No creo exagerar lo más mínimo si afirmo que nada hay más dañino para nuestra democracia que el desprecio a las instituciones y a quienes las dirigen. Y no digamos ya cuando los que practican ese desprecio y contribuyen a propagarlo son los máximos representantes del Poder Ejecutivo, desde el presidente del Gobierno hasta el último de sus ministros. A estas alturas, cuesta encontrar alguno que se comporte con el decoro que cabría esperar de su cargo. Las invectivas contra el Poder Judicial y los forcejeos con el Legislativo responden casi siempre al empeño de imponer la voluntad gubernamental a cualquier precio. Y el primero en perder las formas y en jactarse de ello para intentar lograr su propósito –como si de un émulo de Donald Trump se tratase, aunque sin ninguna medalla que lucir de puertas afuera– es el propio Pedro Sánchez.

Pero ese desprecio institucional se extiende más allá de las esferas del Gobierno. El contagio no conoce límites, y ahí tenemos al director del Instituto Cervantes convirtiendo los prolegómenos del recién inaugurado X Congreso Internacional de la Lengua Española en una suerte de pugilato entre él y su homólogo de la Real Academia Español. Al parecer, el desencuentro entre Luis García Montero y Santiago Muñoz Machado no es cosa de ayer. Algunos lo atribuyen a una incompatibilidad de caracteres, a dos egos difíciles de congeniar. Lo dudo. Allí donde comparece el ego de García Montero no tiene cabida ningún otro. También se ha aludido a su incontinencia, lo que sin duda se acerca más a la verdad. Quien haya leído alguna de sus columnas en El País –no me refiero ahora a las de tema lírico, sino a aquellas que versan sobre la situación política española– habrá comprobado que no le duelen prendas a la hora de remar a favor del gobierno presidido por quien lo empoderó al frente del Cervantes hace ya más de siete años. Y si no se contiene en absoluto ante lo indecoroso que resulta utilizar un medio escrito privado –pongamos que El País sigue siéndolo– para ensalzar la labor de aquel a quien rinde vasallaje, cómo va a contenerse en el curso de un desayuno informativo, en respuesta a una pregunta. Allí lo que priva la mayoría de las veces es cierta improvisación y más, si como buen ególatra, uno se pone estupendo.

Con todo, cuesta creer que las respuestas de García Montero del pasado jueves en dicho desayuno informativo fueran fruto de la improvisación. Al contrario, parecían un ataque premeditado, aunque sea por persona interpuesta –su director, en este caso–, a una institución supuestamente hermana. (Y digo supuestamente hermana porque tanto el Cervantes como la RAE colaboran en la organización del Congreso y, en general, en la proyección de la lengua española en el mundo.) García Montero le afeó a Muñoz Machado no ser filólogo, como sí lo habían sido sus antecesores inmediatos en la dirección de la Real Academia. Ello habría dificultado, según el filólogo García Montero, su relación con Muñoz Machado. Sobra añadir que en parte alguna de los estatutos de la institución académica figura la exigencia de que su director sea filólogo, por lo que Muñoz Machado, elegido en una junta plenaria por los académicos, lo es de pleno derecho, aun cuando su formación sea jurídica. No cabe descartar, de otro lado, que la referencia a las afinidades filológicas del pasado y a las desavenencias formativas del presente constituya en el fondo un anticipo de la batalla que el director del Cervantes piensa librar, según sus propias palabras, contra la posible elección del periodista Juan Luis Cebrián como sustituto de Muñoz Machado. Una batalla, por cierto, en la que resulta difícil no ver el sesgo ideológico y el afán colonizador de las instituciones, en la medida en que la va a librar quien presume de amistad con Pedro Sánchez contra quien lleva ya tiempo criticando en artículos y libros los efectos nocivos para España de la política populista del actual presidente del Gobierno.

Pero donde el desprecio a la figura del director de la RAE aparece con mayor crudeza es en otra de sus salidas de tono: “La RAE está en manos de un catedrático de Derecho Administrativo experto en llevar negocios desde su despacho para empresas multimillonarias”, soltó el filólogo la semana pasada. Y lo remató diciendo: “Eso, personalmente, crea unas distancias. García Montero cobró el año pasado 107.805, 51 euros brutos procedentes tesoro público, a los que hay que añadir, supongo, lo percibido en concepto de dietas. Ignoro cuánto cobró Muñoz Machado por esos “negocios (…) para empresas multimillonarias” a los que se refería el filólogo, ni tengo por qué saberlo. Pero lo que sí sé es que los miembros de la RAE –una institución independiente, con personalidad jurídica propia, que no forma parte, por tanto, de la Administración General del Estado– no tienen sueldo fijo y sólo cobran dietas por cada pleno al que asisten o por desplazamiento si no residen en Madrid. La acusación del director del Cervantes carece pues de fundamento y sólo pretende confundir a la opinión pública sobre la licitud de los ingresos de su homólogo de la RAE. Y de paso, manchar a la propia institución. Por lo demás, esas palabras no pueden sino delatar la inveterada costumbre de tantos comunistas acaudalados de arremeter contra la propiedad privada. Siempre y cuando no sea la suya, claro está.

El filólogo y la RAE

    16 de octubre de 2025
No voy a hablarles, no teman, del interminable culebrón sobre la fallida pretensión de los representantes del Gobierno de España de convertir el catalán y las demás lenguas cooficiales en sus respectivas regiones –excepto el valenciano, por cierto– en lenguas oficiales de la Unión Europea. Dos años llevamos ya con el asunto y con el consiguiente ridículo del ministro Albares y el presidente Sánchez cortejando sin éxito a sus homólogos europeos más reticentes. Si no fuera por la necesidad de demostrar al prófugo de Waterloo que por ellos no va a quedar, el simple decoro debería haberles llevado ya a abandonar su propósito.

Sí voy a hablarles, en cambio, de algunos hechos recientes, de ámbito autonómico, que sirven para comprobar una vez más hasta qué punto el nacionalismo lingüístico sigue condicionando la política de este país –para mal, sobra precisarlo–. Y voy a ceñirme para ello a los que giran en torno a la lengua catalana, que es la que mejor conozco.

Resulta obligado empezar por el epicentro. En vísperas de la última Diada (fiesta de guardar también este año en el Congreso de los Diputados), el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña hacía pública una sentencia por la que se anulaban artículos fundamentales del decreto de la Generalidad sobre régimen lingüístico no universitario, concretamente los que negaban al castellano la condición de lengua vehicular, junto al catalán, de la enseñanza. Al presidente de la Generalidad le faltó tiempo para anunciar que recurrirían contra la resolución del TSJC y para reafirmarse, al igual que sus antecesores independentistas en el cargo, en la defensa del llamado “modelo catalán”, o sea, el de inmersión lingüística en la lengua “propia” de la comunidad autónoma. Y, mientras, el Gobierno de España mirando, como de costumbre, hacia otro lado.

También en Cataluña tuvo lugar hace quince días un hecho singular, protagonizado en esta ocasión por un alcalde del Partido Popular, Xavier García Albiol. El caso es que la corporación municipal que él preside –la de Badalona, tercera ciudad más poblada de Cataluña– presentó y aprobó una moción de adhesión al “Pacte Nacional per la Llengua”, que no es otra cosa que un documento de 138 páginas elaborado por el Gobierno de la Generalidad a instancias del Parlamento autonómico en el que se justifica la política lingüística llevada a cabo hasta la fecha y donde se detallan las medidas que tomar para alcanzar –o intentarlo al menos– una Cataluña monolingüe en 2030. Ante las reacciones suscitadas por la moción, García Albiol, que tan ufano se mostraba al principio en las redes sociales por su iniciativa, rectificó al punto, quién sabe si percatándose de la metedura de pata o si obedeciendo simplemente órdenes de la cúpula de su propio partido. Fuera como fuese, menuda gracia debió de hacerle a Alejandro Fernández, líder del PP en la región, la ocurrencia de su correligionario (al que, por cierto, Alberto Núñez Feijóo tenía a comienzos de julio en tanta estima que le había otorgado la presidencia del Congreso Nacional de la formación).

Cambiando de territorio pero no de lengua, nos encontramos con el caso de Baleares, donde el Gobierno de la popular Marga Prohens tropezaba por las mismas fechas con el escollo de Vox y su empeño por lograr que el español sea también lengua vehicular de la enseñanza. En realidad, más que un empeño de Vox se trata de un empeño a priori compartido, dado que el propio PP lo llevaba como uno de los puntos del programa con que se presentó a las elecciones autonómicas de 2023 y también porque así consta en el documento suscrito por ambas fuerzas al arrancar la legislatura y que facilitó la investidura de Prohens. Pues bien, a mediados de este mes de septiembre Vox, constatando que las medidas tomadas hasta ahora por el Gobierno regional para introducir el castellano como lengua vehicular eran manifiestamente insuficientes, presentó una proposición de ley en el Parlamento regional que, en caso de aprobarse, reformaría de manera sustancial la actual Ley de Educación balear. Por descontado, la iniciativa no había sido consensuada con el PP, entre otras razones porque, de salir adelante, supondría la derogación del llamado decret de mínims, por el que se prescribe que un 50% como mínimo de las asignaturas deben cursarse en catalán. Ese decreto, aprobado en 1997 por un gobierno del propio PP, nada dice acerca del porcentaje máximo ni tampoco del número de asignaturas que deben cursarse en castellano, por lo que, con el tiempo, los centros educativos, amparados en su autonomía y colonizados casi por completo por docentes pancatalanistas, entendieron que el castellano no tenía por qué ser vehicular y subieron hasta cerca del 100% el porcentaje de asignaturas en catalán; de este modo, terminaron aplicando el mismo modelo de inmersión lingüística vigente ya en Cataluña. Y el caso es que el Gobierno de Prohens ya ha manifestado que no está dispuesto a derogar el citado decreto y que va a votar en contra de la proposición de ley de Vox. Lo que no ha aclarado es si su negativa es fruto de una convicción o si deriva, por el contrario, del pavor que le causa una posible movilización de los docentes como la que tuvo lugar hace más de una década durante el gobierno del entonces popular José Ramón Bauzá cuando este lo derogó. Suponiendo, claro está, que no resulte de la conjunción de ambas alternativas.

Y, en fin, también en la Comunidad Valenciana, donde además de castellano se habla valenciano –nombre con que se designa el idioma en el Estatuto de Autonomía y con el que se conoce desde hace siglos la variedad de catalán usada en la región–, la lengua ha tenido protagonismo político. Pero en esta ocasión no ha habido colisión entre los dos partidos de derecha antes coaligados, sino todo lo contrario. El presidente de la Generalidad, Carlos Mazón, ha anunciado una futura reforma del Estatuto de Autonomía para que, entre otras cosas, la Academia Valenciana de la Lengua pase a llamarse Academia de la Lengua Valenciana y sus propósitos y funciones cambien radicalmente en relación con los fijados por el anterior Gobierno tripartito de izquierda y pancatalanista. Con toda probabilidad la reforma estatutaria no contará con los votos necesarios para ser aprobada –no bastan los de PP y Vox–, pero, aun así, la intención de Mazón es de lo más explícita: sustituir el nacionalismo lingüístico de sus predecesores por uno de nuevo cuño, valencianista en este caso, y a ello va a dedicar, de una forma u otra, parte de sus esfuerzos en lo que queda de legislatura.

Parece, pues, fuera de toda duda el efecto divisivo que produce en España el uso político de la lengua, ya sea por acción, ya por reacción. Y no me he referido en este artículo más que a unos cuantos episodios recientes relativos a la lengua catalana. Añádanles ahora los sucedidos con otras lenguas y otros territorios. Y luego pregúntense, en fin, si esto tiene solución o si no queda más remedio, como decía Ortega en 1932, que conllevarlo.

Los últimos sondeos electorales publicados, CIS aparte, apuntan todos a un crecimiento espectacular de Vox. Se trata, además, de un crecimiento sostenido, sondeo a sondeo, por lo que conviene tomarlo en serio. Desde que Vox abandonó los gobiernos autonómicos que compartía con el PP, la estimación de voto hacia sus siglas ha ido en aumento, y no por décimas sino por puntos. Todo indica, pues, que su consabida beligerancia contra el Gobierno y quienes lo apoyan, a la que se ha añadido la que toma como blanco al PP en los asuntos que preocupan a los ciudadanos y para los cuales este partido no parece tener respuestas nítidas (piénsese, por ejemplo, en la inmigración irregular y, en particular, la de religión musulmana), está dando sus frutos en términos electorales. El millón de votos que, hechas las cuentas, le ha robado Vox al PP más los procedentes de aquellos ciudadanos que en ocasiones anteriores han votado a otros partidos, se han abstenido o tendrán ahora por primera vez edad suficiente para votar, así lo certifican.

Pero las últimas encuestas también anuncian el fin de otra tendencia. Me refiero al paulatino crecimiento del PP a costa de los votantes tradicionales del PSOE, tanto de los que aún le seguían siendo fieles como de los ya refugiados en la abstención. En otras palabras, lo que los populares iban perdiendo por su derecha lo compensaban hasta cierto punto por su izquierda. Pero, insisto, parece que esto se acabó. O al menos de momento. Y, siempre según los sondeos, no se acabó porque el PSOE esté recuperando terreno con respecto al PP, o sea, por el centro del tablero político, sino porque el poco que va arañando en intención de voto lo hace entre los ciudadanos que habían optado en anteriores elecciones por partidos situados más a su izquierda. En este sentido, la insistencia de Pedro Sánchez y sus ministros en las críticas a Benjamin Netanyahu por las matanzas que el ejército israelí está perpetrando contra la población de Gaza –calificadas interesada y torticeramente de “genocidio”–, no cabe entenderlas tan sólo como una cortina de humo para encubrir los escándalos de corrupción que persiguen a su familia y a sus hombres de confianza en el partido y el Ejecutivo, sino también como un movimiento para fortalecer el bloque de izquierda con el que gobierna y que le presta su apoyo parlamentario. Que lo haga forzado por las circunstancias, es decir, para no perder apoyos parlamentarios y así poder mantenerse en la Presidencia del Gobierno hasta el fin de la legislatura, o por convicciones ideológicas es lo de menos. Lo realmente significativo es comprobar que el PSOE abraza ya sin complejos el populismo propio de formaciones como Podemos y afines, con lo que puede afirmarse que ya sólo le queda echarse a la calle –el pasado domingo Sánchez se mostraba orgulloso de quienes se habían movilizado boicoteando la Vuelta a España en protesta por la presencia en la misma de un equipo israelí y al día siguiente pedía la expulsión de Israel de todas las competiciones internacionales– para borrar cualquier matiz entre ambas fuerzas políticas. Y por si no bastaba con lo anterior, el martes RTVE anunciaba que no participaría en el próximo Festival de Eurovisión si lo hacía Israel.

Esa deriva largocaballerista del actual caudillo socialista invita a establecer asociaciones con otros populismos hispánicos, Por ejemplo, con los nacionalistas: ERC, Bildu, BNG, Compromís, PNV y Junts. Pero también, en el otro platillo de la balanza, con Vox. E invita, claro está, a remontarse a los tiempos convulsos de la Segunda República, en especial a sus postrimerías, a aquellas elecciones generales de febrero de 1936 ganadas oficialmente por el Frente Popular, por más que investigaciones recientes hayan demostrado lo fraudulento del recuento. Pues bien, aquel Frente Popular era una coalición de partidos encabezada por el PSOE de Largo Caballero, la fuerza mayoritaria. Y aunque eran otros tiempos, el lenguaje de este último, apelando a la movilización para evitar que la derecha gobernase en caso de ganar las elecciones, guarda no pocos parecidos con el del actual presidente del Gobierno de España cuando niega la alternancia y mete en un mismo saco fachosférico a toda la derecha.

Pero no hace falta acudir al pasado para tratar de entender lo que pasa hoy en España. Basta con fijarse en Francia. Si aquí la izquierda al completo revienta la Vuelta a España amparándose en la solidaridad con Gaza, allí la izquierda y sus apéndices sindicales hacen lo propio bloqueando todo el país en protesta por las medidas económicas y sociales que el ya extinto primer ministro centrista François Bayrou quería implantar. En las últimas elecciones a la Asamblea Nacional (2024), la izquierda se presentó agrupada en un Nuevo Frente Popular (resurrección, como su nombre indica, del que Francia ya tuvo en la primavera de 1936). La formación más votada de ese Frente Popular redivivo fue La Francia Insumisa, liderada por Jean-Luc Mélenchon –un exsocialista–, seguida por el Partido Socialista y otras fuerzas menores. En España no existe ningún movimiento de esta índole. Lo hubo hace años, cuando Podemos todavía podía. Incluso a Pablo Iglesias llegó a comparársele con Mélenchon. Pero desde que Iglesias está más en los negocios que en la política, el puesto permanece vacante.

Aunque todo indica que no por mucho tiempo. La progresiva radicalización del discurso de Pedro Sánchez con su llamada a sustituir nuestra democracia representativa por una suerte de democracia popular –no otra cosa es, al cabo, la legitimación del boicot a Israel apelando a la voz de la calle– le convierte en un firme candidato a ocupar ese liderazgo. Bien mirado, con unas encuestas que no le son hoy por hoy nada favorables, el actual inquilino de La Moncloa tendría ante sí un par de años para construir este nuevo Frente Popular y tratar de revertir los malos augurios demoscópicos. El crecimiento de Vox jugaría a su favor. Cuanto mayor fuese el espantajo del fascismo que viene, más fácil le resultaría a Sánchez convencer a sus socios de izquierda de la necesidad de sumar fuerzas para rentabilizar los votos y convertirlos en escaños, a fin de no tener que ceder el gobierno. Así las cosas, la pregunta, ya se lo imaginan, es qué haría el PP en semejante tesitura. ¿Seguir, como ahora, empeñado en no pactar con Vox, con el riesgo de quedar encajonado entre ambos populismos? ¿Intentar alcanzar un acuerdo con los de Abascal, ni que fuera provisorio, para fortalecer un bloque constitucional? Por desgracia, me temo que la respuesta estaría en el viento. O sea, en lo que, llegado el momento, dictasen los sondeos.

¿Hacia un nuevo Frente Popular?

    18 de septiembre de 2025
En uno de los capítulos de su ensayo más reciente, Pêcheur de perles (existe versión española en Alianza Editorial), Alain Finkielkraut aborda el tema de la enseñanza. Como en los demás capítulos, lo hace a partir de una de las perlas que ha ido pescando y coleccionando a lo largo de su vida y que vertebran el libro. La que viene al caso es del historiador francés Marc Bloch y dice así: “Pedimos una enseñanza secundaria de una gran amplitud. Su función es formar las élites, sin acepción de origen o de fortuna. Toda vez que ha dejado de ser (o de volver a ser) una enseñanza de clase, una selección se impondrá”. La cita está sacada de un texto escrito por Bloch en 1943, en plena Francia ocupada. Esa enseñanza por cuyo retorno suspiraba el historiador es la que había traído la Tercera República de Jules Ferry y que enlazaba, programáticamente, con la preconizada por Condorcet en las postrimerías de la Revolución Francesa. Bloch, asesinado por la Gestapo en 1944, no llegaría a verla, pero la derrota del nazismo y la reinstauración de la democracia y la República la harían posible.

O no. Porque el propio Finkielkraut recuerda en su libro que ya en 1964 un ensayo de Pierre Bourdieu y Jean-Claude Passeron, Les héritiers, echaba por tierra, mediante datos y estadísticas, la teoría según la cual una enseñanza pública bien entendida y aplicada ponía en pie de igualdad a todos los alumnos, con independencia de su clase social y del poder adquisitivo de la familia de la que formaran parte. La ilusión de la enseñanza como ascensor social no era más que eso, una ilusión. El esfuerzo y el mérito contaban, por supuesto. Pero al cabo, hecho el correspondiente triaje de exámenes y pruebas y echadas las cuentas, los alumnos que se llevaban la palma eran los pertenecientes a la clase media-alta, mientras que los de las clases más desfavorecidas quedaban relegados al furgón de cola. Hay excepciones, claro está. La más conocida tal vez sea la de Albert Camus y su célebre carta de agradecimiento a su maestro en la escuela primaria de Argel tras la concesión del Premio Nobel. Pero las excepciones ahí quedan, como ejemplos de personas de extracción humilde cuyo talento ha conseguido descollar gracias a la confianza y el apoyo de los docentes que han creído en ellos. Con todo, por importantes que sean, en modo alguno modifican los grandes números, que son, a la postre, los que confirman o desmienten la validez de una teoría.

Han pasado seis décadas desde entonces. Y no parece que la enseñanza francesa haya puesto remedio, si remedio hay, a la disfunción que se seguía de los resultados del estudio de Bourdieu y Passeron. Peor aún, al fracaso que trae implícita esa disfunción, en la medida en que se supone que la enseñanza pública y gratuita debería tener como principal misión la apuntada por Marc Bloch en su cita, se ha sumado la “traición de los profes”, por decirlo al modo de Jean-François Revel en su magnífico El conocimiento inútil, cuya primera edición francesa es de 1988. Una traición que se ha concretado sobre todo en el progresivo abandono por parte del gremio de la obligación de enseñar y transmitir el conocimiento y su sustitución por un pedagogismo que, enarbolando la fraternidad y el igualitarismo, ha ido barriendo poco a poco de las aulas valores como el esfuerzo o el mérito.

Llegados aquí, tal vez los lectores se pregunten qué tiene que ver lo ocurrido en Francia con el caso de España. La respuesta es sencilla. La misma década en que Revel denunciaba lo que estaba pasando en su país, España se aprestaba, mediante las primeras leyes educativas con marchamo socialista, a implantar un modelo muy similar al francés. Esas leyes, cuya cumbre es la vigente Lomloe, gestada por la actual embajadora de España ante la Santa Sede Isabel Celaá, y alumbrada por la hoy ministra de Educación Pilar Alegría, han hecho bandera de la equidad, es decir, del poco peso de la brecha socioeconómica en el rendimiento de los alumnos de las clases más favorecidas con respecto al de las más desfavorecidas. Así lo reflejan, en efecto, los resultados de las pruebas del último informe PISA, que mide el nivel educativo de los jóvenes quinceañeros de los países económicamente desarrollados. Pero, más allá del dato, lo interesante es comprobar en qué se traduce esa equidad: pues en una gran bolsa de estudiantes concentrados en la parte media baja de la tabla en contraste con el exiguo porcentaje de los que destacan por su excelencia. Se trata, sin duda, de la consecuencia de unas políticas educativas tendentes a igualar por abajo el nivel del alumnado y que para ello no han reparado en disposiciones legales que les allanaran el camino, como por ejemplo la de permitir pasar de curso pese a tener tres o más asignaturas suspendidas o la de dejar en manos de cada autonomía el temario y la consiguiente evaluación de las pruebas de acceso a la universidad.
¿Puede afirmarse, en definitiva, que en España la enseñanza es un ascensor social? Sí, siempre y cuando se entienda que en la inmensa mayoría de los casos ese ascensor no va a llegar a los pisos más altos de la escalera y que estos, quien aspire a alcanzar la cima deberá subirlos a pie. O sea, con penas y trabajos. Y aun así, tocando madera, no vaya a resultar que el aparato está fuera de servicio por una avería.

¿Es la enseñanza un ascensor social?

    5 de septiembre de 2025
La querencia del independentismo catalán por el ridículo no tiene límites. La historia está sembrada de ejemplos. Dejemos a un lado, si les parece, el pasado más lejano, y ciñámonos al relativamente reciente. 10 de octubre de 2017. ¿Quién no recuerda aquella declaración de independencia del entonces presidente de la Generalidad Puigdemont en el Parlamento de Cataluña, seguida, al cabo de un minuto escaso, de su suspensión? Un Rajoy que no salía de su asombro calificó el esperpento de “declaración implícita” y “suspensión explícita”. Hasta tuvo que preguntar el día siguiente al hoy prófugo si había declarado o no la independencia. Pero donde mejor se reflejó el ridículo fue en la reacción de las masas independentistas concentradas frente a la Cámara autonómica y que seguían la intervención de Puigdemont en las pantallas instaladas en la calle. Sus caras lo expresaban a las claras. Del gozo al pozo. O como dijo una joven: “Menudo coitus interruptus”. Pero el esperpento no quedó ahí. Tres días después de la declaración unilateral de independencia, el 27 de aquel mismo mes de octubre, Puigdemont huía de España en el maletero de un coche camino del exilio mientras la mayoría de sus compañeros de pronunciamiento se entregaban a la justicia española.

Pero ese ridículo no habría dejado de ser una muesca más en la larga lista de los protagonizados por el separatismo catalán –a la altura, eso sí, de los golpes de Estado de Macià y Companys, aunque sin armas de por medio en el caso de Puigdemont–, de no habérsele sumado en la presente legislatura el protagonizado por el Gobierno de España. La necesidad de plegarse a las exigencias del prófugo de Waterloo para conservar la Presidencia del Gobierno ha llevado a Sánchez a bendecir cuantos delirios soberanistas le ha puesto sobre la mesa, Santos Cerdán mediante, su socio preferente. Y entre esos delirios ocupan un lugar preferentísimo los que tienen que ver con la lengua catalana.

Primero, recién abierta la legislatura, fue aquella iniciativa de permitir a sus señorías intervenir en los plenos o en las sesiones de las comisiones en cualquiera de las lenguas cooficiales, o sea, en catalán, gallego o vascuence, y de surtirlos, pues, de pinganillos. Creo recordar que la broma, por llamarlo de algún modo, costó a los contribuyentes la friolera de un millón de euros entre sueldos de intérpretes y traductores y del material necesario para la labor. Pero eso fue lo de menos. Lo de más, lo buscado por Puigdemont con el concurso de Sánchez y la complicidad de la presidenta del Congreso Francina Armengol, fue diluir la condición del castellano como lengua común de los españoles y única oficial del Estado en el principal órgano de representación de los ciudadanos. El pinganillo, en este sentido, al margen del ridículo que supone verlo en la oreja de personas que no precisan de ningún intérprete para entenderse entre sí –como lo prueban, sin ir más lejos, las reuniones entre los respectivos presidentes de autonomías con lengua cooficial o entre alguno de ellos y el del Gobierno central–, obraba el milagro de parangonar a España con países como, por ejemplo, Suiza, donde no existe ninguna lengua común y sí cuatro idiomas oficiales, hablados cada uno de ellos en determinados cantones del territorio.

También en aquellos compases iniciales de legislatura el Gobierno de España se dispuso a cumplir con la otra exigencia de Puigdemont relacionada con la lengua, la de hacer del catalán –así como del vascuence y el gallego– una lengua oficial de la Unión Europea. El problema es que aquí la cosa no iba de mayorías, sino de unanimidades. En otras palabras, los 27 Estados miembros debían estar de acuerdo con la propuesta del Gobierno español. Transcurridos dos años desde entonces, nada ha cambiado. O sí, ya que después de siete intentos infructuosos de convencer a los 26 Estados restantes de la bondad de la propuesta recurriendo a argumentos de dudosa validez, por no decir espurios, algunos de estos países empiezan a estar hasta la coronilla de que el asunto figure en el correspondiente orden del día. Pero el Gobierno de España no ceja, ni va a cejar, en el intento, aunque ello suponga caer una vez más en el ridículo. Y no lo hará, porque, logre o no logre al final su objetivo, lo importante para Sánchez y compañía es, hoy por hoy, poder aducir ante Puigdemont que ellos han hecho todo lo que estaba en sus manos para conseguirlo y nada podían hacer ante la cerrazón de algunos Estados miembros. Y en cuanto al ridículo, ¿qué va a importarle a estas alturas al megalómano que nos gobierna un ridículo más o un ridículo menos?


Uno de compromisos más notorios tomados por Alberto Núñez Feijóo en el reciente cónclave popular ha sido el de no gobernar con Vox tras las futuras elecciones generales, ni aun necesitando sus votos para superar la investidura. La importancia del anuncio, no hace falta decirlo, está tanto en su novedad –en vísperas de las últimas generales Feijóo no se cerró ninguna puerta– como en su trascendencia. Más allá de las disonancias programáticas que puedan existir entre ambos partidos –las mismas, al cabo, que hace dos años–, lo que ha pesado en el compromiso tomado y en la decisión de hacerlo público ha sido sin duda el cálculo. Y en ese cálculo han pesado una serie de factores, empezando por la propia situación política.

En julio de 2023, por más que la corrupción ya estuviera presente, tenía todavía, al menos en apariencia, un alcance limitado. Pero la investidura y la necesidad del candidato Sánchez de ceder a las exigencias del prófugo de Waterloo para superarla, unido a las demandas al alza del resto de separatismos, coronado todo con la aprobación de la ley de amnistía y su posterior bendición por un Tribunal Constitucional con una mayoría al servicio de los intereses del Gobierno han hecho de este bienio uno de los más sombríos de la democracia española. Por no hablar, claro, del reguero de escándalos que han salpicado al Ejecutivo, al principal partido que lo compone, a la familia del presidente y a la Fiscalía del Estado. No ha habido día exento de estupor para los ciudadanos. De estupor y de vergüenza ajena.

En el andamiaje de la corrupción merecen capítulo aparte Sánchez y sus muchachos, conocidos también como la banda del Peugeot. Las revelaciones de los medios de comunicación a partir de los informes elaborados por la UCO y que ya han llevado a la cárcel al penúltimo secretario de Organización del PSOE, Santos Cerdán, demuestran a las claras la existencia de una banda criminal en el seno del partido desde hace por lo menos una década. Aunque Sánchez jure y perjure que nada sabía de los manejos ilícitos de los demás integrantes del vehículo en aquella larga marcha hacia la secretaría general con estación de término en la presidencia del Gobierno, los hechos se obstinan en desmentirle. Que Sánchez es un embustero profesional difícilmente puede ponerse en duda. (Como lo es, por cierto, Francina Armengol, la presidenta del Congreso, que este martes reconocía en el Senado que, al contrario de lo afirmado en una anterior comparecencia de hace un año, sí se había reunido con Víctor de Aldama, lo que no le impedía seguir sosteniendo que ella no había mentido, ni impidió ayer tampoco al Tribunal Supremo citarla como investigada por el mismo motivo.) Y todo indica que las revelaciones que están por llegar no harán sino confirmar la gravedad de la patología que afecta al presidente del Gobierno y en menor grado a la presidenta del Congreso.

Así las cosas, la decisión tomada por Feijóo al asegurar que no gobernaría con Vox –lo cual no excluye la posibilidad de alcanzar acuerdos puntuales en determinados ámbitos– persigue un doble objetivo. De un lado, el de arrebatar a los partidos de izquierda, con el PSOE a la cabeza, el arma de la identificación de la derecha como un todo, donde no se distingue el centro del extremo. De otro, el de facilitar a los votantes tradicionales del Partido socialista una suerte de voto prestado al PP, en la confianza de que ese último partido, en caso de gobernar, va a cumplir con el plan de regeneración esbozado por Feijóo el pasado domingo. Como es natural, dichos objetivos, y en especial el segundo, se asientan en la convicción de que el progresivo deterioro de la gobernabilidad y del principal partido del Gobierno –dos caras, al fin y al cabo, de una misma moneda– juegan a su favor. Cuanto más tiempo transcurra hasta que Sánchez –o quien presida en aquel momento el Gobierno– convoque a las urnas, más devastación institucional, más corrupción a la vista, más hartazgo ciudadano. Y tal como está el panorama hoy en día, con Sánchez encastillado en La Moncloa, ese tiempo no promete ser corto.

Friedrich Merz, el actual canciller alemán, se comprometió hace quince meses, en los últimos días de campaña para las elecciones federales, a no gobernar con la extrema derecha. Y cumplió su promesa. Feijóo se ha comprometido a lo mismo, sin esperar siquiera a que se convoquen nuevas elecciones. La apuesta es arriesgada, sin duda. Los últimos sondeos conocidos auguraban un incremento en la intención de voto de su partido, pero no suficiente aún para gobernar en solitario. Después del debate de ayer en el Congreso, la imagen de un Sánchez demacrado, cabizbajo y rendido tras el intercambio de réplicas con Feijóo permite aventurar que ese incremento será todavía mayor en las encuestas venideras. Eso si el presidente del Gobierno no arroja antes la toalla y convoca de una vez elecciones.

Lejos de Vox

    10 de julio de 2025
El pasado martes Fede Durán publicó en estas páginas un artículo titulado “El regreso de Albert Rivera”. Para quien no lo haya leído, diré que el artículo plantea la hipótesis –eso sí, como “remota posibilidad”– de que, “a la vista del nivel de podredumbre del Gobierno actual y ante la escasa ilusión generada por Feijóo, surja de nuevo en España un partido liberal, impulsado desde la sociedad civil, y con un candidato que […] muestre una hoja servicios impecable y el magnetismo de los grandes líderes”. El autor se encarga de ponerle nombre a ese candidato desde el título mismo, aunque en el texto baraja también como alternativa el de Rosa Díez. Es más, ese partido liberal que debería surgir “de nuevo” no puede mirarse, a su juicio, sino en Ciudadanos o UPyD, nacidos ambos “en regiones donde el nacionalismo (hoy independentismo) tiene mucho tirón”.

Antes de abordar la viabilidad y la conveniencia de la aparición de una fuerza política de ese perfil, el lector me permitirá que empiece por desmentir una creencia muy extendida a lo largo de la pasada década. (Me ceñiré al caso de Ciudadanos, que es el que conozco desde sus comienzos por dentro y por fuera.) Ciudadanos nació como un partido en cuyo ideario tenían cabida tanto la socialdemocracia como el liberalismo. Puede decirse, pues, que estaba destinado a ocupar, o ese era su querer, el centro del tablero político. Pero el partido nació sobre todo como una formación antinacionalista que reclamaba, tal y como indicaba su primer manifiesto, la existencia en Cataluña de una fuerza política de nuevo cuño que se enfrentara a los problemas reales de los ciudadanos, ocultos bajo el manto hegemónico del nacionalismo. En este sentido, su función estaría mucho más cerca de la que suele atribuirse a los llamados “partidos bisagra”, susceptibles de aliarse lo mismo con el centroderecha que con el centroizquierda para apuntalar la gobernabilidad que no de un partido que aspira a alcanzar por sus propios medios el poder.

Tras su éxito inicial en Cataluña, donde consiguió representación en el Parlamento autonómico durante dos legislaturas, su gran crecimiento en la región y su expansión por el resto de España se produjo a partir de 2012, a rebufo del llamado procés. A Ciudadanos se le reconocía, con plena justicia, la valentía de haber plantado cara al independentismo en las instituciones y en la calle. El punto culminante de ese crecimiento se dio en 2017 en Cataluña, donde, meses después del golpe de Estado de Puigdemont, Junqueras y compañía, ganó los comicios autonómicos –era la primera vez que un partido declaradamente antinacionalista lo conseguía–, y en 2019 en el conjunto de España, donde, a pesar de su subida en votos y escaños en las elecciones generales del mes de abril, no logró rebasar al PP y convertirse de este modo en el principal partido de la oposición. 

Y fue entonces cuando empezó la caída. Hasta el punto de que Ciudadanos pasó de 57 diputados a 10 en las elecciones de noviembre de aquel mismo año, convocadas tras los intentos voluntariamente fallidos de Pedro Sánchez de superar la investidura. El partido liderado por Albert Rivera –que dimitió como presidente de la formación y abandonó la política a la mañana siguiente de los resultados–, nacido para ejercer de bisagra, había renunciado meses antes a tal misión, cuando sus escaños, sumados a los del PSOE, hubieran permitido que Sánchez formara gobierno. Es verdad que, en tal caso, Sánchez probablemente habría encontrado cualquier excusa para rechazar la oferta de Rivera, pero el gesto de uno y de otro hubieran quedado ahí, listos para engrosar la hemeroteca: la iniciativa generosa del segundo en aras de la gobernabilidad del país confrontada a la irresponsabilidad de quien ya no velaba más que por sus propios intereses. Sea como fuere, nadie habría podido decir en lo sucesivo que Ciudadanos no había servido para lo que fue creado.

Y luego están las evidencias. A lo largo de aquel aciago verano de 2019 en el que nada parecía moverse en la política del país, los sondeos de opinión de los que disponían los partidos sí iban reflejando dos tendencias. De una parte, el desplome de Ciudadanos; de otra, la crecida de Vox, crecida que terminó concretándose en noviembre en un salto de 24 a 52 diputados. Es verdad que no todo el voto perdido por Ciudadanos fue a parar a Vox; también el PP había recuperado en noviembre un buen puñado de los escaños que el partido de Rivera –que en su IV Asamblea general había eliminado de su ideario la referencia a la socialdemocracia– le había quitado. Pero el hecho decisivo, insisto, fue que Ciudadanos dejó de ser útil para muchos españoles. Y que, puestos a poner pie en pared ante las envestidas del separatismo, más valía encomendarse al mensaje claro y rotundo de Vox, al que se unía, por lo demás, la contundencia en su denuncia del wokismo y de la inmigración ilegal, que apostar por los devaneos de Ciudadanos.

Y ahora volvamos al principio, esto es, a la viabilidad y conveniencia de la creación ex novo de un partido liberal. Empezaré por lo segundo. En un país tan polarizado como lo es España en estos momentos, ¿tiene sentido dispersar aún más el voto con la creación de una nueva fuerza política? Aunque un partido liberal no tiene por qué adscribirse a la derecha del tablero, no hay duda de que hoy sólo cabría en esta parte. La otra la ocupan de cabo a cabo los partidos en el Gobierno y los que les prestan su apoyo. Así pues, ¿tiene sentido dividir el voto entre tres, con la pérdida irremisible de escaños que ello conlleva, cuando puede dividirse entre dos? Habrá quien aduzca, en favor de la creación de este partido liberal, que acaso recogería el voto de quienes han sido votantes tradicionales del PSOE y que hoy, incapaces de seguir votándole y para no malgastar la papeleta, se abstendrían de ir a votar. A esos habría que convencerles de que lo prioritario hoy en día es desalojar a Sánchez del poder y que la mejor forma de hacerlo, y la más segura, es votar al PP, la opción política que más se acerca a aquel partido socialista de otro tiempo.

En lo que respecta a la viabilidad de un partido liberal, creo que lo más sensato es hacerse la pregunta cuando este país haya recuperado la normalidad institucional y Yo el Supremo se encuentre de una vez por todas allí donde le corresponde, es decir, entre los desechos de nuestra historia política más reciente.

¿Un nuevo partido liberal?

    26 de junio de 2025
De aquel lejano gobierno formado por Pedro Sánchez en 2018 tras la moción de censura que se llevó por delante a Mariano Rajoy sólo quedan en pie, aparte del presidente, tres piezas: Margarita Robles, María Jesús Montero y Fernando Grande-Marlasca. No me atrevería a decir si esta longevidad –siete años seguidos pisando moqueta ministerial– es fruto de su eficiencia o de su lealtad, aunque, tratándose de Sánchez, seguro que lo segundo pesa más que lo primero. Pero ese triunvirato ministerial no debería esconder otros casos de permanencia en el cargo en lo que podríamos calificar de segundo nivel.

Uno, y muy llamativo, es el de Luis García Montero, el actual director del Instituto Cervantes, dependiente del Ministerio de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación. Ignoro si su nombramiento fue a propuesta del entonces ministro del ramo, Josep Borrell, o si se trató de un dedazo del propio Sánchez. Sea lo que fuere, el hombre ya ha visto pasar un total de tres ministros y ahí sigue, hasta el punto de que a estas alturas es el director que más años ha estado al frente del Instituto.

Pero la dirección del Cervantes García Montero la ha compaginado, entre otras actividades, con una colaboración semanal en el diario El País, donde lleva años estampando su firma todos los lunes en la contraportada. Confieso que siempre me ha sorprendido que un cargo público no viera impedimento alguno en compatibilizar su labor institucional con la escritura en prensa. Hablo, por supuesto, de una colaboración periódica; el que un político escriba de vez en cuando en los medios, y en especial si lo que escribe trata de asuntos que atañen a la tarea que está desarrollando y pueden considerarse, pues, de interés general, lo encuentro más que razonable. Pero no es el caso de García Montero. Como he indicado, el director del Cervantes escribe una columna cada lunes desde hace años, y encima en la página de mayor notoriedad del periódico, a excepción de la primera. No contento con esto, en vez de dejar a un lado la actualidad política y dedicar su artículo, pongamos por caso, a la lírica, la filatelia, la trashumancia o a algún suceso pintoresco del que haya sido testigo, García Montero se sumerge a menudo en el mismo cenagal en el que se va hundiendo, día tras día, el Gobierno al que sirve. Así, el lunes de la pasada semana arremetió en su columna contra los jueces. Perdón, no contra todos; sólo contra los que “se salen de su decencia profesional para sustituir a la voluntad del pueblo encarnada en la política [,] aprovechan la crispación y buscan protagonismo, convertidos en una autoridad social sin límites que no distingue entre denuncias, pruebas, indicios y sospechas”. Lo cual le llevaba a sentenciar: “Si este tipo de jueces consigue convertir su soberbia en costumbre jurídica, un poder judicial autopoderoso se convertirá en el problema más grave de la democracia”.

Que hable de decencia profesional quien no tiene inconveniente en cometer, o cuando menos en permitir, cuantas irregularidades sean necesarias con tal de favorecer a una subordinada facilitándole una plaza de funcionaria en el Instituto que dirige, tal como reveló aquí mismo Antonio Rodríguez, dice mucho de la probidad del columnista. Pero al margen del alegato contra “este tipo de jueces” –donde es fácil adivinar los nombres de todos aquellos que tienen en sus manos procedimientos judiciales vinculados a casos de corrupción que afectan al círculo familiar y político del presidente del Gobierno–, lo que en verdad resulta asombroso es el remedio propuesto por García Montero para impartir justicia: la Fiscalía, escribe, “el único contrapoder que puede enfrentarse a la soberbia judicial”. Y al referirse a la Fiscalía está pensando, claro está, en el fiscal general y su tropel de seguros servidores, que no han dudado en recurrir a los medios más rastreros para entorpecer la tarea de la justicia cuando esta podía perjudicar los intereses de Pedro Sánchez. Así las cosas, que esta misma semana haya trascendido que el magistrado del Tribunal Supremo Ángel Hurtado ha dictado un auto por el que se envía a juicio al fiscal general Ángel García Ortiz y a Pilar Rodríguez, fiscal jefe provincial de Madrid, acusados de filtrar datos privados del novio de la presidenta de la Comunidad de Madrid siguiendo indicaciones de Presidencia del Gobierno, no habrá sino confirmado, a ojos de García Montero, la magnitud de la soberbia de “este tipo de jueces”.

Valga como circunstancia eximente de su, llamémosle, pensamiento, la información que sobre el caso viene publicando el propio periódico en que García Montero publica, lunes tras lunes, sus columnas y que sin duda es el suyo de cabecera. Y también, claro –aunque aquí no hay absolución posible, sino terca persistencia en un despotismo institucionalizado–, el que, como buen comunista, lo que en el fondo desearía es un poder judicial subordinado al poder político. Eso sí, siempre y cuando mandaran los suyos.

Ignoro si el problema de la inmigración será uno de los temas a debatir en el próximo congreso del Partido Popular, aunque sería bueno que así fuera. Jesús Fernández-Villaverde, doctor en Economía e investigador y docente en diversas universidades extranjeras, daba cuenta el sábado en una entrevista en El Mundo de la magnitud del problema al advertir –y apuntalar con sólidas evidencias– de que “el nivel de inmigración que tenemos es insostenible y económicamente muy mal negocio”. Y los artículos publicados recientemente sobre el particular en estas mismas páginas por Enrique Morales y Marcos Ondarra no ofrecían tampoco ningún sosiego. De un lado, según datos del Banco de España correspondientes a 2023, España es uno de los países de la Unión Europea con mayores tasas de entrada de extranjeros: 24 inmigrantes por cada mil habitantes, en contraste, por ejemplo, con Francia –5 por cada mil– o Italia –6 por cada mil–. De otro lado, la nueva ley de extranjería que entró en vigor el pasado martes y ha rebajado los requisitos exigidos para la nacionalización hará que en tres años 900.000 inmigrantes puedan regularizar su situación.

No parece, en definitiva, que al Gobierno le asusten esas cifras. Muy al contrario, se comporta en este terreno como se ha comportado con el reparto de los menores migrantes no acompañados desembarcados en Canarias. O sea, utilizando el problema como arma política. Si con los menas, tras desentenderse primero del asunto, se esforzó luego en no llegar a acuerdos con la oposición y, sobre todo, en no lesionar con sus decisiones los intereses de comunidades autónomas gobernadas por partidos de los que depende para mantener su frágil mayoría en el Congreso, todo indica que con la nueva ley quiere predisponer a los inmigrantes a su favor con vistas a futuras contiendas electorales.

Pero al margen de estos aspectos, ya por sí mismos preocupantes, si el partido destinado a gobernar España cuando Yo el Supremo abandone la Moncloa desea abordar de verdad en su congreso eso que se ha venido en llamar “la batalla de las ideas”, no debería descuidar otra cara de la inmigración, acaso la más importante cuando se trata de migrantes de religión musulmana. A ella se refería el rotativo Le Figaro el pasado miércoles 21 en una exclusiva que revelaba la existencia de un informe minucioso y detallado, encargado por el ministro de Interior, sobre el grado de infiltración de los Frères Musulmans (Hermanos Musulmanes) en los ámbitos políticos, educativos, asociativos, deportivos y culturales franceses, sin olvidar las redes sociales. El periódico lo calificaba de explosivo y, a juzgar por lo publicado, sin duda lo es. Tanto, que el mismo día el Consejo Superior de Defensa Nacional, presidido por Emmanuel Macron, lo convirtió en el tema central de su reunión. El presidente de la República pidió a su término un tiempo de reflexión antes de anunciar las respuestas del Estado, pero todo induce a creer que estas van a ser contundentes.

Frères Musulmans es una organización fundada hace cerca de un siglo en Egipto y que tiene como fin último la implantación de la ley islámica. En Europa, se extendió primero por Alemania, Suiza y Reino Unido, antes de hacerlo por Francia. Su estrategia consiste, por una parte, en ir infiltrándose en distintos estratos sociales, procediendo de abajo arriba, y, por otra, en aislar a sus correligionarios del resto de la sociedad –la educación en madrasas tiene aquí un papel fundamental– con tal de inculcarles la doctrina islámica. El mismo miércoles, tras hacerse público el informe, los partidos de centro y de derecha franceses expresaron su apoyo a las medidas que vaya a tomar el Gobierno, mientras que Jean-Luc Mélenchon, líder de la principal formación de izquierda, las criticaba con el argumento de que iban a acrecentar la islamofobia. (Curiosamente, y no creo que sea casualidad, el escritor Michel Houellebecq anticipaba ya en 2015 en su novela Soumission un escenario no muy alejado del actual, que situaba en el año 2022 y en el que una Fraternidad Musulmana alcanzaba en Francia el poder.)

No sé si en España el CNI o algún otro organismo vinculado a Defensa o Interior andará investigando la posible existencia de una trama similar; al fin y al cabo, no se trata de una organización terrorista. Pero, aun así, no estaría de más que tomara el informe desvelado por Le Figaro como modelo de lo que conviene hacer. Y que, ya puestos, empezara por escarbar en Cataluña, donde el Gobierno de Convergència i Unió se empeñó a comienzos de siglo en catalanizar a los inmigrantes magrebíes, para lo cual nombró al independentista Àngel Colom delegado de la Generalitat en Marruecos. La idea era favorecer la llegada a Cataluña de inmigrantes que no tuvieran como lengua materna el español, para así facilitar su conversión en catalanohablantes. Un cuarto de siglo más tarde, el número de ciudadanos que usan el catalán para relacionarse se halla, en el mejor de los casos, estadísticamente estancado. En cuanto a las consecuencias de dicha repoblación forzada, basta fijarse en el crecimiento exponencial de la xenófoba Aliança Catalana para convencerse del éxito de la empresa.

La inmigración como problema

    29 de mayo de 2025
El pasado domingo la periodista Laura Fàbregas traía a estas páginas el caso de Manuel Acosta, diputado de Vox en el Parlamento de Cataluña y profesor de catalán en excedencia. Que un profesor de catalán con 25 años de experiencia en la docencia –en secundaria y bachillerato, en concreto– sea diputado de Vox en el Parlamento autonómico ya constituye, por sí mismo, un caso digno de consideración. Pero resulta que Acosta, además, se ha ofrecido a dar clases de lengua catalana a los compañeros de hemiciclo que han solicitado los servicios de asesoramiento lingüístico –en catalán, claro– de la Cámara, convencidos como están, se supone, de que necesitan mejorar si desean progresar adecuadamente en su dominio del catalán. Que más de uno necesita mejorar no hay por qué dudarlo, a juzgar por las palabras del propio parlamentario de Vox: “He tenido que corregir las múltiples faltas de ortografía, de cohesión, coherencia y adecuación que cometen muchos diputados, especialmente los de CUP, Junts, ERC y PSC, en sus escritos y discursos”.

Como pueden figurarse, el ofrecimiento de Acosta no irá más allá del gesto. Ninguno de los diputados apuntados hasta la fecha para ser asesorados lingüísticamente –un 15% del total del Parlamento– recogerá el guante. Pero, aun así, viniendo de quien viene y dirigiéndose a quien se dirige, sirve para poner de manifiesto la enorme hipocresía de los eximios representantes de unos partidos que han convertido la lengua catalana en la piedra angular de esa nación que llevan construyéndose desde el último tercio del siglo XIX y que, pese a ello, son incapaces de expresarse sin llenar sus discursos y sus escritos de clamorosos lamparones ortográficos y gramaticales.

A mí el caso de Manuel Acosta me ha recordado lo sucedido hará cosa de una trentena de años en el Departamento de Filología Catalana de la Universidad de Barcelona. Los profesores de aquel departamento, ante el paupérrimo nivel de catalán demostrado por los estudiantes de los últimos cursos –no de los primeros, sino de los últimos, a punto, pues, de convertirse en egresados– y ante la certeza de que iban a engrosar la nómina de los trabajadores de la lengua, o lo que es lo mismo, de que iban a abrazar el noble oficio de evangelizadores de la causa nacional, desde la tarima principalmente –todavía abundaban en aquella época–, pero también desde los numerosos puestos de la administración creados a tal efecto; los profesores, decía, decidieron introducir una prueba de nivel a final de carrera para verificar que el dominio del idioma de cada licenciado en filología catalana fuera el que debía ser. Lo decidieron, pero no lo hicieron. Cuando los afectados, o sea, los estudiantes –y, en especial, los de segundo ciclo– recibieron la noticia, no se cruzaron de brazos. Al poco, en los tablones que adornan el legendario patio de letras de la universidad, escenario de tantas batallas en los tiempos heroicos del antifranquismo, aparecieron unas fotocopias de textos firmados por los propios profesores del departamento en las que, debidamente subrayadas o rodeadas con un círculo, se señalaban incorreciones tan o más ominosas que las de sus alumnos. Como es de suponer, la iniciativa para establecer la prueba fue retirada. Ignoro si más adelante se retomó, pero dudo que aquellos profesores o sus sucesores se expusieran a repetir un bochorno semejante.

Esta semana, precisamente, la lengua catalana ha vuelto a ser noticia. De un impacto discreto, si se la compara con el de las nuevas revelaciones sobre la ciénaga gubernamental, pero noticia al cabo. Y de las gordas. El presidente de la Generalidad catalana presentaba con todo el boato de las grandes ocasiones un Pacte Nacional per la Llengua dotado con 255 millones el primer año, millones que han de servir, entre otras cosas, para ampliar el radio de imposición de la lengua catalana. Ahora toca, al parecer, atizar a la administración general del Estado y a las empresas concesionarias del gobierno regional, sin descuidar, por supuesto, los frentes habituales y en particular la enseñanza. Ah, también los medios de comunicación deberán pasar en adelante por un filtro ideológico antes de ser acreditados para trabajar en el Parlamento autonómico. Eso sí, por si puede servir de consuelo a los en otro tiempo conocidos como los chicos de la prensa, no parece que, tal como está el patio, vayan a someterles a un examen de catalán.

Filología catalana

    15 de mayo de 2025
Jornadas como las del lunes son propicias a todo tipo de bulos y conspiranoias. De los muchos que corrieron por las redes y las ondas, han destacado una vez más los ciberataques con marchamo ruso, de indiscutible impacto por estos pagos desde que el intento de golpe de Estado de Puigdemont y compañía puso al descubierto nuestras flaquezas en ciberseguridad. Añádase a lo anterior la reciente rescisión del contrato de compra de armamento a Israel, al que podrían seguir otros muchos en materia militar y, en especial, los relacionados con la defensa ante posibles agresiones cibernéticas. De ahí a deducir que Israel, como respuesta a nuestro incumplimiento, nos hubiera dejado, como se dice vulgarmente, con el culo al aire, hay sólo un paso.

Aun así, esa clase de infundios tienen siempre remedio, a condición de que al apagón eléctrico no le siga uno informativo. Y lo cierto es que el Gobierno no puso un particular esmero a la hora de informar. Pedro Sánchez compareció cinco horas y media después del apagón, cuando el caos y el colapso en la España peninsular eran ya de órdago, y fue para soltar el clásico “no se descarta ninguna hipótesis” y pedir la no menos clásica “colaboración de los ciudadanos”. Luis Montenegro, su homólogo portugués, si bien recurrió a los mismos tópicos, compareció tres horas antes que Sánchez y señaló que todo apuntaba a que la avería provenía de España, país del que Portugal es en gran medida dependiente energéticamente. (A propósito, no sé cómo andarán ahora aquellas encuestas más o menos recurrentes sobre el iberismo. La última que he podido consultar, publicada en 2019 por electomania.es, arrojaba un resultado de un 70% de españoles a favor de una hipotética unión ibérica entre ambos países, Andorra y Gibraltar, frente a un 60 % de portugueses. No parece que lo ocurrido el lunes vaya a ayudar a acrecentar el segundo porcentaje.)

Los días siguientes, pese al empeño de Sánchez en no descartar ninguna hipótesis –ni siquiera la del ciberataque ruso, como sí hizo en cambio, desmintiéndola, la empresa público-privada Red Eléctrica, principal operadora del sistema eléctrico y responsable del equilibrio entre la generación y la demanda de electricidad, cuya presidenta es la exministra socialista Beatriz Corredor– han servido para arrojar algo de luz sobre las posibles causas del apagón. No del apagón en concreto, cuyo origen sigue siendo a estas alturas un misterio, sino de unos antecedentes de los que hicieron caso omiso su presidenta y el Gobierno. En concreto, los informes que los técnicos de la empresa elaboraron desde 2020 advirtiendo de desajustes de frecuencia que podrían estar relacionados con la introducción de las energías renovables. Lejos de reconocer esta posibilidad, Pedro Sánchez, aparte de insistir en que no descartaba ninguna hipótesis, aprovechó su comparecencia del martes para ratificarse en lo acertado del cierre de las nucleares llevado a cabo por su Gobierno.

Pero acaso el apagón informativo más relevante y que nada tiene que ver con la electricidad fue el que se produjo la misma mañana del lunes y que confirma, por si hacía falta, la baraka con la que parece contar Pedro Sánchez. A primera hora conocíamos que la juez Beatriz Biedma había resuelto abrir juicio oral por prevaricación y tráfico de influencias contra el hermano del presidente del Gobierno, David Sánchez, el presidente de la Diputación de Badajoz y líder del PSOE de Extremadura, Miguel Ángel Gallardo, y un asesor de la Moncloa y ocho cargos de la propia Diputación pacense. Pues bien, el impacto de la noticia tuvo una vida corta. El apagón de las 12:33 lo cortó en seco. Lo que no significa, claro está, que el interés por la noticia no vaya a renacer a medida que el juicio oral se desarrolle.

Sea como sea, abandonen toda esperanza los españoles de bien, que son afortunadamente la mayoría. Ese proceso judicial no cambiará en absoluto la determinación del otro Sánchez de resistir a toda costa y sin pararse en barras hasta el final de la legislatura. Es más, cuanto peor pinten los sondeos electorales, más se empecinará el capitán del barco gubernamental en mantenerse en su puesto contra viento y marea hasta completar los cuatro años que la Constitución le permite estar. Si algo le importa un comino, y lo ha demostrado con creces, es dejar el país hecho unos zorros.


Los otros apagones

    1 de mayo de 2025
Anda toda la izquierda muy alterada. A juzgar por lo visto, oído y leído, la reciente V Asamblea de Podemos y sus prolegómenos han puesto de los nervios a representantes políticos, sindicatos de los antiguamente llamados de clase, medios de comunicación afines, oficiales o no; en síntesis, paniaguados de toda especie integrados en el Gobierno de España o dependientes de su sustento. ¿La razón? El miedo a que el partido surgido de aquel movimiento siniestro –léase de izquierda– con el que Pedro Sánchez no tuvo inconveniente en pactar un gobierno de coalición en noviembre de 2019 después de haber jurado no hacerlo y que, poco a poco, elección tras elección, ha ido viendo menguada su tropa y disminuidos sus apoyos hasta quedarse en los cuatro diputados de que dispone hoy en el Congreso; el miedo a que ese partido, decía, acabe por aguarle la fiesta al actual Gobierno en su voluntad de agotar la legislatura y se la agüe, de paso, a quienes componen ese conglomerado de fuerzas a las que da amparo.

Entre las reacciones y comentarios de los afectados, quizá el más socorrido sea el de los que lamentan que, con su actitud, Podemos esté poniendo en peligro la supervivencia del primer gobierno de coalición habido en España desde los tiempos de la Segunda República y el único de tendencia “progresista” en la Unión Europea. (Lo que, dicho sea de paso, más que motivo de orgullo debería ser de honda preocupación.) Al lamento suele seguirle el recordatorio de cuál sería la consecuencia de semejante quiebra gubernamental: el retorno de la derecha al poder por obra y gracia de los votos que le vaya a prestar la ultraderecha, incrustada o no en el futuro gobierno. No hace falta precisar que detrás de ese gimoteo a cappella de esos políticos y comentaristas subyace el rechazo a la alteridad, la convicción de que sólo la izquierda está legitimada para ejercer el poder, pues ella y sólo ella encarna el progreso. De ahí la insistencia en la función transformadora de las fuerzas progresistas y, en lógica contraposición, el inmovilismo retrógrado y cerril de la derecha.

De semejante visión de la historia y de la democracia participan los partidos que integran el actual gobierno de coalición y las formaciones que les prestan su apoyo en el Congreso, excepto Junts, PNV y Coalición Canaria. Un apoyo en el que existen, claro, gradaciones. Así, los partidos gubernamentales son los más moderados, seguramente por lo que conlleva de pragmatismo el hecho mismo de gobernar. Entre los intrínsicamente revoltosos, puede establecerse asimismo una división entre los separatistas –ERC, EHBildu y BNG– por un lado, y Podemos por otro.

Esta última división cobra pleno sentido a la hora de tratar de entender la reciente postura de Podemos en el tablero de juego político. Podemos no es un partido nacionalista, por más que comulgue con las formaciones de este color en la medida en que unos y otros tienen como propósito subvertir las reglas del juego democrático y el orden legal establecido. En otras palabras: a Podemos no se le puede comprar con condonaciones de deuda, nuevas transferencias de competencias o conciertos sobrevenidos. El resto de los partidos de izquierda, a los que hay que sumar los nacionalistas de centro o derecha, sí se avienen al trueque, cada cual con un traje a medida. El Gobierno, aun sin presupuestos y con la deuda disparada, derrocha a espuertas sin importarle lo más mínimo la magnitud del destrozo. Pero a Podemos, ¿qué puede ofrecerle? ¿El “no a la guerra”, es decir, el rechazo al rearme? Es evidente que no. Además, tal como están las cosas, el recorte en el gasto social parece inevitable, por muchas promesas en sentido contrario que hagan los miembros del Consejo de ministros. Todo lo cual convendrán conmigo en que no hace sino abonar el terreno para que Podemos se eche al monte y torpedee en el futuro las iniciativas legislativas del Gobierno.

Revelaba aquí Luca Constantini hace unas semanas la posibilidad de que Sumar renuncie a presentarse en las próximas elecciones generales en las circunscripciones en las que no tiene chance alguna de sacar representación. Y que lo haga en beneficio del PSOE. El único precedente aproximado que yo recuerdo, aparte de las coaliciones para el Senado de los tiempos de Joaquín Almunia y Paco Frutos, es el acuerdo al que llegaron el PSC de Maragall y los ecocomunistas catalanes de entonces en las autonómicas de 1999. Se presentaron en coalición en las tres provincias menores, donde estos últimos carecían de posibilidades, y por separado en la mayor, Barcelona. El resultado de la operación fue el aumento considerable de los socialistas en escaños y la disminución también considerable de los ecocomunistas, pese a contar con dos diputados elegidos en las listas de las circunscripciones menores. O sea, un mal negocio, por no decir un desastre. Trasladado al caso que nos ocupa, y salvadas sean todas las distancias entre una y otra circunstancia, no parece que Sumar, que además renunciaría a presentarse allí donde difícilmente obtendría representación, pueda salir beneficiado con la jugada.

Así las cosas, harían muy mal negocio los de Yolanda Díaz –a los que las encuestas auguran una caída cercana al 50% en caso de celebrarse ahora los comicios– si se presentaran en comandita con los socialistas a la próxima cita electoral siguiendo un esquema de este tipo. Y, por el contrario, Podemos –al que los sondeos predicen una representación bastante parecida a la que tiene ahora en el Congreso– ensancharía ese espacio a la izquierda del PSOE, al percibir sus hipotéticos votantes que no existe apenas diferencia entre votar una marca u otra de las dos que conforman hoy en día el Gobierno, por lo que más vale apostar por la marca original. O sea, la que no está en el Gobierno ni en el bloque que a duras penas lo sostiene en el Parlamento.

La izquierda revolucionada

    17 de abril de 2025
Los medios de comunicación independientes –entiéndase, no dependientes de ningún poder público– han consolidado en sus ediciones expresiones del tipo “el CIS de Tezanos”, “la Fiscalía de García Ortiz” o “el Constitucional de Conde Pumpido”, hasta convertirlas en una suerte de marcas temporales. Con ellas, trasladan al lector, oyente o telespectador la idea de que dichas instituciones no se atienen a las reglas que deberían guiar su recto funcionamiento, o sea, al interés general, sino que actúan, mediante toda clase de amaños, añagazas y quebrantamientos de la ley, movidas por los intereses de quienes las rigen, intereses que no son otros, al cabo, que los de aquel que les ha puesto allí, o sea, el presidente del Gobierno.

Los primeros días de esta semana nos han dejado precisamente una locución de tintes parecidos y que podríamos formular así: “la universidad de Sánchez”. El propio presidente nos facilitó en su intervención en el acto celebrado el pasado lunes en las Escuelas Pías de la UNED, en Madrid las grandes líneas de su mensaje. Desde el título mismo. “En defensa de una universidad de calidad, clave para el ascensor social”, rezaba el atril desde el que Sánchez se dirigió a la concurrencia, en su mayoría afín. Supongo que el sintagma “ascensor social”, empleado por lo común para referirse a la enseñanza obligatoria y a la posibilidad de que los estudios sirvan para que un alumno de familia humilde pueda, gracias al talento y al esfuerzo, labrarse un futuro que le permita dejar de ser lo que antes se conocía como “clase baja” para alcanzar la “media” e incluso la “alta”, era utilizado en esta ocasión en un sentido similar, aunque restringido a la coronación del proceso. En tal caso, lo que sobraba sin duda alguna era la palabra “clave”.

Cualquiera sabe que en la construcción de un edificio lo fundamental son los cimientos. Si estos fallan, si no sostienen los materiales que se les van superponiendo, piso a piso, hasta alcanzar la techumbre, de poco sirve que esta última aparente solidez; no será más que apariencia. Y eso en el supuesto de que el edificio aguante y llegue a coronarse, lo cual es mucho suponer. La clave, pues, de este “ascensor social” al que apela Sánchez no se halla en la universidad, sino en la enseñanza obligatoria y, a lo sumo, en el bachillerato. Y para saber cuál es el estado de esas etapas de la enseñanza obligatoria –primaria y secundaria– y posobligatoria –bachillerato–, basta acudir a los datos, o sea, a los resultados de las pruebas que evalúan a los alumnos españoles de cuarto de Primaria (PIRLS) y de 15 años (PISA). Pues bien, esos resultados nos sitúan muy por debajo de las medias de referencia entre los países económicamente desarrollados (OCDE) y de la Unión Europea. En cuanto al bachillerato, al no disponer de una prueba nacional de acceso a la universidad, no queda más remedio que remitirse a lo que opinan muchos docentes de educación superior sobre el ínfimo nivel de conocimientos de sus alumnos cuando llegan a la universidad. Decir que esos docentes no salen de su asombro es decir poco.

Todo eso a Pedro Sánchez ni le va ni le viene. Los hechos, los datos –la realidad, en una palabra– no le han estropeado jamás su triunfalismo. Ni tampoco sus propias contradicciones y falta de coherencia. Su discurso del lunes, al tiempo que anticipo de lo que vendrá –“endurecer los criterios de creación, de reconocimiento y de autorización” de las universidades privadas–, era una muestra de ello. Un anticipo de mal gusto, ciertamente. Hablar de “chiringuitos” y de “máquinas expendedoras” de títulos para referirse a las universidades privadas entra de lleno en la jerga barriobajera –monteril, y no precisamente de la Montero de Podemos–. Y, ya puestos, tildarlas de chiringuitos en contraposición con las públicas, en cuyas facultades y departamentos prolifera la endogamia, auspiciada y bendecida por los propios rectores, es tener –por seguir con los coloquialismos– un morro que se lo pisa. Y no digamos ya tratándose de alguien que fue incapaz de escribir una tesis doctoral de cabo a cabo.

Claro que en esto último –en lo tocante al morro, me refiero– justo es reconocer que el hombre es coherente.

La universidad de Sánchez

    3 de abril de 2025
El comportamiento de nuestra clase política parece guiarse por aquella advocación mariana del “virgencita, virgencita, que me quede como estoy”. Sólo Vox con sus aspavientos radicales –y nada caritativos, por cierto– se sale de la norma. En cuanto al resto, tanto los partidos constitutivos del Gobierno de la Nación y los que le prestan su apoyo desde las bancadas parlamentarias –ya sea religiosamente, ya haciéndose de rogar–, de una parte, como los que se oponen a él –básicamente el Partido Popular–, de otra, actúan como si el tiempo jugase a su favor. El PSOE de Pedro Sánchez, porque le quedan dos años de legislatura antes de jugárselo todo a la carta de las urnas, y vaya usted a saber lo que puede pasar en dos años –y lo que puede pasar en las urnas, claro está; véase si no el precedente del 23-J–. Y puestos incluso en lo peor para sus intereses, habrán sido dos años poder omnímodo, sueldos copiosos a amigos y conocidos, favores y prebendas a familiares, millones a espuertas a los medios afines y siembra de minas en la Administración del Estado para dificultar la gestión de sus sucesores y facilitar un pronto retorno de esa izquierda descaradamente antisistema. (A propósito: dicha siembra de minas se ha producido también en el propio partido socialista, por lo que dudo mucho que, aun sin Sánchez en el Gobierno, pueda volver a ser algún día lo que fue desde los tiempos de la Transición y hasta la llegada de Rodríguez Zapatero a la secretaría general, es decir, un partido de centroizquierda.)

En cuanto a la conducta de las fuerzas políticas en labores de apoyo parlamentario al Gobierno, hay de todo, como en la viña del Señor. Por un lado, tenemos a la extrema izquierda encarnada en Podemos haciendo honor a su condición de pepito grillo, más verbal que otra cosa. Veremos qué ocurre en adelante con el impepinable aumento del gasto en defensa y, en definitiva, con la aprobación de los presupuestos. Por otro lado, está la amalgama de formaciones nacionalistas, desde las más moderadas a las más levantiscas. A todas ha complacido el Señor –léase aquí Pedro Sánchez–, y en particular a las vascas y a las catalanas. Pese al suspense al que le someten estas últimas, y en especial las que tienen como epicentro Waterloo, nada parece indicar que vayan a romper la baraja gubernamental, pues difícilmente encontrarán una coyuntura más propicia a sus intereses particulares. Transferencias contantes y sonantes, quitas de deuda pública, delegaciones, aunque en apariencia sean compartidas, de seguridad e inmigración… En fin, como suele decirse, lo que se les ofrezca.

Y el último bloque donde parece que el movimiento no se demuestra andando es el del partido mayoritario de la oposición, llamado a ser, según todas las encuestas –excepto las del CIS de Tezanos, por supuesto–, el vencedor de las próximas elecciones con una ventaja suficiente como para gobernar con Vox, en coalición o gracias a sus escaños. Aquí el comportamiento de su presidente, Alberto Núñez Feijóo, recuerda el de aquel hombre al que aconsejan armarse de paciencia y quedarse quieto hasta ver pasar el cadáver de su enemigo. Ocurre, sin embargo, que un partido político dista mucho de ser un solo hombre, por más que trate de tener una sola voz. Para muestra, la reunión de los presidentes autonómicos y la cúpula del Partido Popular el pasado 12 de enero en Oviedo, donde se conjuraron para ceñirse a una postura migratoria común, distinta de la adoptada hasta la fecha por el Gobierno, y distinta sobre todo de la preconizada por Vox.

Pues bien, el presidente valenciano, acechado por las consecuencias de su propia gestión de la dana y necesitado del apoyo del partido de extrema derecha para aprobar los presupuestos de la Comunidad, no ha tenido inconveniente alguno en pisar la mina del reparto de los menores no acompañados abrazando la posición de Vox, consistente en no aceptar ninguno. Ante ello, a Feijóo no le ha quedado otra que tragarse el sapo y admitir lo que hasta la fecha le parecía inaceptable. De haber afrontado, en cambio, el problema y haberse manifestado hace tiempo con toda claridad sobre la cuestión, más allá de negarse a aceptar las condiciones del Gobierno, o bien, de haber inducido de buenas a primeras a Carlos Mazón a renunciar a la presidencia de la región ante su incompetencia manifiesta cuando la dana; de haberse movido, en una palabra, cuando había que hacerlo se habría ahorrado sin duda el bochorno causado ahora por sus contradicciones.

Con todo, una cosa sí hay que reconocerle a Pedro Sánchez. Entre tanto inmovilismo, él no para quieto ni un momento. Ni cuando decide huir cobardemente de Paiporta, dejando solos a los Reyes aguantando el chaparrón, ni cuando cree imprescindible recurrir a la red social X, tan denostada por sus fieles, para pedir a la Unión Europea que no permita a Hungría prohibir la marcha del Orgullo.

Virgencita, virgencita...

    20 de marzo de 2025
Uno de los argumentos a los que recurrimos con más frecuencia quienes comentamos la actualidad es la analogía. Quizá sea por el apremio con que nos toca razonar, quizá por la eficacia misma del recurso, pero lo cierto es que muchas columnas descansan en el paralelismo entre un caso, ya conocido y, por así decirlo, cerrado, y otro en curso y pendiente de desenlace.

Sucede así, por ejemplo, con la analogía establecida entre las recientes elecciones alemanas, ganadas por los democristianos de Friedrich Merz en coalición con los socialcristianos bávaros, y las que pudieran celebrarse, tarde o temprano, en España. La Grosse Koalition entre democristianos y socialcristianos de un lado, y socialistas de otro –con Los Verdes en la recámara– se ha empezado ya a cocinar, aunque no se espera que las negociaciones fructifiquen antes de mediados de abril. Con todo, ya hay quienes se han apresurado a afirmar que el traslado a España del modelo alemán es inviable. Los precedentes, en efecto, así parecen avalarlo. Mientras que en Alemania han tenido ya varios gobiernos formados por los dos grandes partidos, a los que se han unido, ocasionalmente, los liberales o Los Verdes, en la democracia española semejante escenario no se ha dado jamás. Y, encima, la vez en que se estuvo más cerca fue en 2016. cuando el famoso “no es no” de Pedro Sánchez. Su negativa a facilitar con la abstención del Grupo Socialista la investidura de Mariano Rajoy como presidente del Gobierno acarreó su defenestración de la secretaría general del partido en un bochornoso comité federal.

En contraposición a esa tendencia mayoritaria cabe situar el análisis hecho ahora por alguien próximo a la dirección de Vox, tal como informaba aquí mismo este lunes Marcos Ondarra. Según los de Santiago Abascal, lo que estaría tramando el Partido Popular sería precisamente lo que se está cocinando en Alemania, es decir, una gran coalición entre PP, PSOE y alguna otra fuerza de izquierda. Se trata, claro está, de una opinión maliciosa e interesada, coherente con la política de desgaste a la que está sometiendo desde hace tiempo la fuerza de extrema derecha a la liberal-conservadora y que, a juzgar por los sondeos, no le va nada mal. Pero, más allá de esa circunstancia, Alberto Núñez Feijóo haría bien en tomar en serio dicha posibilidad, siempre y cuando la apuntalara con hechos además de palabras.

Si, llegada la hora de la verdad, se cumplieran los actuales vaticinios demoscópicos –excepto los urdidos por el CIS, por supuesto–, Sánchez no podría volver a ser presidente del Gobierno, pues los números no le darían para reeditar un gobierno de coalición entre su partido y la extrema izquierda con el apoyo parlamentario de toda clase de nacionalismos. Feijóo tendría entonces el campo libre para imitar hasta cierto punto lo realizado por Merz en Alemania. Para ello, el líder del PP debería arrumbar cuanto antes la máxima según la cual lo mejor es no hacer nada, es decir, dejarse de veleidades socialdemócratas y connivencias con el nacionalismo de corte más o menos moderado y ofrecer en cambio soluciones a los problemas que verdaderamente importan a la inmensa mayoría de los españoles que le votan o pueden llegar a votarlo.

Merz se comprometió en los últimos días de campaña a no gobernar con la extrema derecha y todo indica que va a cumplir su promesa. Feijóo debería hacer otro tanto, sin esperar a que se convoquen nuevas elecciones y, sobre todo, sin esperar a conocer los resultados. Entre otras razones, para enarbolar sin que le tiemble la mano eso que los políticos llaman banderas y de las que en España se ha apropiado Vox. Pienso, por ejemplo, en la necesidad de afrontar con todas las consecuencias la cuestión de la inmigración ilegal, de no ceder a los chantajes de los nacionalismos o de combatir de palabra y de hecho el wokismo. Dejar que esas y otras batallas las libre en solitario un partido como Vox, cada vez más radicalizado, más trumputinesco –en todos los sentidos, no sólo en lo referente a la política exterior–, equivale a permitir que se abran cada vez más vías de agua por su flanco derecho y a no taponar ninguna de las ya existentes.

¿Que el PP podría encontrarse en tal caso con un bloqueo parlamentario como el de 2016 por la negativa de Sánchez a pactar con los populares no ya un gobierno de coalición, sino ni tan sólo una abstención que facilitara la investidura? ¿Y por qué no arriesgarse a ello? Al fin y al cabo, la historia nos dice que esa es la única manera de que su propio partido se lo quite, al menos por un tiempo, de encima, y nos libere de paso a los demás de su perniciosa presencia en la política española.

El PP y la lección alemana

    6 de marzo de 2025
Permítanme empezar con un simple recordatorio. El actual Gobierno de la Generalidad de Cataluña, presidido por Salvador Illa, está compuesto con la misma falsilla que sirvió para armar, en 2003 y 2006, los presididos por Pasqual Maragall y José Montilla, respectivamente. Tres piezas, PSC, ERC e ICV-EUiA –o sea, la aleación de comunistas y verdes–. Es verdad que al de Illa le falta la última pieza. Pero Els Comuns, versión actualizada de la aleación rojiverde de antaño, presta su apoyo a socialistas y republicanos desde el Parlamento catalán. Pues bien, en esos tres tripartitos –demos por bueno, si les parece, que los rojiverdes siguen formando parte de él, aunque renombrados y desde el extrarradio parlamentario– quien ha mandado ha sido siempre el nacionalismo. Y no porque la política lingüística haya estado en los tres casos en manos de ERC –hace un par de décadas, con rango de secretaría; ahora, elevada al rango de consejería–, sino porque los socialistas, aun constituyendo el grupo gubernamental mayoritario y presidiendo el ejecutivo, se han sentido siempre muy a gusto participando de un proyecto de construcción nacional que tiene en la lengua y la cultura catalanas su eje rector y su razón de ser.

Tanto es así que no ha habido en el medio año transcurrido desde la formación del gobierno de Salvador Illa un solo hecho, un solo gesto, capaz de dar a entender que puede producirse en el futuro alguna rectificación en la magna obra de ingeniería social emprendida en el ya lejano 1980 por Jordi Pujol y sus huestes. Y ello a despecho de lo ocurrido en los doce años anteriores, caracterizados, como es sabido, por la radicalización del movimiento independentista en las instituciones y en la calle, con amago de golpe de Estado incluido.

En el campo de la enseñanza, la encomiable labor de asociaciones como Impulso Ciudadano o Escuela de Todos para lograr que el español, nuestra lengua común, disponga de un cachito de horario escolar en el que sea lengua vehicular ha topado hasta ahora, pese a las reiteradas sentencias favorables de distintas instancias judiciales, con la negativa de los sucesivos gobiernos autonómicos a obedecer a los tribunales y con la renuencia de los sucesivos gobiernos de España a ponerse del lado de la ley para que la ley efectivamente se cumpla.

En cuanto al ámbito institucional, debemos también al afán de Impulso Ciudadano las denuncias de ayuntamientos de cuya fachada había desaparecido la bandera de España, sin que la institución se hubiera tomado la molestia de reponerla. (A propósito del valor simbólico de las banderas del país, Antonio Muñoz Molina nos regalaba el sábado en el DOGE [Diario Oficial del Gobierno de España, antes El País] un artículo lleno de nostalgia sobre los tiempos en que “fuera de España todo era más sólido” y en el que ponía, entre otros ejemplos, el de “los lycées franceses, con sus fachadas de columnas y sus banderas tricolores al viento”. Al articulista sólo le faltó apostillar, y es una verdadera pena que dejara pasar la ocasión, que ya sería hora de que el Gobierno de España, tras casi medio siglo de democracia constitucional, prescribiera la colocación de nuestra bandera bicolor en todos los centros de enseñanza del país.)

Y aún en relación con la manipulación institucional, estamos asistiendo estos días en la Comunidad Valenciana al uso fraudulento de ayuntamientos y centros educativos para influir en la libre decisión de los padres con respecto a la lengua en la que quieren que sus hijos sean escolarizados, si valenciano o castellano. Las distintas acciones, promovidas por los partidos favorables a la inmersión lingüística en valenciano, o sea, por los que gobernaban en la anterior legislatura autonómica, y las asociaciones afines, financiadas generosamente por la Generalidad de Cataluña, constituyen una respuesta a la ejemplar campaña informativa del actual Gobierno de la Generalidad valenciana para que las familias elijan la lengua de escolarización de sus hijos. Una campaña diáfana, sin medias tintas, en la que el ejecutivo de la Comunidad se ha comprometido, muy diferente, por cierto, de la del Gobierno Balear, hecha a regañadientes, con la boca pequeña, como si la cosa no fuera con él y temiera la reacción del colectivo de docentes.

Y en el afán por imponer el catalán ahí donde no llega de forma natural –por múltiples razones, entre las que destacan el parco rendimiento del uso de la lengua en la comunicación interpersonal y la incorporación cada vez mayor de profesionales llegados de Hispanoamérica, como ocurre en la Sanidad– la Administración de la Generalidad de Cataluña se sirve de dos recursos. De una parte, de la exigencia del conocimiento de un grado superior de catalán para acceder a una plaza, lo que impide a muchos profesionales ocupar un puesto de trabajo y les lleva a migrar a otra parte de España o a ni siquiera plantearse la posibilidad de trasladarse a Cataluña desde otra comunidad autónoma. (Dicho requisito, existente también en Baleares, fue eliminado por el actual gobierno del PP, cumpliendo de este modo, esta vez sí, una de sus promesas electorales). Y como segundo recurso, la delación llevada a cabo por ciudadanos supuestamente de a pie, aunque auspiciados por asociaciones como la Plataforma per la Llengua o directamente vinculados a ella.

En este sentido, hemos sabido hace poco, por boca de la titular del Departamento de Salud de la Generalidad de Cataluña, en manos socialistas, que se dan anualmente unas doscientas quejas de pacientes o familiares por no haber sido atendidos en catalán. La consejera también indicó que existe una instrucción a los centros –introducida en la pasada legislatura por ERC y corroborada ahora por el PSC– para que elaboren “un sistema de gestión de las quejas en materia lingüística y de las acciones correctoras adoptadas”.

En síntesis, al igual que en la enseñanza, se trata de ir taponando la espita de la libertad lingüística allí donde esta se esfuerza por abrirse paso. Nos queda, eso sí, el triste consuelo de pensar que no lo van a tener fácil.

En una entrada de sus Diarios fechada el 23 de marzo de 1936 Victor Klemperer anotó lo siguiente: “Hitler dijo hace poco: ‘No soy un dictador, sólo he simplificado la democracia’.” Ignoro en qué circunstancias pronunció el dictador estas palabras, si fue en un mitin o en un discurso parlamentario –suponiendo que pueda distinguirse en su caso una cosa de otra–; si improvisó o se ciñó a leer lo que llevaba escrito; si fueron de cosecha propia o debidas al ingenio de Joseph Goebbels, al que Klemperer calificaba en otra anotación del mismo año como “el más venenoso y falso de todos los nazis”; fuese de un modo u otro, la frase de Hitler, que había ido laminando la democracia alemana desde el mismo día de su acceso (democrático) al poder, convirtiendo el Reichstag en un coro de fieles, suprimiendo la prensa libre y los partidos políticos de oposición, persiguiendo a todo funcionario desafecto, empezando por los de justicia, y dando caza sin tregua al judío, se hallara donde se hallara; sustituyendo, en fin, un régimen democrático por una dictadura; la frase, decía, no sólo revela el cinismo de quien la pronunció, sino que contiene un sintagma, “simplificar la democracia”, que parece hecho adrede para caracterizar las aspiraciones de muchos políticos de nuestro tiempo.

Ahora bien, ¿cómo puede simplificarse una democracia –liberal, por supuesto–, sin prescindir de alguno de los poderes que la constituyen o por lo menos sin someterlo? Mejor dicho, ¿se puede? Tomemos lo que tenemos más cerca. Es evidente que el presidente del Gobierno no se ha parado en barras a la hora de controlar el legislativo, por más que le falle de vez en cuando el apoyo de uno de los grupos que integran la variopinta mayoría que facilitó su investidura y eso le cueste perder algunas votaciones y no lograr sacar adelante algunas iniciativas. ¿Que cómo lo ha hecho? Pues vaciando sin recato los haberes del Estado y cediéndolos al chantajista de turno, ya sea en forma de competencias, ya de quitas de deuda, ya de bienes inmuebles, ya de dinero contante y sonante. Que el tira y afloja pueda terminar impidiendo la aprobación de unos nuevos presupuestos no preocupa demasiado a quien no importa quemar las naves del Estado mientras él se mantenga a flote.

El llamado cuarto poder no ha corrido mejor suerte. El afán de Pedro Sánchez y del Gobierno que preside por controlar los medios de comunicación ha tenido dos vertientes. De una parte, han lanzado una campaña de desprestigio contra las cabeceras no afines, bautizadas como seudomedios, acusándolas de difundir bulos y de haber tejido una suerte de ámbito maléfico, que han motejado de fachosfera y cuyo fin sería vituperar todo cuanto hace, dice u opina el presidente. La fachosfera incluiría no sólo los medios de comunicación; también cualquier ciudadano, agrupación o empresa que disintiera de los propósitos presidenciales. Al igual que durante el franquismo, ese empeño censurador –cancelador, diríamos hoy– ha contado con otra vertiente: la propaganda. Es decir, las consignas que han replicado los medios públicos y los privados a los que el ejecutivo ha regado generosamente con dinero público y licencias televisivas. Sirva como ejemplo la interpenetración entre Prisa y Moncloa, concretada en la persona de José Miguel Contreras, director de contenidos del grupo empresarial y, a un tiempo, asesor de cabecera de Pedro Sánchez.

Pero ahí donde el Gobierno ha machacado en hierro frío es en su lucha contra el poder judicial. La voluntad de doblegarlo recurriendo al juego sucio y a la difamación –acusaciones de lawfare mediante– para intentar frenar los procesos judiciales en curso que afectan a familiares del presidente, ministros y exministros del Gobierno, y al fiscal general del Estado, entre otros, no parece que vaya a tener un final feliz. Para el Gobierno y sus socios, se entiende. Y es que nuestra democracia, por suerte, es robusta y no admite simplificaciones. 

Simplificar la democracia

    6 de febrero de 2025