Las grandes convulsiones políticas y económicas suelen traer la necesidad de cambios. Que esos cambios luego se traduzcan en hechos y fructifiquen ya es otro cantar. Hará pronto tres lustros, cuando estalló la crisis económica y el gobierno de entonces, presidido por el socialista José Luis Rodríguez Zapatero, se negó a afrontarla y prever sus consecuencias, se habló mucho de la necesidad de una “nueva política”. Era una forma de decir que el país necesitaba cambios, que esos cambios no podían esperar si queríamos salir del pozo y que no correspondía ya a los partidos tradicionales –o sea, al bipartidismo que había caracterizado la política española desde los tiempos de la Transición– llevarlos a cabo.
El sintagma no era nuevo. Es más, históricamente había servido para todo, lo mismo para un barrido comunista que para un fregado filofascista. Lo utilizó Lenin en 1922 para bautizar su nueva –y a la postre criminal– política económica, la NEP, y lo utilizó a su vez el gobierno de Vichy en 1940 –en su caso, el de politique nouvelle– para aludir a su colaboración, no menos criminal que la soviética, con la Alemania nazi. Pero esos antecedentes, a la hora de atribuirse la etiqueta, se dejaban de lado, como se dejan de lado los hechos del pasado que no nos conviene o apetece recordar, en el supuesto de que sepamos, claro está, de su existencia. Lo nuevo siempre cotiza al alza. Incluso cuando, como aquí, está lejos de serlo.
Esa nueva política a la que me estoy refiriendo la encarnaron en su momento en España dos partidos. Por un lado, Ciudadanos; por otro, Podemos. Ciudadanos, aunque nacido en Cataluña en 2006 con el propósito manifiesto de intervenir en la política nacional, no dio realmente el salto al ruedo ibérico hasta que las autonómicas catalanas de 2012 confirmaron su crecimiento como contraparte al separatismo. Es verdad que en el espacio político al que aspiraba –esa franja transversal que aúna el liberalismo y la socialdemocracia de entonces– y en su denuncia desacomplejada de los efectos nocivos del nacionalismo en todas las esferas de la cosa pública tenía una dignísima antecesora en UPyD. Pero el hecho de que Rosa Díez ocupara desde 2008 un escaño en el Congreso, unido a su condición de antigua parlamentaria autonómica y europea por el PSOE, impidieron sin duda que la formación magenta, cuyo peso político se desvaneció casi por entero en 2015, fuera considerada una muestra de la nueva política surgida como respuesta a la crisis económica de 2008.
En cuanto a Podemos, fundado a comienzos de 2014, sí puede afirmarse sin reservas que su existencia bebe directamente de aquella necesidad de cambio originada por la crisis y, más en concreto, del movimiento del 15-M. Su impugnación programática de la política tradicional, de la Transición misma y de la democracia representativa situaron al partido en una radicalidad nunca vista hasta entonces, en una nueva política que aspiraba a lograr la supremacía de la izquierda española y de cuanto pudiera catalogarse de antisistema.
Lo que vino a continuación lo conoce de sobra el lector y se resume en sendos fracasos. A día de hoy Ciudadanos, con la cúpula inmersa en una fraterna y letal refriega, es lo más parecido a un alma en pena. Lo cual no debería ser motivo de gozo para nadie, y menos para quienes sueñan con canibalizar sus restos. Las políticas reformistas propuestas por el partido en 2015 y jamás implantadas a nivel nacional siguen siendo imprescindibles para España. Y no parece que el PP de Alberto Núñez Feijóo esté ni vaya a estar por la labor de sacar provecho de la herencia. Podemos, por su parte, se encuentra a un paso de tomar un rumbo parecido al de Ciudadanos; todo dependerá de lo que ocurra con la marca en las elecciones autonómicas y municipales –circunstancia a la que no es ajena, por supuesto, la competencia nada amigable por el mismo espacio político de Yolanda Díaz y el incombustible PCE–.
Pero una cosa es Podemos y sucedáneos, y otra muy distinta el destino de sus desvariados desafueros programáticos. Una buena porción de ellos, hay que reconocerlo, se ha llevado a la práctica con un gobierno, el actual, del que ha formado parte. Aun así, más vale que pierdan toda esperanza: ni se lo van a reconocer en el futuro, ni mucho menos van a atribuirlo a aquella ya avejentada nueva política de la que hace años presumía la formación.
Y es que, si bien se mira, la única nueva política merecedora de este nombre ha sido la aplicada por Pedro Sánchez desde junio de 2018. Nadie como él ha destruido con semejante ahínco, desde el poder y pactando con el mismísimo diablo, sea este podemita o separatista, los pilares de nuestra democracia liberal. Queda todavía por lo menos un año de acoso y derribo, pero puede ya afirmarse sin lugar a duda que si por algo va a pasar a la historia el personaje no será, muy a su pesar, por haber exhumado los despojos de Francisco Franco, sino por haber sido el artífice de la ejecución de esa nueva y profundamente corrosiva política.