste a la que está sometiendo desde hace tiempo la fuerza de extrema derecha a la liberal-conservadora y que, a juzgar por los sondeos, no le va nada mal. Pero, más allá de esa circunstancia, Alberto Núñez Feijóo haría bien en tomar en serio dicha posibilidad, siempre y cuando la apuntalara con hechos además de palabras.

Si, llegada la hora de la verdad, se cumplieran los actuales vaticinios demoscópicos –excepto los urdidos por el CIS, por supuesto–, Sánchez no podría volver a ser presidente del Gobierno, pues los números no le darían para reeditar un gobierno de coalición entre su partido y la extrema izquierda con el apoyo parlamentario de toda clase de nacionalismos. Feijóo tendría entonces el campo libre para imitar hasta cierto punto lo realizado por Merz en Alemania. Para ello, el líder del PP debería arrumbar cuanto antes la máxima según la cual lo mejor es no hacer nada, es decir, dejarse de veleidades socialdemócratas y connivencias con el nacionalismo de corte más o menos moderado y ofrecer en cambio soluciones a los problemas que verdaderamente importan a la inmensa mayoría de los españoles que le votan o pueden llegar a votarlo.

Merz se comprometió en los últimos días de campaña a no gobernar con la extrema derecha y todo indica que va a cumplir su promesa. Feijóo debería hacer otro tanto, sin esperar a que se convoquen nuevas elecciones y, sobre todo, sin esperar a conocer los resultados. Entre otras razones, para enarbolar sin que le tiemble la mano eso que los políticos llaman banderas y de las que en España se ha apropiado Vox. Pienso, por ejemplo, en la necesidad de afrontar con todas las consecuencias la cuestión de la inmigración ilegal, de no ceder a los chantajes de los nacionalismos o de combatir de palabra y de hecho el wokismo. Dejar que esas y otras batallas las libre en solitario un partido como Vox, cada vez más radicalizado, más trumputinesco –en todos los sentidos, no sólo en lo referente a la política exterior–, equivale a permitir que se abran cada vez más vías de agua por su flanco derecho y a no taponar ninguna de las ya existentes.

¿Que el PP podría encontrarse en tal caso con un bloqueo parlamentario como el de 2016 por la negativa de Sánchez a pactar con los populares no ya un gobierno de coalición, sino ni tan sólo una abstención que facilitara la investidura? ¿Y por qué no arriesgarse a ello? Al fin y al cabo, la historia nos dice que esa es la única manera de que su propio partido se lo quite, al menos por un tiempo, de encima, y nos libere de paso a los demás de su perniciosa presencia en la política española.

El PP y la lección alemana

    6 de marzo de 2025
Permítanme empezar con un simple recordatorio. El actual Gobierno de la Generalidad de Cataluña, presidido por Salvador Illa, está compuesto con la misma falsilla que sirvió para armar, en 2003 y 2006, los presididos por Pasqual Maragall y José Montilla, respectivamente. Tres piezas, PSC, ERC e ICV-EUiA –o sea, la aleación de comunistas y verdes–. Es verdad que al de Illa le falta la última pieza. Pero Els Comuns, versión actualizada de la aleación rojiverde de antaño, presta su apoyo a socialistas y republicanos desde el Parlamento catalán. Pues bien, en esos tres tripartitos –demos por bueno, si les parece, que los rojiverdes siguen formando parte de él, aunque renombrados y desde el extrarradio parlamentario– quien ha mandado ha sido siempre el nacionalismo. Y no porque la política lingüística haya estado en los tres casos en manos de ERC –hace un par de décadas, con rango de secretaría; ahora, elevada al rango de consejería–, sino porque los socialistas, aun constituyendo el grupo gubernamental mayoritario y presidiendo el ejecutivo, se han sentido siempre muy a gusto participando de un proyecto de construcción nacional que tiene en la lengua y la cultura catalanas su eje rector y su razón de ser.

Tanto es así que no ha habido en el medio año transcurrido desde la formación del gobierno de Salvador Illa un solo hecho, un solo gesto, capaz de dar a entender que puede producirse en el futuro alguna rectificación en la magna obra de ingeniería social emprendida en el ya lejano 1980 por Jordi Pujol y sus huestes. Y ello a despecho de lo ocurrido en los doce años anteriores, caracterizados, como es sabido, por la radicalización del movimiento independentista en las instituciones y en la calle, con amago de golpe de Estado incluido.

En el campo de la enseñanza, la encomiable labor de asociaciones como Impulso Ciudadano o Escuela de Todos para lograr que el español, nuestra lengua común, disponga de un cachito de horario escolar en el que sea lengua vehicular ha topado hasta ahora, pese a las reiteradas sentencias favorables de distintas instancias judiciales, con la negativa de los sucesivos gobiernos autonómicos a obedecer a los tribunales y con la renuencia de los sucesivos gobiernos de España a ponerse del lado de la ley para que la ley efectivamente se cumpla.

En cuanto al ámbito institucional, debemos también al afán de Impulso Ciudadano las denuncias de ayuntamientos de cuya fachada había desaparecido la bandera de España, sin que la institución se hubiera tomado la molestia de reponerla. (A propósito del valor simbólico de las banderas del país, Antonio Muñoz Molina nos regalaba el sábado en el DOGE [Diario Oficial del Gobierno de España, antes El País] un artículo lleno de nostalgia sobre los tiempos en que “fuera de España todo era más sólido” y en el que ponía, entre otros ejemplos, el de “los lycées franceses, con sus fachadas de columnas y sus banderas tricolores al viento”. Al articulista sólo le faltó apostillar, y es una verdadera pena que dejara pasar la ocasión, que ya sería hora de que el Gobierno de España, tras casi medio siglo de democracia constitucional, prescribiera la colocación de nuestra bandera bicolor en todos los centros de enseñanza del país.)

Y aún en relación con la manipulación institucional, estamos asistiendo estos días en la Comunidad Valenciana al uso fraudulento de ayuntamientos y centros educativos para influir en la libre decisión de los padres con respecto a la lengua en la que quieren que sus hijos sean escolarizados, si valenciano o castellano. Las distintas acciones, promovidas por los partidos favorables a la inmersión lingüística en valenciano, o sea, por los que gobernaban en la anterior legislatura autonómica, y las asociaciones afines, financiadas generosamente por la Generalidad de Cataluña, constituyen una respuesta a la ejemplar campaña informativa del actual Gobierno de la Generalidad valenciana para que las familias elijan la lengua de escolarización de sus hijos. Una campaña diáfana, sin medias tintas, en la que el ejecutivo de la Comunidad se ha comprometido, muy diferente, por cierto, de la del Gobierno Balear, hecha a regañadientes, con la boca pequeña, como si la cosa no fuera con él y temiera la reacción del colectivo de docentes.

Y en el afán por imponer el catalán ahí donde no llega de forma natural –por múltiples razones, entre las que destacan el parco rendimiento del uso de la lengua en la comunicación interpersonal y la incorporación cada vez mayor de profesionales llegados de Hispanoamérica, como ocurre en la Sanidad– la Administración de la Generalidad de Cataluña se sirve de dos recursos. De una parte, de la exigencia del conocimiento de un grado superior de catalán para acceder a una plaza, lo que impide a muchos profesionales ocupar un puesto de trabajo y les lleva a migrar a otra parte de España o a ni siquiera plantearse la posibilidad de trasladarse a Cataluña desde otra comunidad autónoma. (Dicho requisito, existente también en Baleares, fue eliminado por el actual gobierno del PP, cumpliendo de este modo, esta vez sí, una de sus promesas electorales). Y como segundo recurso, la delación llevada a cabo por ciudadanos supuestamente de a pie, aunque auspiciados por asociaciones como la Plataforma per la Llengua o directamente vinculados a ella.

En este sentido, hemos sabido hace poco, por boca de la titular del Departamento de Salud de la Generalidad de Cataluña, en manos socialistas, que se dan anualmente unas doscientas quejas de pacientes o familiares por no haber sido atendidos en catalán. La consejera también indicó que existe una instrucción a los centros –introducida en la pasada legislatura por ERC y corroborada ahora por el PSC– para que elaboren “un sistema de gestión de las quejas en materia lingüística y de las acciones correctoras adoptadas”.

En síntesis, al igual que en la enseñanza, se trata de ir taponando la espita de la libertad lingüística allí donde esta se esfuerza por abrirse paso. Nos queda, eso sí, el triste consuelo de pensar que no lo van a tener fácil.

En una entrada de sus Diarios fechada el 23 de marzo de 1936 Victor Klemperer anotó lo siguiente: “Hitler dijo hace poco: ‘No soy un dictador, sólo he simplificado la democracia’.” Ignoro en qué circunstancias pronunció el dictador estas palabras, si fue en un mitin o en un discurso parlamentario –suponiendo que pueda distinguirse en su caso una cosa de otra–; si improvisó o se ciñó a leer lo que llevaba escrito; si fueron de cosecha propia o debidas al ingenio de Joseph Goebbels, al que Klemperer calificaba en otra anotación del mismo año como “el más venenoso y falso de todos los nazis”; fuese de un modo u otro, la frase de Hitler, que había ido laminando la democracia alemana desde el mismo día de su acceso (democrático) al poder, convirtiendo el Reichstag en un coro de fieles, suprimiendo la prensa libre y los partidos políticos de oposición, persiguiendo a todo funcionario desafecto, empezando por los de justicia, y dando caza sin tregua al judío, se hallara donde se hallara; sustituyendo, en fin, un régimen democrático por una dictadura; la frase, decía, no sólo revela el cinismo de quien la pronunció, sino que contiene un sintagma, “simplificar la democracia”, que parece hecho adrede para caracterizar las aspiraciones de muchos políticos de nuestro tiempo.

Ahora bien, ¿cómo puede simplificarse una democracia –liberal, por supuesto–, sin prescindir de alguno de los poderes que la constituyen o por lo menos sin someterlo? Mejor dicho, ¿se puede? Tomemos lo que tenemos más cerca. Es evidente que el presidente del Gobierno no se ha parado en barras a la hora de controlar el legislativo, por más que le falle de vez en cuando el apoyo de uno de los grupos que integran la variopinta mayoría que facilitó su investidura y eso le cueste perder algunas votaciones y no lograr sacar adelante algunas iniciativas. ¿Que cómo lo ha hecho? Pues vaciando sin recato los haberes del Estado y cediéndolos al chantajista de turno, ya sea en forma de competencias, ya de quitas de deuda, ya de bienes inmuebles, ya de dinero contante y sonante. Que el tira y afloja pueda terminar impidiendo la aprobación de unos nuevos presupuestos no preocupa demasiado a quien no importa quemar las naves del Estado mientras él se mantenga a flote.

El llamado cuarto poder no ha corrido mejor suerte. El afán de Pedro Sánchez y del Gobierno que preside por controlar los medios de comunicación ha tenido dos vertientes. De una parte, han lanzado una campaña de desprestigio contra las cabeceras no afines, bautizadas como seudomedios, acusándolas de difundir bulos y de haber tejido una suerte de ámbito maléfico, que han motejado de fachosfera y cuyo fin sería vituperar todo cuanto hace, dice u opina el presidente. La fachosfera incluiría no sólo los medios de comunicación; también cualquier ciudadano, agrupación o empresa que disintiera de los propósitos presidenciales. Al igual que durante el franquismo, ese empeño censurador –cancelador, diríamos hoy– ha contado con otra vertiente: la propaganda. Es decir, las consignas que han replicado los medios públicos y los privados a los que el ejecutivo ha regado generosamente con dinero público y licencias televisivas. Sirva como ejemplo la interpenetración entre Prisa y Moncloa, concretada en la persona de José Miguel Contreras, director de contenidos del grupo empresarial y, a un tiempo, asesor de cabecera de Pedro Sánchez.

Pero ahí donde el Gobierno ha machacado en hierro frío es en su lucha contra el poder judicial. La voluntad de doblegarlo recurriendo al juego sucio y a la difamación –acusaciones de lawfare mediante– para intentar frenar los procesos judiciales en curso que afectan a familiares del presidente, ministros y exministros del Gobierno, y al fiscal general del Estado, entre otros, no parece que vaya a tener un final feliz. Para el Gobierno y sus socios, se entiende. Y es que nuestra democracia, por suerte, es robusta y no admite simplificaciones. 

Simplificar la democracia

    6 de febrero de 2025
Espoleado tal vez por el monumental ensayo que Félix de Azúa ha publicado recientemente en estas páginas, me he tomado la libertad de hacer algo parecido en forma de artículo, aunque a una escala muchísimo más modesta, claro está. Si bien mi artículo trata también de un fraude, este no tiene nada de monumental. Me explico. Llevo ya tiempo preguntándome qué será de nosotros el día en que Pedro Sánchez sea vencido y derrotado –permítaseme la licencia, ya que parece que este 2025 va a ser el año de Franco– en las urnas, tanto si es al final de la legislatura como si la convocatoria se adelanta. Nos llueven encuestas a diario, y excepto las que proyecta el CIS de Tezanos, todas indican que la brecha electoral entre una oposición pujante y el conglomerado de partidos que sostienen al Gobierno no para de aumentar. Lo que no significa, por supuesto, que llegado el día D los españoles vayamos a comportarnos como predicen las encuestas –recuérdese, sin ir más lejos, lo ocurrido el 23 de julio de 2023–, pero, puestos a especular, permítaseme subirme al carro de la tendencia antes que aventurarme por otros derroteros.

Pongamos, pues, que tarde o temprano esta oposición gobierne. Y que lo haga tal como lo está haciendo hoy en aquellas partes de España donde el PP precisó del concurso de Vox para alcanzar la mayoría necesaria en los respectivos Parlamentos regionales y así formar gobierno. Es decir, en todas aquellas donde gobierna, a excepción de Madrid, Galicia, Andalucía, La Rioja y Melilla. Detengámonos ahora en una de ellas, Baleares, y analicemos las promesas reflejadas en el pacto de investidura suscrito con Vox. Algunas se han cumplido, como por ejemplo las referidas a la fiscalidad. Otras están en curso y habrá que ver cómo acaban. Otras, en fin, ya sabemos que no van a cumplirse. Entre ellas, la derogación de la Ley de memoria y reconocimiento democráticos, versión autonómica precursora de la Ley de Memoria democrática aprobada en el Congreso de los Diputados. No estaba en el programa del PP balear, pero sí en el acuerdo de investidura. El rifirrafe entre los dos socios previo a la votación parlamentaria se saldó con una insólita alianza entre el PP y la izquierda nacionalista para evitar que la derogación impulsada por Vox prosperara.

Pero acaso lo más irritante para quienes confiaron su voto al PP o a Vox –en el caso de este último, entre otras razones, por su presunta capacidad de hacer valer su fuerza en una hipotética coalición de gobierno o parlamentaria– sea lo ocurrido con la prometida libertad de elección de lengua en la enseñanza. La situación en Baleares es algo menos mala que la que se da en Cataluña, pero sólo porque el modelo de inmersión lingüística se implantó más tarde. El propósito era exactamente el mismo: convertir la lengua catalana –esa que ambos Estatutos de Autonomía reconocen como “propia” del territorio– en la única lengua vehicular de la enseñanza. En Cataluña este objetivo ya se ha cumplido. Y ello a pesar de las sentencias judiciales. La complicidad entre el Gobierno de la Generalitat, amparando e incluso promoviendo la rebelión de los centros docentes, y el del Estado, mirando hacia otro lado, han hecho el resto. O casi. Este periódico informaba hace unos días de la creación de un colectivo de maestros, familias y colaboradores llamado La Flama (La Llama) cuyo objetivo es “permitir a los niños vivir su educación en la lengua y cultura catalanas de forma normal, libre y plena”. O lo que es lo mismo, sin que la lengua común de los españoles interfiera para nada en el desarrollo educativo del niño. 

En Baleares el desenlace está por ver, aunque los hechos auguran que no distará mucho del de Cataluña. En el largo año y medio que lleva en el poder, el PP ha puesto en práctica una política lingüística que ha consistido en una especie de trampantojo. El gobierno autonómico sostiene que está garantizando la libertad de elección de lengua en la primera enseñanza, es decir, la potestad de los padres de elegir en cuál de las dos lenguas oficiales quieren que sus hijos sean escolarizados. Pero la realidad es muy distinta. En el presente curso sólo una decena de colegios públicos y concertados previamente adscritos a un plan piloto ofrecen esa doble línea en la primera enseñanza. Ello se debe, según la Administración, a la escasez de demanda. Sin duda. Lo que no explica el gobierno autonómico es que esa escasez obedece al nulo interés de las directivas de esos centros docentes y de la propia Administración por publicitar la oferta. En el caso de las primeras, porque en su gran mayoría están compuestas por docentes que profesan un combinado de pancatalanismo e izquierdismo al que la sola mención de la lengua castellana o de la palabra España produce una comezón generalizada. En cuanto a la segunda, porque teme más que al diablo una posible insurrección asamblearia, con huelgas y manifestaciones, de los docentes contrarios a esa libertad de elección de lengua o incluso de su posible conjunción en una sola línea, como ya ocurrió hace una docena de años en circunstancias algo distintas pero no distantes. De ahí que para no enemistarse con ellos recurra a artimañas como la de este plan piloto que le permite presumir de estar cumpliendo lo acordado en el pacto de investidura, por más que se encuentre muy lejos de hacerlo.

Quienes creímos en su momento, con tanta ingenuidad como esperanza, que la llegada del PP al gobierno de Baleares no sólo nos iba a quitar de encima la pesadilla de ocho años de radicalismo izquierdista y nacionalista, sino que iba a traer también un cambio sustancial en la política lingüística llevada a cabo hasta entonces tenemos la sensación de haber sido víctimas de un fraude. Y lo que es peor, de un fraude al que se suma la sospecha de que esto ya no tiene remedio. Tras ser elegido presidente del Partido Popular, Núñez Feijóo –lo recordarán sin duda– se refirió en Cataluña a su apuesta por un bilingüismo cordial, o sea, por la pacífica conjunción entre el catalán y el castellano. La fórmula no era nueva; la había acuñado el propio Feijóo en Galicia, siendo candidato a la presidencia de la Xunta, en relación con el castellano y el gallego. Nada que objetar, claro, salvo que la cordialidad entre ambas lenguas oficiales, para ser en verdad cordialidad, requiere de un proceso previo de descolonización. Tanto la enseñanza como la administración, lo mismo en Cataluña que en Baleares –y en gran medida en Galicia, como bien sabe Feijóo, que llegó en 2009 a la presidencia del gobierno regional prometiendo una libertad de elección de lengua de la que pronto se desentendió–, han sido colonizadas desde hace años. Hasta lo ha sido, en aquellas regiones con más de una lengua oficial, la Alta Inspección de Educación del Estado, siempre sumisa ante las exigencias de los nacionalismos periféricos.

En su Haciendo de República, cuya primera edición es de 1934, Julio Camba incluyó una serie de artículos que no llegaron a publicarse cuando correspondía en aplicación de la Ley de Defensa de la República –ese antecedente lejano de la batería de leyes cocinadas hoy por la tropa de asesores del ministro Bolaños para castigar toda disidencia mediática–. Su amigo Pedro Sainz Rodríguez, un hombre de posibles, se los fue abonando hasta que la derrota en las urnas de los partidos de izquierda, en noviembre de 1933, le permitió retomar su colaboración en prensa. Uno de estos artículos, “Lo que pudo hacerse”, terminaba con estas palabras: “(…) lo peor es que antes (…) había siempre una solución, a la que se agarraban aun los más recalcitrantes: la República; pero ahora que tenemos la República, ahora ya no tenemos solución”.

Ojalá esas palabras referidas a la República no debamos aplicárselas un día al PP cuando vuelva a gobernar en España.

Lo que pudo hacerse

    23 de enero de 2025
Entre los recuerdos que conservo de mi paso por la política está el de un debate en el Parlamento Balear a propósito de los libros de texto. Ciudadanos, partido al que yo representaba, abogaba por su gratuidad mediante la adopción de un sistema de préstamo. La reivindicación no era nueva: años antes UPyD había presentado en el Congreso de los Diputados una proposición semejante, pactada con el PP, que instaba al Gobierno de Mariano Rajoy a incorporar la medida en la nueva ley de educación, la Lomce. La proposición de UPyD no salía de la nada: recogía la iniciativa que una madre había lanzado en internet y que contaba por entonces con cerca de 300.000 apoyos. En plena crisis económica, todo cuanto pudiera remediar las maltrechas economías familiares era bienvenido, y en especial si la familia era numerosa.

La iniciativa acabó figurando en la Lomce en forma de disposición adicional. El compromiso gubernamental era de una vaguedad significativa: el “Ministerio (…) promoverá el préstamo gratuito de libros de texto y otros materiales curriculares”. A la hora de la verdad, sólo se llevó a cabo en legislaturas posteriores, con Ciudadanos en el lugar de UPyD, y en las comunidades autónomas donde el gobierno regional del PP dependía del apoyo de esta fuerza minoritaria. Los resultados fueron dispares, tirando a malos. En ello tuvieron que ver, por un lado, la mala planificación, y por otro, las presiones del sector editorial, reacio, como es lógico, a la disminución de su volumen de negocio.

El caso de Baleares era distinto. La propuesta de Ciudadanos se producía en un Parlamento donde la fuerza del partido rozaba lo testimonial. No existía, pues, posibilidad alguna de que la prosperase. Con todo, siempre quedaba la esperanza de que el asunto tuviera cierta repercusión en los medios. Vana ilusión: pasó sin pena ni gloria. Lo que sí deparó el debate fue una intervención –cuando menos para mí– sorprendente. La hizo un diputado pancatalanista y de izquierdas, integrante de la mayoría que prestaba apoyo al gobierno autonómico, quien tras despreciar la propuesta con el argumento de que muchos centros docentes ya se las apañaban a través de las asociaciones de padres de alumnos, que se responsabilizaban de esta labor de reciclaje, vino a decir más o menos lo siguiente: “Además, en muchos de ellos ni siquiera hace falta libro de texto, pues el maestro o profesor, según la etapa de que se trate, elabora sus propios materiales y los fotocopia y distribuye entre sus alumnos gratuitamente o por un precio módico.”

Es en parte en contra de esa clase de sucedáneos que se erige Apología del libro de texto. Cómo escribir, elegir y utilizar un buen manual (Narcea, 2024). Pero antes de hablar de la obra conviene hacerlo de su autor, el portugués Nuno Crato, y de los hechos que lo avalan. Al margen de sus credenciales académicas y de su experiencia pedagógica, Crato fue ministro de Educación y Ciencia durante el gobierno de Pedro Passos Coelho, o sea, entre 2011 y 2015. Tuvo, pues, la satisfacción de coronar el periodo más brillante de las políticas educativas portuguesas, el que va desde las primeras pruebas Pisa de 2000 hasta las de 2015, aproximadamente. Durante estos años el nivel de los jóvenes quinceañeros de su país experimentó una subida tan sostenida como espectacular. Tras salir del pozo en que se encontraba a comienzos de siglo, llegó a sobrepasar la media de la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, responsable de las pruebas) en matemáticas, comprensión lectora y ciencias. Y lo más significativo: dicha subida se produjo prescindiendo de quien gobernara, si la derecha o la izquierda.

Tal prodigio resulta sin duda inimaginable para cualquier español interesado en el rendimiento educativo de nuestros jóvenes. En primer lugar, porque en este periodo España se mantuvo siempre por debajo de la media de la OCDE, con oscilaciones diversas, pero por debajo. Luego, porque no ha habido nunca una conjunción entre los dos grandes partidos, PSOE y PP, a fin de aplicar una política común, no dependiente de quien gobernara. La razón del éxito portugués estriba, en palabras de Crato, en que las “políticas educativas se centraron en los resultados de los alumnos, en la mejora del currículo y en la evaluación”. También en la obligación por ley, desde 2001, “a hacer públicos los promedios por centro de los resultados de los exámenes, que hasta entonces se habían ocultado al público”. Lo cual “fue decisivo, ya que aumentó la concienciación pública sobre la diversidad de la calidad escolar y presionó a los centros y a los profesores para que mejoraran los resultados”. Nada que ver con España tampoco, no hace falta decirlo.

Llegados a este punto del artículo, el lector se preguntará tal vez qué ocurre con los libros de texto. Es decir, qué función cumplen en todo este entramado. Pues bien, para empezar, son los garantes de la uniformidad, los que facilitan la movilidad de los alumnos de un centro a otro, de un punto a otro del territorio, con la seguridad de que el nivel que atesora el alumno, ratificado por un sistema de evaluación unitario, le va a permitir proseguir su formación sin mayores quebrantos que los propios de su etapa escolar. Una función parecida, por cierto, a la de nuestra lengua común allí donde no se interfiere, como pasa en determinadas partes de España, la imposición en la enseñanza y en otros ámbitos de la Administración de una lengua regional.

De otro lado, este nexo entre profesor y alumno constituye asimismo un seguro ante la dispersión del conocimiento. Y es que el libro de texto, el buen libro de texto, se confecciona sobre la base acumulativa del saber. En palabras de Crato: “Los libros de texto deben tener una estructura que les permita construir, progresivamente, conocimiento sobre conocimiento”. Algo para lo cual la memorización, tan estigmatizada hoy en día, no es en absoluto un estorbo, sino una herramienta más al servicio de la comprensión. Basta con que al alumno se le enseñe a usarla. Y para ello el profesor, aparte de sus conocimientos, cuenta con los ejercicios y actividades que le procura el libro de texto.

Estas son, muy resumidas, las principales funciones de un libro de texto y, a un tiempo, las razones por las que nunca deberían dejarse de lado en provecho de materiales preparados por el maestro o el profesor o de experimentos pedagógicos como, por ejemplo, los que delegan en el alumno la construcción de su propio conocimiento. De todo ello y de mucho más nos habla Nuno Crato en esta Apología del libro de texto que todo enseñante, desde los estudios primarios hasta los superiores, y cualquier persona interesada por la educación deberían leer y tomar como referencia.