Ignoro cuántas personas había el pasado sábado en Cibeles, pero, por supuesto, muchísimas más decenas de miles que las ridículamente reconocidas por la Delegación del Gobierno en la Comunidad de Madrid. Para convencerse de ello, basta con haber estado allí, con ver las imágenes tomadas desde las alturas o, mejor aún, con acceder a uno de esos cálculos en los que la superficie ocupada se divide por el número aproximado de individuos que, algo apretujados, podrían caber en ella. El éxito de la convocatoria resulta todavía más notorio si se atiende al carácter de los convocantes, un centenar de entidades cívicas procedentes de distintos puntos de la geografía española y de idearios diversos, desde los más liberales hasta los más conservadores. ¿Qué les unía, aparte de la defensa de la Constitución y el Estado de derecho? Como bien dijo por una vez el presidente Pedro Sánchez, les unía, al igual que a los asistentes que respondieron a la convocatoria, su carácter excluyente: los allí reunidos tenían como fin último excluir del Gobierno de la Nación al PSOE de Sánchez y a sus aprovechados compinches de las dos últimas legislaturas. Eso sí, excluirlos dentro de unos meses, o sea, urnas mediante.
Esa clase de iniciativas, en las que los partidos políticos asumen un papel vicario, son siempre motivo de controversia. ¿Deben sumarse a ellas las formaciones afines? ¿Deben hacerlo con una representación de primer nivel o con una más discreta? Como es natural, lo que hagan o dejen de hacer dependerá al cabo, de lo que juzguen más conveniente para sus intereses electorales. En el caso que aquí nos ocupa, Vox fue a por todas, con sus primeros espadas, como tiene por costumbre. El PP, en cambio, tiró de su inveterada moderación y mandó una representación de segundo nivel, no vaya a ser que. Y la flamante pareja directiva de Ciudadanos, en fin, acabó renunciando –sí voy, no voy– a lo que habría sido, como en el caso de Vox, una representación top. Claro que la jugada tuvo un final feliz y quién sabe si planeado, al estar presente el partido en Cibeles con una representación muchísimo más top: la de los tres rostros más conocidos y mediáticos –los dos femeninos, en especial– de la ejecutiva entrante.
Hay quien considera que esas movilizaciones no sirven para nada. O incluso que son contraproducentes. Discrepo. Creo que en un momento político como el actual, con un Estado de derecho gravemente mellado por las decisiones del Gobierno y sus socios de legislatura, la sociedad civil debe alzar su voz en defensa de los valores constitucionales. No basta con la actividad parlamentaria ni con la intervención de los representantes de los partidos en el escenario mediático. La movilización ciudadana, en la medida en que traslada a las formaciones políticas el aliento de la gente de a pie y las empuja a actuar, es fundamental en circunstancias como las presentes. No hay que hacerle ascos, al contrario. Ni tenerle miedo. El sábado en Cibeles había mucho militante de los partidos adheridos a la manifestación, sobre todo del que se había sumado a ella sin matices. Pero también había ciudadanos sin adscripción partidista que acaso no habrían ido si la convocatoria hubiera corrido a cargo de los partidos en cuestión.
“El hombre es más importante que los hombres”, creía y escribía André Gide antes de entregarse en 1935 a la causa del comunismo –de la que renegó, por cierto, al cabo de un año tras un viaje a la URSS en el que tuvo ocasión de comprobar in situ los efectos del experimento–. Semejante creencia en el individuo por encima del colectivo; en el libre albedrío del ciudadano por encima de ingenierías sociales y coacciones identitarias, del orden que sean; en la necesidad, en definitiva, de defender lo que nos une para poder comportarnos conforme a lo que, uno a uno, nos singulariza, también estaba presente entre muchos de los manifestantes. Lo que no quita, claro, que la indignación, e incluso la rabia, tuvieran asimismo su asiento en el ánimo de la mayoría. No era, ni es, para menos.