El Gobierno de Pedro Sánchez cumple, aunque sólo sea con su propósito mayor, el de dejar este país hecho unos zorros. Para muestra: el Gobierno cerró el año publicando en el BOE la convocatoria, por parte de distintos ministerios, de 2.074 plazas de funcionario de carrera a las que podrá accederse sin oposición o, lo que es lo mismo, con la simple presentación de los méritos contraídos, en cuyo baremo van a pesar decisivamente los años que el candidato lleve como interino. Se trata, pues, de una convocatoria sin prueba ninguna, sin nada que acredite de forma objetiva el nivel del concursante, sin contenidos cuya adquisición haya que demostrar. Tal y como informaba el Día de Reyes el diario Abc, los colegios profesionales de dos de los principales colectivos de altos funcionarios afectados, el de letrados de la Administración de Justicia y el de secretarios, interventores y tesoreros de la Administración Local, han anunciado ya que piensan acudir a los tribunales. Razones no les faltan.
Así las cosas, a nadie debería extrañar que esa modalidad de aplantillamiento –perdón por el palabro, pero así se llamaba al menos en la Administración hace un cuarto de siglo al hecho de convertir a un trabajador eventual en fijo de plantilla– lleve la marca de un hombre sin estudios, el actual ministro de Cultura y antes de Política Territorial y Función Pública, Miquel Iceta. Nada más coherente, en el fondo, que alguien que ha vivido siempre de la política, sin otro mérito que el de haber trepado de cargo en cargo durante más de cuatro décadas a costa del contribuyente, sea el impulsor de semejante medida. Ni nada más lógico tampoco que lo sea en un gobierno cuyo presidente luce un título de doctor seriamente manchado por el plagio. Por lo demás, en esa conculcación manifiesta del artículo 103.3 de nuestra Constitución, aquel que prescribe “el acceso a la función pública de acuerdo con los principios de mérito y capacidad”, resulta difícil no entrever la querencia de Sánchez y sus amigos, gubernamentales o no, por ir laminando los principales pilares del Estado de derecho.
Los funcionarios suelen tener mala fama entre muchos ciudadanos de a pie. De una parte, en tiempos de crisis, con el cierre de empresas, la proliferación de los Eres y el consiguiente abotargamiento de las listas del paro, sufren la envidia de quienes no gozan, como ellos, de un puesto de trabajo y un sueldo asegurados. Luego está lo del larriano “vuelva usted mañana”, esa sensación que invade a menudo a los contribuyentes de que el funcionario que les atiende, mediando o no ventanilla, en una oficina de la administración no pone el suficiente empeño en aclararles por qué diantre la tramitación de un expediente que les afecta no progresa adecuadamente, sino que está varado en una mesa de despacho junto a un montón expedientes análogos. Como todo acostumbra a tener su reverso, esa burocracia que el funcionario administra mejor o peor se ha ido volviendo en su contra en el campo educativo. Primero fue la universidad con el Plan Bolonia. Ahora le ha llegado el turno a la enseñanza obligatoria con la ley Celaá. Papeles y más papeles que rellenar por parte de los docentes. Lo que menos importa ya es la enseñanza, la instrucción. (Y hablando de enseñanza e instrucción, tampoco es casualidad que esas dos mil y pico de plazas de funcionario a las que van a acceder otros tantos interinos sin más mérito y capacidad reconocidos que los años que llevan calentando la silla vayan a adjudicarse en consonancia con la puesta en marcha de una ley de educación y unos currículos en los que la adquisición del conocimiento no tiene prácticamente ningún valor.)
Con todo, en un Estado de derecho los funcionarios resultan imprescindibles en la medida en que son ellos los garantes –y no los cargos políticos a los que sirven– de que las instituciones funcionen y lo hagan con arreglo a la ley. Si el lector ha visto algún capítulo de la famosa serie de televisión “Sí, ministro” comprenderá perfectamente el porqué. La formación, la experiencia, la competencia estarán siempre de parte del funcionariado. Quienes entienden del asunto son ellos y no los políticos, pues para eso han estudiado y han opositado hasta ganar la plaza que ahora ocupan. Los funcionarios representan la continuidad, la estabilidad y la salvaguarda de las instituciones, mientras que el cargo público no suele atender por lo general a otro criterio que al ideológico ni a otra actitud que al oportunismo. De ahí el roce inevitable entre unos y otros. Y de ahí la necesidad, claro, de que los primeros hayan alcanzado la plaza por méritos propios, debidamente contrastados, y no por otras vías. En este sentido, no es en modo alguno casual que los gobiernos de la Generalidad catalana se hayan negado desde hace décadas a convocar oposiciones para cubrir las numerosas vacantes del cuerpo de inspectores educativos y hayan nombrado directamente a los interinos; la posibilidad de que la inspección recayera en un funcionario independiente y cumplidor de la ley constituía un verdadero peligro para los propósitos sediciosos de unos gobiernos cuyo principal semillero adoctrinador estaba y sigue estando en la escuela.
Decía al principio que el propósito de Sánchez –y de sus socios de gobierno y legislatura, por descontado– era dejar este país hecho unos zorros. La operación lleva tiempo en marcha y el debilitamiento del funcionariado constituye un estadio más en la fagocitación de las instituciones del Estado por parte del Ejecutivo. Confiemos –ya saben, la esperanza…– en que ese largo proceso de absorción y ese minado de la confianza en el sistema no vayan más allá de diciembre.