Quienes entienden de encuestas suelen fiarlo todo, o casi todo, a la tendencia. Parece sensato. Lo que arroje un sondeo sobre, pongamos por caso, la intención de voto es un corte en el tiempo, el estado de la opinión ciudadana en un momento dado; y nada más. Incluso si ha sufrido la corrección a la que lo someten los especialistas –la tradicional cocina de la que hablan los medios– y que consiste básicamente en aplicar a los datos obtenidos unos ajustes relacionados con el comportamiento del encuestado en sondeos anteriores y con la fiabilidad misma de los votantes de un partido concreto, su carácter más estable o más volátil; incluso entonces, lo que tenemos no es más que una foto fija correspondiente al breve periodo en que se llevó a cabo el trabajo de campo.
Para los expertos, insisto, lo importante es la tendencia. O sea, la opinión de los futuros electores a lo largo del tiempo, tanto si deciden votar como si optan por refugiarse en la abstención. Al igual que en otros asuntos sobre los que se vierte a menudo un parecer –el suicidio, por ejemplo, o la llamada violencia de género–, lo sustancial para no errar en el análisis y caer en alarmismos es la serie, la evolución mes a mes, año a año. En otras palabras, abrir el foco al pasado, lejano o inmediato según el caso, y no dejarse llevar por el imperativo de la actualidad. Pues bien, casi todos los sondeos de opinión –sobra decir dónde está la excepción– confirman un crecimiento sostenido del Partido Popular en la intención de voto y una mengua paralela de la intención asociada al Partido Socialista. Por lo demás, ese crecimiento, a juzgar por las tablas de transferencia de voto, no se produce principalmente a costa de quienes manifiestan sus preferencias por la otra fuerza de la derecha, sino que resultaría del comportamiento de quienes se reconocían en el pasado a la izquierda del PP, ya sea en Ciudadanos, ya en el PSOE o incluso en la abstención misma. En definitiva, todo indica que la estrategia de Alberto Núñez Feijóo de apostar por la moderación y no confrontar con el nacionalismo en su conjunto –lo que sí han hecho Vox y Cs–, le está dando resultado.
Aunque siempre es arriesgado ejercer de pitonisa –y más en política, donde los cambios de tendencia son siempre multifactoriales y difíciles, pues, de anticipar–, parece evidente que el PP tiene todos los puntos para sacar un resultado notorio en las próximas autonómicas y municipales y rematarlo a los pocos meses con otro igual o mejor en las generales, lo que convertiría a Feijóo en el próximo presidente del Gobierno. Me dirá el lector que muy bien, pero que ahí está y estará Vox. Sin duda. Pero también sin pero. Por más que desde Moncloa, Ferraz y sus satélites mediáticos se empeñen en identificar un partido con otro –la próxima manifestación del 21 en Cibeles, convocada por entidades cívicas y a la que ambos van a concurrir, aunque en el caso del PP con evidentes reservas– y en sostener que el primero es rehén del segundo –el pollo montado por Vox en Castilla y León a cuenta del supuesto protocolo provida–, ello no afectará, a mi modo de ver, la mencionada tendencia ni servirá para movilizar de manera significativa el voto de izquierda, más o menos extremo.
Desde que es presidente del partido, y al margen de la incontestable ayuda que le han brindado, de una parte, el cúmulo de barbaridades cometidas por Pedro Sánchez en su afán por mantenerse a cualquier precio en la presidencia del Gobierno y, de otra, los errores irreparables de las sucesivas direcciones de Ciudadanos, Feijóo ha procedido en su estrategia política de forma parecida a la que se sigue con el proceso de decantación del vino. Ha ido inclinando poco a poco la derecha política hacia el decantador, esto es, hacia un centro más o menos amplio, de modo que el poso no sobrepasara el hombro de la botella. Con ello ha logrado no sólo airear el producto, sino también rehuir la asociación con Vox –y ya me perdonarán los votantes de la formación de Abascal la imagen empleada–, pese al empeño marrullero de la izquierda en establecerla.
Y lo cierto es que la operación, de momento, no le está saliendo nada mal.