Ignoro si el problema de la inmigración será uno de los temas a debatir en el próximo congreso del Partido Popular, aunque sería bueno que así fuera. Jesús Fernández-Villaverde, doctor en Economía e investigador y docente en diversas universidades extranjeras, daba cuenta el sábado en una entrevista en El Mundo de la magnitud del problema al advertir –y apuntalar con sólidas evidencias– de que “el nivel de inmigración que tenemos es insostenible y económicamente muy mal negocio”. Y los artículos publicados recientemente sobre el particular en estas mismas páginas por Enrique Morales y Marcos Ondarra no ofrecían tampoco ningún sosiego. De un lado, según datos del Banco de España correspondientes a 2023, España es uno de los países de la Unión Europea con mayores tasas de entrada de extranjeros: 24 inmigrantes por cada mil habitantes, en contraste, por ejemplo, con Francia –5 por cada mil– o Italia –6 por cada mil–. De otro lado, la nueva ley de extranjería que entró en vigor el pasado martes y ha rebajado los requisitos exigidos para la nacionalización hará que en tres años 900.000 inmigrantes puedan regularizar su situación.

No parece, en definitiva, que al Gobierno le asusten esas cifras. Muy al contrario, se comporta en este terreno como se ha comportado con el reparto de los menores migrantes no acompañados desembarcados en Canarias. O sea, utilizando el problema como arma política. Si con los menas, tras desentenderse primero del asunto, se esforzó luego en no llegar a acuerdos con la oposición y, sobre todo, en no lesionar con sus decisiones los intereses de comunidades autónomas gobernadas por partidos de los que depende para mantener su frágil mayoría en el Congreso, todo indica que con la nueva ley quiere predisponer a los inmigrantes a su favor con vistas a futuras contiendas electorales.

Pero al margen de estos aspectos, ya por sí mismos preocupantes, si el partido destinado a gobernar España cuando Yo el Supremo abandone la Moncloa desea abordar de verdad en su congreso eso que se ha venido en llamar “la batalla de las ideas”, no debería descuidar otra cara de la inmigración, acaso la más importante cuando se trata de migrantes de religión musulmana. A ella se refería el rotativo Le Figaro el pasado miércoles 21 en una exclusiva que revelaba la existencia de un informe minucioso y detallado, encargado por el ministro de Interior, sobre el grado de infiltración de los Frères Musulmans (Hermanos Musulmanes) en los ámbitos políticos, educativos, asociativos, deportivos y culturales franceses, sin olvidar las redes sociales. El periódico lo calificaba de explosivo y, a juzgar por lo publicado, sin duda lo es. Tanto, que el mismo día el Consejo Superior de Defensa Nacional, presidido por Emmanuel Macron, lo convirtió en el tema central de su reunión. El presidente de la República pidió a su término un tiempo de reflexión antes de anunciar las respuestas del Estado, pero todo induce a creer que estas van a ser contundentes.

Frères Musulmans es una organización fundada hace cerca de un siglo en Egipto y que tiene como fin último la implantación de la ley islámica. En Europa, se extendió primero por Alemania, Suiza y Reino Unido, antes de hacerlo por Francia. Su estrategia consiste, por una parte, en ir infiltrándose en distintos estratos sociales, procediendo de abajo arriba, y, por otra, en aislar a sus correligionarios del resto de la sociedad –la educación en madrasas tiene aquí un papel fundamental– con tal de inculcarles la doctrina islámica. El mismo miércoles, tras hacerse público el informe, los partidos de centro y de derecha franceses expresaron su apoyo a las medidas que vaya a tomar el Gobierno, mientras que Jean-Luc Mélenchon, líder de la principal formación de izquierda, las criticaba con el argumento de que iban a acrecentar la islamofobia. (Curiosamente, y no creo que sea casualidad, el escritor Michel Houellebecq anticipaba ya en 2015 en su novela Soumission un escenario no muy alejado del actual, que situaba en el año 2022 y en el que una Fraternidad Musulmana alcanzaba en Francia el poder.)

No sé si en España el CNI o algún otro organismo vinculado a Defensa o Interior andará investigando la posible existencia de una trama similar; al fin y al cabo, no se trata de una organización terrorista. Pero, aun así, no estaría de más que tomara el informe desvelado por Le Figaro como modelo de lo que conviene hacer. Y que, ya puestos, empezara por escarbar en Cataluña, donde el Gobierno de Convergència i Unió se empeñó a comienzos de siglo en catalanizar a los inmigrantes magrebíes, para lo cual nombró al independentista Àngel Colom delegado de la Generalitat en Marruecos. La idea era favorecer la llegada a Cataluña de inmigrantes que no tuvieran como lengua materna el español, para así facilitar su conversión en catalanohablantes. Un cuarto de siglo más tarde, el número de ciudadanos que usan el catalán para relacionarse se halla, en el mejor de los casos, estadísticamente estancado. En cuanto a las consecuencias de dicha repoblación forzada, basta fijarse en el crecimiento exponencial de la xenófoba Aliança Catalana para convencerse del éxito de la empresa.

La inmigración como problema

    29 de mayo de 2025
El pasado domingo la periodista Laura Fàbregas traía a estas páginas el caso de Manuel Acosta, diputado de Vox en el Parlamento de Cataluña y profesor de catalán en excedencia. Que un profesor de catalán con 25 años de experiencia en la docencia –en secundaria y bachillerato, en concreto– sea diputado de Vox en el Parlamento autonómico ya constituye, por sí mismo, un caso digno de consideración. Pero resulta que Acosta, además, se ha ofrecido a dar clases de lengua catalana a los compañeros de hemiciclo que han solicitado los servicios de asesoramiento lingüístico –en catalán, claro– de la Cámara, convencidos como están, se supone, de que necesitan mejorar si desean progresar adecuadamente en su dominio del catalán. Que más de uno necesita mejorar no hay por qué dudarlo, a juzgar por las palabras del propio parlamentario de Vox: “He tenido que corregir las múltiples faltas de ortografía, de cohesión, coherencia y adecuación que cometen muchos diputados, especialmente los de CUP, Junts, ERC y PSC, en sus escritos y discursos”.

Como pueden figurarse, el ofrecimiento de Acosta no irá más allá del gesto. Ninguno de los diputados apuntados hasta la fecha para ser asesorados lingüísticamente –un 15% del total del Parlamento– recogerá el guante. Pero, aun así, viniendo de quien viene y dirigiéndose a quien se dirige, sirve para poner de manifiesto la enorme hipocresía de los eximios representantes de unos partidos que han convertido la lengua catalana en la piedra angular de esa nación que llevan construyéndose desde el último tercio del siglo XIX y que, pese a ello, son incapaces de expresarse sin llenar sus discursos y sus escritos de clamorosos lamparones ortográficos y gramaticales.

A mí el caso de Manuel Acosta me ha recordado lo sucedido hará cosa de una trentena de años en el Departamento de Filología Catalana de la Universidad de Barcelona. Los profesores de aquel departamento, ante el paupérrimo nivel de catalán demostrado por los estudiantes de los últimos cursos –no de los primeros, sino de los últimos, a punto, pues, de convertirse en egresados– y ante la certeza de que iban a engrosar la nómina de los trabajadores de la lengua, o lo que es lo mismo, de que iban a abrazar el noble oficio de evangelizadores de la causa nacional, desde la tarima principalmente –todavía abundaban en aquella época–, pero también desde los numerosos puestos de la administración creados a tal efecto; los profesores, decía, decidieron introducir una prueba de nivel a final de carrera para verificar que el dominio del idioma de cada licenciado en filología catalana fuera el que debía ser. Lo decidieron, pero no lo hicieron. Cuando los afectados, o sea, los estudiantes –y, en especial, los de segundo ciclo– recibieron la noticia, no se cruzaron de brazos. Al poco, en los tablones que adornan el legendario patio de letras de la universidad, escenario de tantas batallas en los tiempos heroicos del antifranquismo, aparecieron unas fotocopias de textos firmados por los propios profesores del departamento en las que, debidamente subrayadas o rodeadas con un círculo, se señalaban incorreciones tan o más ominosas que las de sus alumnos. Como es de suponer, la iniciativa para establecer la prueba fue retirada. Ignoro si más adelante se retomó, pero dudo que aquellos profesores o sus sucesores se expusieran a repetir un bochorno semejante.

Esta semana, precisamente, la lengua catalana ha vuelto a ser noticia. De un impacto discreto, si se la compara con el de las nuevas revelaciones sobre la ciénaga gubernamental, pero noticia al cabo. Y de las gordas. El presidente de la Generalidad catalana presentaba con todo el boato de las grandes ocasiones un Pacte Nacional per la Llengua dotado con 255 millones el primer año, millones que han de servir, entre otras cosas, para ampliar el radio de imposición de la lengua catalana. Ahora toca, al parecer, atizar a la administración general del Estado y a las empresas concesionarias del gobierno regional, sin descuidar, por supuesto, los frentes habituales y en particular la enseñanza. Ah, también los medios de comunicación deberán pasar en adelante por un filtro ideológico antes de ser acreditados para trabajar en el Parlamento autonómico. Eso sí, por si puede servir de consuelo a los en otro tiempo conocidos como los chicos de la prensa, no parece que, tal como está el patio, vayan a someterles a un examen de catalán.

Filología catalana

    15 de mayo de 2025
Jornadas como las del lunes son propicias a todo tipo de bulos y conspiranoias. De los muchos que corrieron por las redes y las ondas, han destacado una vez más los ciberataques con marchamo ruso, de indiscutible impacto por estos pagos desde que el intento de golpe de Estado de Puigdemont y compañía puso al descubierto nuestras flaquezas en ciberseguridad. Añádase a lo anterior la reciente rescisión del contrato de compra de armamento a Israel, al que podrían seguir otros muchos en materia militar y, en especial, los relacionados con la defensa ante posibles agresiones cibernéticas. De ahí a deducir que Israel, como respuesta a nuestro incumplimiento, nos hubiera dejado, como se dice vulgarmente, con el culo al aire, hay sólo un paso.

Aun así, esa clase de infundios tienen siempre remedio, a condición de que al apagón eléctrico no le siga uno informativo. Y lo cierto es que el Gobierno no puso un particular esmero a la hora de informar. Pedro Sánchez compareció cinco horas y media después del apagón, cuando el caos y el colapso en la España peninsular eran ya de órdago, y fue para soltar el clásico “no se descarta ninguna hipótesis” y pedir la no menos clásica “colaboración de los ciudadanos”. Luis Montenegro, su homólogo portugués, si bien recurrió a los mismos tópicos, compareció tres horas antes que Sánchez y señaló que todo apuntaba a que la avería provenía de España, país del que Portugal es en gran medida dependiente energéticamente. (A propósito, no sé cómo andarán ahora aquellas encuestas más o menos recurrentes sobre el iberismo. La última que he podido consultar, publicada en 2019 por electomania.es, arrojaba un resultado de un 70% de españoles a favor de una hipotética unión ibérica entre ambos países, Andorra y Gibraltar, frente a un 60 % de portugueses. No parece que lo ocurrido el lunes vaya a ayudar a acrecentar el segundo porcentaje.)

Los días siguientes, pese al empeño de Sánchez en no descartar ninguna hipótesis –ni siquiera la del ciberataque ruso, como sí hizo en cambio, desmintiéndola, la empresa público-privada Red Eléctrica, principal operadora del sistema eléctrico y responsable del equilibrio entre la generación y la demanda de electricidad, cuya presidenta es la exministra socialista Beatriz Corredor– han servido para arrojar algo de luz sobre las posibles causas del apagón. No del apagón en concreto, cuyo origen sigue siendo a estas alturas un misterio, sino de unos antecedentes de los que hicieron caso omiso su presidenta y el Gobierno. En concreto, los informes que los técnicos de la empresa elaboraron desde 2020 advirtiendo de desajustes de frecuencia que podrían estar relacionados con la introducción de las energías renovables. Lejos de reconocer esta posibilidad, Pedro Sánchez, aparte de insistir en que no descartaba ninguna hipótesis, aprovechó su comparecencia del martes para ratificarse en lo acertado del cierre de las nucleares llevado a cabo por su Gobierno.

Pero acaso el apagón informativo más relevante y que nada tiene que ver con la electricidad fue el que se produjo la misma mañana del lunes y que confirma, por si hacía falta, la baraka con la que parece contar Pedro Sánchez. A primera hora conocíamos que la juez Beatriz Biedma había resuelto abrir juicio oral por prevaricación y tráfico de influencias contra el hermano del presidente del Gobierno, David Sánchez, el presidente de la Diputación de Badajoz y líder del PSOE de Extremadura, Miguel Ángel Gallardo, y un asesor de la Moncloa y ocho cargos de la propia Diputación pacense. Pues bien, el impacto de la noticia tuvo una vida corta. El apagón de las 12:33 lo cortó en seco. Lo que no significa, claro está, que el interés por la noticia no vaya a renacer a medida que el juicio oral se desarrolle.

Sea como sea, abandonen toda esperanza los españoles de bien, que son afortunadamente la mayoría. Ese proceso judicial no cambiará en absoluto la determinación del otro Sánchez de resistir a toda costa y sin pararse en barras hasta el final de la legislatura. Es más, cuanto peor pinten los sondeos electorales, más se empecinará el capitán del barco gubernamental en mantenerse en su puesto contra viento y marea hasta completar los cuatro años que la Constitución le permite estar. Si algo le importa un comino, y lo ha demostrado con creces, es dejar el país hecho unos zorros.


Los otros apagones

    1 de mayo de 2025
Anda toda la izquierda muy alterada. A juzgar por lo visto, oído y leído, la reciente V Asamblea de Podemos y sus prolegómenos han puesto de los nervios a representantes políticos, sindicatos de los antiguamente llamados de clase, medios de comunicación afines, oficiales o no; en síntesis, paniaguados de toda especie integrados en el Gobierno de España o dependientes de su sustento. ¿La razón? El miedo a que el partido surgido de aquel movimiento siniestro –léase de izquierda– con el que Pedro Sánchez no tuvo inconveniente en pactar un gobierno de coalición en noviembre de 2019 después de haber jurado no hacerlo y que, poco a poco, elección tras elección, ha ido viendo menguada su tropa y disminuidos sus apoyos hasta quedarse en los cuatro diputados de que dispone hoy en el Congreso; el miedo a que ese partido, decía, acabe por aguarle la fiesta al actual Gobierno en su voluntad de agotar la legislatura y se la agüe, de paso, a quienes componen ese conglomerado de fuerzas a las que da amparo.

Entre las reacciones y comentarios de los afectados, quizá el más socorrido sea el de los que lamentan que, con su actitud, Podemos esté poniendo en peligro la supervivencia del primer gobierno de coalición habido en España desde los tiempos de la Segunda República y el único de tendencia “progresista” en la Unión Europea. (Lo que, dicho sea de paso, más que motivo de orgullo debería ser de honda preocupación.) Al lamento suele seguirle el recordatorio de cuál sería la consecuencia de semejante quiebra gubernamental: el retorno de la derecha al poder por obra y gracia de los votos que le vaya a prestar la ultraderecha, incrustada o no en el futuro gobierno. No hace falta precisar que detrás de ese gimoteo a cappella de esos políticos y comentaristas subyace el rechazo a la alteridad, la convicción de que sólo la izquierda está legitimada para ejercer el poder, pues ella y sólo ella encarna el progreso. De ahí la insistencia en la función transformadora de las fuerzas progresistas y, en lógica contraposición, el inmovilismo retrógrado y cerril de la derecha.

De semejante visión de la historia y de la democracia participan los partidos que integran el actual gobierno de coalición y las formaciones que les prestan su apoyo en el Congreso, excepto Junts, PNV y Coalición Canaria. Un apoyo en el que existen, claro, gradaciones. Así, los partidos gubernamentales son los más moderados, seguramente por lo que conlleva de pragmatismo el hecho mismo de gobernar. Entre los intrínsicamente revoltosos, puede establecerse asimismo una división entre los separatistas –ERC, EHBildu y BNG– por un lado, y Podemos por otro.

Esta última división cobra pleno sentido a la hora de tratar de entender la reciente postura de Podemos en el tablero de juego político. Podemos no es un partido nacionalista, por más que comulgue con las formaciones de este color en la medida en que unos y otros tienen como propósito subvertir las reglas del juego democrático y el orden legal establecido. En otras palabras: a Podemos no se le puede comprar con condonaciones de deuda, nuevas transferencias de competencias o conciertos sobrevenidos. El resto de los partidos de izquierda, a los que hay que sumar los nacionalistas de centro o derecha, sí se avienen al trueque, cada cual con un traje a medida. El Gobierno, aun sin presupuestos y con la deuda disparada, derrocha a espuertas sin importarle lo más mínimo la magnitud del destrozo. Pero a Podemos, ¿qué puede ofrecerle? ¿El “no a la guerra”, es decir, el rechazo al rearme? Es evidente que no. Además, tal como están las cosas, el recorte en el gasto social parece inevitable, por muchas promesas en sentido contrario que hagan los miembros del Consejo de ministros. Todo lo cual convendrán conmigo en que no hace sino abonar el terreno para que Podemos se eche al monte y torpedee en el futuro las iniciativas legislativas del Gobierno.

Revelaba aquí Luca Constantini hace unas semanas la posibilidad de que Sumar renuncie a presentarse en las próximas elecciones generales en las circunscripciones en las que no tiene chance alguna de sacar representación. Y que lo haga en beneficio del PSOE. El único precedente aproximado que yo recuerdo, aparte de las coaliciones para el Senado de los tiempos de Joaquín Almunia y Paco Frutos, es el acuerdo al que llegaron el PSC de Maragall y los ecocomunistas catalanes de entonces en las autonómicas de 1999. Se presentaron en coalición en las tres provincias menores, donde estos últimos carecían de posibilidades, y por separado en la mayor, Barcelona. El resultado de la operación fue el aumento considerable de los socialistas en escaños y la disminución también considerable de los ecocomunistas, pese a contar con dos diputados elegidos en las listas de las circunscripciones menores. O sea, un mal negocio, por no decir un desastre. Trasladado al caso que nos ocupa, y salvadas sean todas las distancias entre una y otra circunstancia, no parece que Sumar, que además renunciaría a presentarse allí donde difícilmente obtendría representación, pueda salir beneficiado con la jugada.

Así las cosas, harían muy mal negocio los de Yolanda Díaz –a los que las encuestas auguran una caída cercana al 50% en caso de celebrarse ahora los comicios– si se presentaran en comandita con los socialistas a la próxima cita electoral siguiendo un esquema de este tipo. Y, por el contrario, Podemos –al que los sondeos predicen una representación bastante parecida a la que tiene ahora en el Congreso– ensancharía ese espacio a la izquierda del PSOE, al percibir sus hipotéticos votantes que no existe apenas diferencia entre votar una marca u otra de las dos que conforman hoy en día el Gobierno, por lo que más vale apostar por la marca original. O sea, la que no está en el Gobierno ni en el bloque que a duras penas lo sostiene en el Parlamento.

La izquierda revolucionada

    17 de abril de 2025
Los medios de comunicación independientes –entiéndase, no dependientes de ningún poder público– han consolidado en sus ediciones expresiones del tipo “el CIS de Tezanos”, “la Fiscalía de García Ortiz” o “el Constitucional de Conde Pumpido”, hasta convertirlas en una suerte de marcas temporales. Con ellas, trasladan al lector, oyente o telespectador la idea de que dichas instituciones no se atienen a las reglas que deberían guiar su recto funcionamiento, o sea, al interés general, sino que actúan, mediante toda clase de amaños, añagazas y quebrantamientos de la ley, movidas por los intereses de quienes las rigen, intereses que no son otros, al cabo, que los de aquel que les ha puesto allí, o sea, el presidente del Gobierno.

Los primeros días de esta semana nos han dejado precisamente una locución de tintes parecidos y que podríamos formular así: “la universidad de Sánchez”. El propio presidente nos facilitó en su intervención en el acto celebrado el pasado lunes en las Escuelas Pías de la UNED, en Madrid las grandes líneas de su mensaje. Desde el título mismo. “En defensa de una universidad de calidad, clave para el ascensor social”, rezaba el atril desde el que Sánchez se dirigió a la concurrencia, en su mayoría afín. Supongo que el sintagma “ascensor social”, empleado por lo común para referirse a la enseñanza obligatoria y a la posibilidad de que los estudios sirvan para que un alumno de familia humilde pueda, gracias al talento y al esfuerzo, labrarse un futuro que le permita dejar de ser lo que antes se conocía como “clase baja” para alcanzar la “media” e incluso la “alta”, era utilizado en esta ocasión en un sentido similar, aunque restringido a la coronación del proceso. En tal caso, lo que sobraba sin duda alguna era la palabra “clave”.

Cualquiera sabe que en la construcción de un edificio lo fundamental son los cimientos. Si estos fallan, si no sostienen los materiales que se les van superponiendo, piso a piso, hasta alcanzar la techumbre, de poco sirve que esta última aparente solidez; no será más que apariencia. Y eso en el supuesto de que el edificio aguante y llegue a coronarse, lo cual es mucho suponer. La clave, pues, de este “ascensor social” al que apela Sánchez no se halla en la universidad, sino en la enseñanza obligatoria y, a lo sumo, en el bachillerato. Y para saber cuál es el estado de esas etapas de la enseñanza obligatoria –primaria y secundaria– y posobligatoria –bachillerato–, basta acudir a los datos, o sea, a los resultados de las pruebas que evalúan a los alumnos españoles de cuarto de Primaria (PIRLS) y de 15 años (PISA). Pues bien, esos resultados nos sitúan muy por debajo de las medias de referencia entre los países económicamente desarrollados (OCDE) y de la Unión Europea. En cuanto al bachillerato, al no disponer de una prueba nacional de acceso a la universidad, no queda más remedio que remitirse a lo que opinan muchos docentes de educación superior sobre el ínfimo nivel de conocimientos de sus alumnos cuando llegan a la universidad. Decir que esos docentes no salen de su asombro es decir poco.

Todo eso a Pedro Sánchez ni le va ni le viene. Los hechos, los datos –la realidad, en una palabra– no le han estropeado jamás su triunfalismo. Ni tampoco sus propias contradicciones y falta de coherencia. Su discurso del lunes, al tiempo que anticipo de lo que vendrá –“endurecer los criterios de creación, de reconocimiento y de autorización” de las universidades privadas–, era una muestra de ello. Un anticipo de mal gusto, ciertamente. Hablar de “chiringuitos” y de “máquinas expendedoras” de títulos para referirse a las universidades privadas entra de lleno en la jerga barriobajera –monteril, y no precisamente de la Montero de Podemos–. Y, ya puestos, tildarlas de chiringuitos en contraposición con las públicas, en cuyas facultades y departamentos prolifera la endogamia, auspiciada y bendecida por los propios rectores, es tener –por seguir con los coloquialismos– un morro que se lo pisa. Y no digamos ya tratándose de alguien que fue incapaz de escribir una tesis doctoral de cabo a cabo.

Claro que en esto último –en lo tocante al morro, me refiero– justo es reconocer que el hombre es coherente.

La universidad de Sánchez

    3 de abril de 2025
El comportamiento de nuestra clase política parece guiarse por aquella advocación mariana del “virgencita, virgencita, que me quede como estoy”. Sólo Vox con sus aspavientos radicales –y nada caritativos, por cierto– se sale de la norma. En cuanto al resto, tanto los partidos constitutivos del Gobierno de la Nación y los que le prestan su apoyo desde las bancadas parlamentarias –ya sea religiosamente, ya haciéndose de rogar–, de una parte, como los que se oponen a él –básicamente el Partido Popular–, de otra, actúan como si el tiempo jugase a su favor. El PSOE de Pedro Sánchez, porque le quedan dos años de legislatura antes de jugárselo todo a la carta de las urnas, y vaya usted a saber lo que puede pasar en dos años –y lo que puede pasar en las urnas, claro está; véase si no el precedente del 23-J–. Y puestos incluso en lo peor para sus intereses, habrán sido dos años poder omnímodo, sueldos copiosos a amigos y conocidos, favores y prebendas a familiares, millones a espuertas a los medios afines y siembra de minas en la Administración del Estado para dificultar la gestión de sus sucesores y facilitar un pronto retorno de esa izquierda descaradamente antisistema. (A propósito: dicha siembra de minas se ha producido también en el propio partido socialista, por lo que dudo mucho que, aun sin Sánchez en el Gobierno, pueda volver a ser algún día lo que fue desde los tiempos de la Transición y hasta la llegada de Rodríguez Zapatero a la secretaría general, es decir, un partido de centroizquierda.)

En cuanto a la conducta de las fuerzas políticas en labores de apoyo parlamentario al Gobierno, hay de todo, como en la viña del Señor. Por un lado, tenemos a la extrema izquierda encarnada en Podemos haciendo honor a su condición de pepito grillo, más verbal que otra cosa. Veremos qué ocurre en adelante con el impepinable aumento del gasto en defensa y, en definitiva, con la aprobación de los presupuestos. Por otro lado, está la amalgama de formaciones nacionalistas, desde las más moderadas a las más levantiscas. A todas ha complacido el Señor –léase aquí Pedro Sánchez–, y en particular a las vascas y a las catalanas. Pese al suspense al que le someten estas últimas, y en especial las que tienen como epicentro Waterloo, nada parece indicar que vayan a romper la baraja gubernamental, pues difícilmente encontrarán una coyuntura más propicia a sus intereses particulares. Transferencias contantes y sonantes, quitas de deuda pública, delegaciones, aunque en apariencia sean compartidas, de seguridad e inmigración… En fin, como suele decirse, lo que se les ofrezca.

Y el último bloque donde parece que el movimiento no se demuestra andando es el del partido mayoritario de la oposición, llamado a ser, según todas las encuestas –excepto las del CIS de Tezanos, por supuesto–, el vencedor de las próximas elecciones con una ventaja suficiente como para gobernar con Vox, en coalición o gracias a sus escaños. Aquí el comportamiento de su presidente, Alberto Núñez Feijóo, recuerda el de aquel hombre al que aconsejan armarse de paciencia y quedarse quieto hasta ver pasar el cadáver de su enemigo. Ocurre, sin embargo, que un partido político dista mucho de ser un solo hombre, por más que trate de tener una sola voz. Para muestra, la reunión de los presidentes autonómicos y la cúpula del Partido Popular el pasado 12 de enero en Oviedo, donde se conjuraron para ceñirse a una postura migratoria común, distinta de la adoptada hasta la fecha por el Gobierno, y distinta sobre todo de la preconizada por Vox.

Pues bien, el presidente valenciano, acechado por las consecuencias de su propia gestión de la dana y necesitado del apoyo del partido de extrema derecha para aprobar los presupuestos de la Comunidad, no ha tenido inconveniente alguno en pisar la mina del reparto de los menores no acompañados abrazando la posición de Vox, consistente en no aceptar ninguno. Ante ello, a Feijóo no le ha quedado otra que tragarse el sapo y admitir lo que hasta la fecha le parecía inaceptable. De haber afrontado, en cambio, el problema y haberse manifestado hace tiempo con toda claridad sobre la cuestión, más allá de negarse a aceptar las condiciones del Gobierno, o bien, de haber inducido de buenas a primeras a Carlos Mazón a renunciar a la presidencia de la región ante su incompetencia manifiesta cuando la dana; de haberse movido, en una palabra, cuando había que hacerlo se habría ahorrado sin duda el bochorno causado ahora por sus contradicciones.

Con todo, una cosa sí hay que reconocerle a Pedro Sánchez. Entre tanto inmovilismo, él no para quieto ni un momento. Ni cuando decide huir cobardemente de Paiporta, dejando solos a los Reyes aguantando el chaparrón, ni cuando cree imprescindible recurrir a la red social X, tan denostada por sus fieles, para pedir a la Unión Europea que no permita a Hungría prohibir la marcha del Orgullo.

Virgencita, virgencita...

    20 de marzo de 2025
Uno de los argumentos a los que recurrimos con más frecuencia quienes comentamos la actualidad es la analogía. Quizá sea por el apremio con que nos toca razonar, quizá por la eficacia misma del recurso, pero lo cierto es que muchas columnas descansan en el paralelismo entre un caso, ya conocido y, por así decirlo, cerrado, y otro en curso y pendiente de desenlace.

Sucede así, por ejemplo, con la analogía establecida entre las recientes elecciones alemanas, ganadas por los democristianos de Friedrich Merz en coalición con los socialcristianos bávaros, y las que pudieran celebrarse, tarde o temprano, en España. La Grosse Koalition entre democristianos y socialcristianos de un lado, y socialistas de otro –con Los Verdes en la recámara– se ha empezado ya a cocinar, aunque no se espera que las negociaciones fructifiquen antes de mediados de abril. Con todo, ya hay quienes se han apresurado a afirmar que el traslado a España del modelo alemán es inviable. Los precedentes, en efecto, así parecen avalarlo. Mientras que en Alemania han tenido ya varios gobiernos formados por los dos grandes partidos, a los que se han unido, ocasionalmente, los liberales o Los Verdes, en la democracia española semejante escenario no se ha dado jamás. Y, encima, la vez en que se estuvo más cerca fue en 2016. cuando el famoso “no es no” de Pedro Sánchez. Su negativa a facilitar con la abstención del Grupo Socialista la investidura de Mariano Rajoy como presidente del Gobierno acarreó su defenestración de la secretaría general del partido en un bochornoso comité federal.

En contraposición a esa tendencia mayoritaria cabe situar el análisis hecho ahora por alguien próximo a la dirección de Vox, tal como informaba aquí mismo este lunes Marcos Ondarra. Según los de Santiago Abascal, lo que estaría tramando el Partido Popular sería precisamente lo que se está cocinando en Alemania, es decir, una gran coalición entre PP, PSOE y alguna otra fuerza de izquierda. Se trata, claro está, de una opinión maliciosa e interesada, coherente con la política de desgaste a la que está sometiendo desde hace tiempo la fuerza de extrema derecha a la liberal-conservadora y que, a juzgar por los sondeos, no le va nada mal. Pero, más allá de esa circunstancia, Alberto Núñez Feijóo haría bien en tomar en serio dicha posibilidad, siempre y cuando la apuntalara con hechos además de palabras.

Si, llegada la hora de la verdad, se cumplieran los actuales vaticinios demoscópicos –excepto los urdidos por el CIS, por supuesto–, Sánchez no podría volver a ser presidente del Gobierno, pues los números no le darían para reeditar un gobierno de coalición entre su partido y la extrema izquierda con el apoyo parlamentario de toda clase de nacionalismos. Feijóo tendría entonces el campo libre para imitar hasta cierto punto lo realizado por Merz en Alemania. Para ello, el líder del PP debería arrumbar cuanto antes la máxima según la cual lo mejor es no hacer nada, es decir, dejarse de veleidades socialdemócratas y connivencias con el nacionalismo de corte más o menos moderado y ofrecer en cambio soluciones a los problemas que verdaderamente importan a la inmensa mayoría de los españoles que le votan o pueden llegar a votarlo.

Merz se comprometió en los últimos días de campaña a no gobernar con la extrema derecha y todo indica que va a cumplir su promesa. Feijóo debería hacer otro tanto, sin esperar a que se convoquen nuevas elecciones y, sobre todo, sin esperar a conocer los resultados. Entre otras razones, para enarbolar sin que le tiemble la mano eso que los políticos llaman banderas y de las que en España se ha apropiado Vox. Pienso, por ejemplo, en la necesidad de afrontar con todas las consecuencias la cuestión de la inmigración ilegal, de no ceder a los chantajes de los nacionalismos o de combatir de palabra y de hecho el wokismo. Dejar que esas y otras batallas las libre en solitario un partido como Vox, cada vez más radicalizado, más trumputinesco –en todos los sentidos, no sólo en lo referente a la política exterior–, equivale a permitir que se abran cada vez más vías de agua por su flanco derecho y a no taponar ninguna de las ya existentes.

¿Que el PP podría encontrarse en tal caso con un bloqueo parlamentario como el de 2016 por la negativa de Sánchez a pactar con los populares no ya un gobierno de coalición, sino ni tan sólo una abstención que facilitara la investidura? ¿Y por qué no arriesgarse a ello? Al fin y al cabo, la historia nos dice que esa es la única manera de que su propio partido se lo quite, al menos por un tiempo, de encima, y nos libere de paso a los demás de su perniciosa presencia en la política española.

El PP y la lección alemana

    6 de marzo de 2025
Permítanme empezar con un simple recordatorio. El actual Gobierno de la Generalidad de Cataluña, presidido por Salvador Illa, está compuesto con la misma falsilla que sirvió para armar, en 2003 y 2006, los presididos por Pasqual Maragall y José Montilla, respectivamente. Tres piezas, PSC, ERC e ICV-EUiA –o sea, la aleación de comunistas y verdes–. Es verdad que al de Illa le falta la última pieza. Pero Els Comuns, versión actualizada de la aleación rojiverde de antaño, presta su apoyo a socialistas y republicanos desde el Parlamento catalán. Pues bien, en esos tres tripartitos –demos por bueno, si les parece, que los rojiverdes siguen formando parte de él, aunque renombrados y desde el extrarradio parlamentario– quien ha mandado ha sido siempre el nacionalismo. Y no porque la política lingüística haya estado en los tres casos en manos de ERC –hace un par de décadas, con rango de secretaría; ahora, elevada al rango de consejería–, sino porque los socialistas, aun constituyendo el grupo gubernamental mayoritario y presidiendo el ejecutivo, se han sentido siempre muy a gusto participando de un proyecto de construcción nacional que tiene en la lengua y la cultura catalanas su eje rector y su razón de ser.

Tanto es así que no ha habido en el medio año transcurrido desde la formación del gobierno de Salvador Illa un solo hecho, un solo gesto, capaz de dar a entender que puede producirse en el futuro alguna rectificación en la magna obra de ingeniería social emprendida en el ya lejano 1980 por Jordi Pujol y sus huestes. Y ello a despecho de lo ocurrido en los doce años anteriores, caracterizados, como es sabido, por la radicalización del movimiento independentista en las instituciones y en la calle, con amago de golpe de Estado incluido.

En el campo de la enseñanza, la encomiable labor de asociaciones como Impulso Ciudadano o Escuela de Todos para lograr que el español, nuestra lengua común, disponga de un cachito de horario escolar en el que sea lengua vehicular ha topado hasta ahora, pese a las reiteradas sentencias favorables de distintas instancias judiciales, con la negativa de los sucesivos gobiernos autonómicos a obedecer a los tribunales y con la renuencia de los sucesivos gobiernos de España a ponerse del lado de la ley para que la ley efectivamente se cumpla.

En cuanto al ámbito institucional, debemos también al afán de Impulso Ciudadano las denuncias de ayuntamientos de cuya fachada había desaparecido la bandera de España, sin que la institución se hubiera tomado la molestia de reponerla. (A propósito del valor simbólico de las banderas del país, Antonio Muñoz Molina nos regalaba el sábado en el DOGE [Diario Oficial del Gobierno de España, antes El País] un artículo lleno de nostalgia sobre los tiempos en que “fuera de España todo era más sólido” y en el que ponía, entre otros ejemplos, el de “los lycées franceses, con sus fachadas de columnas y sus banderas tricolores al viento”. Al articulista sólo le faltó apostillar, y es una verdadera pena que dejara pasar la ocasión, que ya sería hora de que el Gobierno de España, tras casi medio siglo de democracia constitucional, prescribiera la colocación de nuestra bandera bicolor en todos los centros de enseñanza del país.)

Y aún en relación con la manipulación institucional, estamos asistiendo estos días en la Comunidad Valenciana al uso fraudulento de ayuntamientos y centros educativos para influir en la libre decisión de los padres con respecto a la lengua en la que quieren que sus hijos sean escolarizados, si valenciano o castellano. Las distintas acciones, promovidas por los partidos favorables a la inmersión lingüística en valenciano, o sea, por los que gobernaban en la anterior legislatura autonómica, y las asociaciones afines, financiadas generosamente por la Generalidad de Cataluña, constituyen una respuesta a la ejemplar campaña informativa del actual Gobierno de la Generalidad valenciana para que las familias elijan la lengua de escolarización de sus hijos. Una campaña diáfana, sin medias tintas, en la que el ejecutivo de la Comunidad se ha comprometido, muy diferente, por cierto, de la del Gobierno Balear, hecha a regañadientes, con la boca pequeña, como si la cosa no fuera con él y temiera la reacción del colectivo de docentes.

Y en el afán por imponer el catalán ahí donde no llega de forma natural –por múltiples razones, entre las que destacan el parco rendimiento del uso de la lengua en la comunicación interpersonal y la incorporación cada vez mayor de profesionales llegados de Hispanoamérica, como ocurre en la Sanidad– la Administración de la Generalidad de Cataluña se sirve de dos recursos. De una parte, de la exigencia del conocimiento de un grado superior de catalán para acceder a una plaza, lo que impide a muchos profesionales ocupar un puesto de trabajo y les lleva a migrar a otra parte de España o a ni siquiera plantearse la posibilidad de trasladarse a Cataluña desde otra comunidad autónoma. (Dicho requisito, existente también en Baleares, fue eliminado por el actual gobierno del PP, cumpliendo de este modo, esta vez sí, una de sus promesas electorales). Y como segundo recurso, la delación llevada a cabo por ciudadanos supuestamente de a pie, aunque auspiciados por asociaciones como la Plataforma per la Llengua o directamente vinculados a ella.

En este sentido, hemos sabido hace poco, por boca de la titular del Departamento de Salud de la Generalidad de Cataluña, en manos socialistas, que se dan anualmente unas doscientas quejas de pacientes o familiares por no haber sido atendidos en catalán. La consejera también indicó que existe una instrucción a los centros –introducida en la pasada legislatura por ERC y corroborada ahora por el PSC– para que elaboren “un sistema de gestión de las quejas en materia lingüística y de las acciones correctoras adoptadas”.

En síntesis, al igual que en la enseñanza, se trata de ir taponando la espita de la libertad lingüística allí donde esta se esfuerza por abrirse paso. Nos queda, eso sí, el triste consuelo de pensar que no lo van a tener fácil.

En una entrada de sus Diarios fechada el 23 de marzo de 1936 Victor Klemperer anotó lo siguiente: “Hitler dijo hace poco: ‘No soy un dictador, sólo he simplificado la democracia’.” Ignoro en qué circunstancias pronunció el dictador estas palabras, si fue en un mitin o en un discurso parlamentario –suponiendo que pueda distinguirse en su caso una cosa de otra–; si improvisó o se ciñó a leer lo que llevaba escrito; si fueron de cosecha propia o debidas al ingenio de Joseph Goebbels, al que Klemperer calificaba en otra anotación del mismo año como “el más venenoso y falso de todos los nazis”; fuese de un modo u otro, la frase de Hitler, que había ido laminando la democracia alemana desde el mismo día de su acceso (democrático) al poder, convirtiendo el Reichstag en un coro de fieles, suprimiendo la prensa libre y los partidos políticos de oposición, persiguiendo a todo funcionario desafecto, empezando por los de justicia, y dando caza sin tregua al judío, se hallara donde se hallara; sustituyendo, en fin, un régimen democrático por una dictadura; la frase, decía, no sólo revela el cinismo de quien la pronunció, sino que contiene un sintagma, “simplificar la democracia”, que parece hecho adrede para caracterizar las aspiraciones de muchos políticos de nuestro tiempo.

Ahora bien, ¿cómo puede simplificarse una democracia –liberal, por supuesto–, sin prescindir de alguno de los poderes que la constituyen o por lo menos sin someterlo? Mejor dicho, ¿se puede? Tomemos lo que tenemos más cerca. Es evidente que el presidente del Gobierno no se ha parado en barras a la hora de controlar el legislativo, por más que le falle de vez en cuando el apoyo de uno de los grupos que integran la variopinta mayoría que facilitó su investidura y eso le cueste perder algunas votaciones y no lograr sacar adelante algunas iniciativas. ¿Que cómo lo ha hecho? Pues vaciando sin recato los haberes del Estado y cediéndolos al chantajista de turno, ya sea en forma de competencias, ya de quitas de deuda, ya de bienes inmuebles, ya de dinero contante y sonante. Que el tira y afloja pueda terminar impidiendo la aprobación de unos nuevos presupuestos no preocupa demasiado a quien no importa quemar las naves del Estado mientras él se mantenga a flote.

El llamado cuarto poder no ha corrido mejor suerte. El afán de Pedro Sánchez y del Gobierno que preside por controlar los medios de comunicación ha tenido dos vertientes. De una parte, han lanzado una campaña de desprestigio contra las cabeceras no afines, bautizadas como seudomedios, acusándolas de difundir bulos y de haber tejido una suerte de ámbito maléfico, que han motejado de fachosfera y cuyo fin sería vituperar todo cuanto hace, dice u opina el presidente. La fachosfera incluiría no sólo los medios de comunicación; también cualquier ciudadano, agrupación o empresa que disintiera de los propósitos presidenciales. Al igual que durante el franquismo, ese empeño censurador –cancelador, diríamos hoy– ha contado con otra vertiente: la propaganda. Es decir, las consignas que han replicado los medios públicos y los privados a los que el ejecutivo ha regado generosamente con dinero público y licencias televisivas. Sirva como ejemplo la interpenetración entre Prisa y Moncloa, concretada en la persona de José Miguel Contreras, director de contenidos del grupo empresarial y, a un tiempo, asesor de cabecera de Pedro Sánchez.

Pero ahí donde el Gobierno ha machacado en hierro frío es en su lucha contra el poder judicial. La voluntad de doblegarlo recurriendo al juego sucio y a la difamación –acusaciones de lawfare mediante– para intentar frenar los procesos judiciales en curso que afectan a familiares del presidente, ministros y exministros del Gobierno, y al fiscal general del Estado, entre otros, no parece que vaya a tener un final feliz. Para el Gobierno y sus socios, se entiende. Y es que nuestra democracia, por suerte, es robusta y no admite simplificaciones. 

Simplificar la democracia

    6 de febrero de 2025
Espoleado tal vez por el monumental ensayo que Félix de Azúa ha publicado recientemente en estas páginas, me he tomado la libertad de hacer algo parecido en forma de artículo, aunque a una escala muchísimo más modesta, claro está. Si bien mi artículo trata también de un fraude, este no tiene nada de monumental. Me explico. Llevo ya tiempo preguntándome qué será de nosotros el día en que Pedro Sánchez sea vencido y derrotado –permítaseme la licencia, ya que parece que este 2025 va a ser el año de Franco– en las urnas, tanto si es al final de la legislatura como si la convocatoria se adelanta. Nos llueven encuestas a diario, y excepto las que proyecta el CIS de Tezanos, todas indican que la brecha electoral entre una oposición pujante y el conglomerado de partidos que sostienen al Gobierno no para de aumentar. Lo que no significa, por supuesto, que llegado el día D los españoles vayamos a comportarnos como predicen las encuestas –recuérdese, sin ir más lejos, lo ocurrido el 23 de julio de 2023–, pero, puestos a especular, permítaseme subirme al carro de la tendencia antes que aventurarme por otros derroteros.

Pongamos, pues, que tarde o temprano esta oposición gobierne. Y que lo haga tal como lo está haciendo hoy en aquellas partes de España donde el PP precisó del concurso de Vox para alcanzar la mayoría necesaria en los respectivos Parlamentos regionales y así formar gobierno. Es decir, en todas aquellas donde gobierna, a excepción de Madrid, Galicia, Andalucía, La Rioja y Melilla. Detengámonos ahora en una de ellas, Baleares, y analicemos las promesas reflejadas en el pacto de investidura suscrito con Vox. Algunas se han cumplido, como por ejemplo las referidas a la fiscalidad. Otras están en curso y habrá que ver cómo acaban. Otras, en fin, ya sabemos que no van a cumplirse. Entre ellas, la derogación de la Ley de memoria y reconocimiento democráticos, versión autonómica precursora de la Ley de Memoria democrática aprobada en el Congreso de los Diputados. No estaba en el programa del PP balear, pero sí en el acuerdo de investidura. El rifirrafe entre los dos socios previo a la votación parlamentaria se saldó con una insólita alianza entre el PP y la izquierda nacionalista para evitar que la derogación impulsada por Vox prosperara.

Pero acaso lo más irritante para quienes confiaron su voto al PP o a Vox –en el caso de este último, entre otras razones, por su presunta capacidad de hacer valer su fuerza en una hipotética coalición de gobierno o parlamentaria– sea lo ocurrido con la prometida libertad de elección de lengua en la enseñanza. La situación en Baleares es algo menos mala que la que se da en Cataluña, pero sólo porque el modelo de inmersión lingüística se implantó más tarde. El propósito era exactamente el mismo: convertir la lengua catalana –esa que ambos Estatutos de Autonomía reconocen como “propia” del territorio– en la única lengua vehicular de la enseñanza. En Cataluña este objetivo ya se ha cumplido. Y ello a pesar de las sentencias judiciales. La complicidad entre el Gobierno de la Generalitat, amparando e incluso promoviendo la rebelión de los centros docentes, y el del Estado, mirando hacia otro lado, han hecho el resto. O casi. Este periódico informaba hace unos días de la creación de un colectivo de maestros, familias y colaboradores llamado La Flama (La Llama) cuyo objetivo es “permitir a los niños vivir su educación en la lengua y cultura catalanas de forma normal, libre y plena”. O lo que es lo mismo, sin que la lengua común de los españoles interfiera para nada en el desarrollo educativo del niño. 

En Baleares el desenlace está por ver, aunque los hechos auguran que no distará mucho del de Cataluña. En el largo año y medio que lleva en el poder, el PP ha puesto en práctica una política lingüística que ha consistido en una especie de trampantojo. El gobierno autonómico sostiene que está garantizando la libertad de elección de lengua en la primera enseñanza, es decir, la potestad de los padres de elegir en cuál de las dos lenguas oficiales quieren que sus hijos sean escolarizados. Pero la realidad es muy distinta. En el presente curso sólo una decena de colegios públicos y concertados previamente adscritos a un plan piloto ofrecen esa doble línea en la primera enseñanza. Ello se debe, según la Administración, a la escasez de demanda. Sin duda. Lo que no explica el gobierno autonómico es que esa escasez obedece al nulo interés de las directivas de esos centros docentes y de la propia Administración por publicitar la oferta. En el caso de las primeras, porque en su gran mayoría están compuestas por docentes que profesan un combinado de pancatalanismo e izquierdismo al que la sola mención de la lengua castellana o de la palabra España produce una comezón generalizada. En cuanto a la segunda, porque teme más que al diablo una posible insurrección asamblearia, con huelgas y manifestaciones, de los docentes contrarios a esa libertad de elección de lengua o incluso de su posible conjunción en una sola línea, como ya ocurrió hace una docena de años en circunstancias algo distintas pero no distantes. De ahí que para no enemistarse con ellos recurra a artimañas como la de este plan piloto que le permite presumir de estar cumpliendo lo acordado en el pacto de investidura, por más que se encuentre muy lejos de hacerlo.

Quienes creímos en su momento, con tanta ingenuidad como esperanza, que la llegada del PP al gobierno de Baleares no sólo nos iba a quitar de encima la pesadilla de ocho años de radicalismo izquierdista y nacionalista, sino que iba a traer también un cambio sustancial en la política lingüística llevada a cabo hasta entonces tenemos la sensación de haber sido víctimas de un fraude. Y lo que es peor, de un fraude al que se suma la sospecha de que esto ya no tiene remedio. Tras ser elegido presidente del Partido Popular, Núñez Feijóo –lo recordarán sin duda– se refirió en Cataluña a su apuesta por un bilingüismo cordial, o sea, por la pacífica conjunción entre el catalán y el castellano. La fórmula no era nueva; la había acuñado el propio Feijóo en Galicia, siendo candidato a la presidencia de la Xunta, en relación con el castellano y el gallego. Nada que objetar, claro, salvo que la cordialidad entre ambas lenguas oficiales, para ser en verdad cordialidad, requiere de un proceso previo de descolonización. Tanto la enseñanza como la administración, lo mismo en Cataluña que en Baleares –y en gran medida en Galicia, como bien sabe Feijóo, que llegó en 2009 a la presidencia del gobierno regional prometiendo una libertad de elección de lengua de la que pronto se desentendió–, han sido colonizadas desde hace años. Hasta lo ha sido, en aquellas regiones con más de una lengua oficial, la Alta Inspección de Educación del Estado, siempre sumisa ante las exigencias de los nacionalismos periféricos.

En su Haciendo de República, cuya primera edición es de 1934, Julio Camba incluyó una serie de artículos que no llegaron a publicarse cuando correspondía en aplicación de la Ley de Defensa de la República –ese antecedente lejano de la batería de leyes cocinadas hoy por la tropa de asesores del ministro Bolaños para castigar toda disidencia mediática–. Su amigo Pedro Sainz Rodríguez, un hombre de posibles, se los fue abonando hasta que la derrota en las urnas de los partidos de izquierda, en noviembre de 1933, le permitió retomar su colaboración en prensa. Uno de estos artículos, “Lo que pudo hacerse”, terminaba con estas palabras: “(…) lo peor es que antes (…) había siempre una solución, a la que se agarraban aun los más recalcitrantes: la República; pero ahora que tenemos la República, ahora ya no tenemos solución”.

Ojalá esas palabras referidas a la República no debamos aplicárselas un día al PP cuando vuelva a gobernar en España.

Lo que pudo hacerse

    23 de enero de 2025
Entre los recuerdos que conservo de mi paso por la política está el de un debate en el Parlamento Balear a propósito de los libros de texto. Ciudadanos, partido al que yo representaba, abogaba por su gratuidad mediante la adopción de un sistema de préstamo. La reivindicación no era nueva: años antes UPyD había presentado en el Congreso de los Diputados una proposición semejante, pactada con el PP, que instaba al Gobierno de Mariano Rajoy a incorporar la medida en la nueva ley de educación, la Lomce. La proposición de UPyD no salía de la nada: recogía la iniciativa que una madre había lanzado en internet y que contaba por entonces con cerca de 300.000 apoyos. En plena crisis económica, todo cuanto pudiera remediar las maltrechas economías familiares era bienvenido, y en especial si la familia era numerosa.

La iniciativa acabó figurando en la Lomce en forma de disposición adicional. El compromiso gubernamental era de una vaguedad significativa: el “Ministerio (…) promoverá el préstamo gratuito de libros de texto y otros materiales curriculares”. A la hora de la verdad, sólo se llevó a cabo en legislaturas posteriores, con Ciudadanos en el lugar de UPyD, y en las comunidades autónomas donde el gobierno regional del PP dependía del apoyo de esta fuerza minoritaria. Los resultados fueron dispares, tirando a malos. En ello tuvieron que ver, por un lado, la mala planificación, y por otro, las presiones del sector editorial, reacio, como es lógico, a la disminución de su volumen de negocio.

El caso de Baleares era distinto. La propuesta de Ciudadanos se producía en un Parlamento donde la fuerza del partido rozaba lo testimonial. No existía, pues, posibilidad alguna de que la prosperase. Con todo, siempre quedaba la esperanza de que el asunto tuviera cierta repercusión en los medios. Vana ilusión: pasó sin pena ni gloria. Lo que sí deparó el debate fue una intervención –cuando menos para mí– sorprendente. La hizo un diputado pancatalanista y de izquierdas, integrante de la mayoría que prestaba apoyo al gobierno autonómico, quien tras despreciar la propuesta con el argumento de que muchos centros docentes ya se las apañaban a través de las asociaciones de padres de alumnos, que se responsabilizaban de esta labor de reciclaje, vino a decir más o menos lo siguiente: “Además, en muchos de ellos ni siquiera hace falta libro de texto, pues el maestro o profesor, según la etapa de que se trate, elabora sus propios materiales y los fotocopia y distribuye entre sus alumnos gratuitamente o por un precio módico.”

Es en parte en contra de esa clase de sucedáneos que se erige Apología del libro de texto. Cómo escribir, elegir y utilizar un buen manual (Narcea, 2024). Pero antes de hablar de la obra conviene hacerlo de su autor, el portugués Nuno Crato, y de los hechos que lo avalan. Al margen de sus credenciales académicas y de su experiencia pedagógica, Crato fue ministro de Educación y Ciencia durante el gobierno de Pedro Passos Coelho, o sea, entre 2011 y 2015. Tuvo, pues, la satisfacción de coronar el periodo más brillante de las políticas educativas portuguesas, el que va desde las primeras pruebas Pisa de 2000 hasta las de 2015, aproximadamente. Durante estos años el nivel de los jóvenes quinceañeros de su país experimentó una subida tan sostenida como espectacular. Tras salir del pozo en que se encontraba a comienzos de siglo, llegó a sobrepasar la media de la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, responsable de las pruebas) en matemáticas, comprensión lectora y ciencias. Y lo más significativo: dicha subida se produjo prescindiendo de quien gobernara, si la derecha o la izquierda.

Tal prodigio resulta sin duda inimaginable para cualquier español interesado en el rendimiento educativo de nuestros jóvenes. En primer lugar, porque en este periodo España se mantuvo siempre por debajo de la media de la OCDE, con oscilaciones diversas, pero por debajo. Luego, porque no ha habido nunca una conjunción entre los dos grandes partidos, PSOE y PP, a fin de aplicar una política común, no dependiente de quien gobernara. La razón del éxito portugués estriba, en palabras de Crato, en que las “políticas educativas se centraron en los resultados de los alumnos, en la mejora del currículo y en la evaluación”. También en la obligación por ley, desde 2001, “a hacer públicos los promedios por centro de los resultados de los exámenes, que hasta entonces se habían ocultado al público”. Lo cual “fue decisivo, ya que aumentó la concienciación pública sobre la diversidad de la calidad escolar y presionó a los centros y a los profesores para que mejoraran los resultados”. Nada que ver con España tampoco, no hace falta decirlo.

Llegados a este punto del artículo, el lector se preguntará tal vez qué ocurre con los libros de texto. Es decir, qué función cumplen en todo este entramado. Pues bien, para empezar, son los garantes de la uniformidad, los que facilitan la movilidad de los alumnos de un centro a otro, de un punto a otro del territorio, con la seguridad de que el nivel que atesora el alumno, ratificado por un sistema de evaluación unitario, le va a permitir proseguir su formación sin mayores quebrantos que los propios de su etapa escolar. Una función parecida, por cierto, a la de nuestra lengua común allí donde no se interfiere, como pasa en determinadas partes de España, la imposición en la enseñanza y en otros ámbitos de la Administración de una lengua regional.

De otro lado, este nexo entre profesor y alumno constituye asimismo un seguro ante la dispersión del conocimiento. Y es que el libro de texto, el buen libro de texto, se confecciona sobre la base acumulativa del saber. En palabras de Crato: “Los libros de texto deben tener una estructura que les permita construir, progresivamente, conocimiento sobre conocimiento”. Algo para lo cual la memorización, tan estigmatizada hoy en día, no es en absoluto un estorbo, sino una herramienta más al servicio de la comprensión. Basta con que al alumno se le enseñe a usarla. Y para ello el profesor, aparte de sus conocimientos, cuenta con los ejercicios y actividades que le procura el libro de texto.

Estas son, muy resumidas, las principales funciones de un libro de texto y, a un tiempo, las razones por las que nunca deberían dejarse de lado en provecho de materiales preparados por el maestro o el profesor o de experimentos pedagógicos como, por ejemplo, los que delegan en el alumno la construcción de su propio conocimiento. De todo ello y de mucho más nos habla Nuno Crato en esta Apología del libro de texto que todo enseñante, desde los estudios primarios hasta los superiores, y cualquier persona interesada por la educación deberían leer y tomar como referencia.