Toda política es representación. La parlamentaria, además, lo es por partida doble. De un lado, el diputado está donde está en representación de los ciudadanos que le han prestado su voto porque figuraba en una lista electoral, y también en representación del resto de los electores –aunque esto último el diputado suele olvidarlo en menos que canta un gallo, suponiendo que llegue a saberlo alguna vez–. De otro lado, el diputado representa. O sea, actúa y sobreactúa, asume a conciencia un papel, construye un personaje; hace teatro, en definitiva. Ese personaje, claro está, le acompaña a todas partes. Cuando hace declaraciones en sede parlamentaria o a pie de calle, cuando le entrevistan en la radio o la televisión, cuando escribe –o le escriben– un tuit, ya no es fulano de tal, sino el político fulano de tal. De ahí que sean tan patéticos los intentos de algunos políticos por dejar de serlo según les conviene, por sostener que hablan a título personal. Mientras están en política, todas las personas, les guste o no, son personajes.
Es en este formato en el que hay que encajar las últimas escaramuzas habidas en el Congreso o fuera de él. Carla Toscano e Irene Montero, por ceñirnos a ellas, son personajes y obran como tales. Que algunos ciudadanos se enojen o sientan vergüenza ajena por lo que dicen o por como lo dicen, se entiende. Pero, qué quieren, es lo que hay. Y no sólo en política, también en la sociedad española de estas primeras décadas de siglo a la que representan. Que esas diputadas, por el puesto que ocupan –la segunda, además, con la agravante de formar parte del Gobierno–, diesen ejemplo y se comportasen, o sea, actuasen con corrección, sería lo lógico. Sin embargo, convendrán conmigo en que es mucho pedir. Y más cuando la presidencia del Gobierno de España la ocupa un mentiroso compulsivo con rasgos psicopáticos y una egolatría guiñolesca.
Ese personaje al que llamamos político sólo se resquebraja cuando del record se pasa al off the record. Pero no al off voluntario, que sigue siendo, claro, impostado, sino al involuntario. Aquello del micro que por un descuido ha quedado abierto en la emisora o el plató. En la política española el caso más conocido es el de aquella entrevista del ínclito Iñaki Gabilondo a su amigo José Luis Rodríguez Zapatero en vísperas de la campaña para las generales de 2008. Recién terminada y mientras abandonaban el plató, el entonces presidente del Gobierno le confesó al periodista: “Yo creo que nos conviene que haya tensión”, a lo que este último asintió. Pero el primero no se quedó ahí. En consonancia con la conveniencia antes expresada, afirmó: “Yo voy a empezar, a partir de este fin de semana, a dramatizar un poco”.
Esa estrategia de la tensión, tan cultivada en los dos mandatos de Rodríguez Zapatero, se ha mantenido a lo largo de los cerca de 19 años transcurridos desde entonces, mandara quien mandara en La Moncloa. Cuando la crisis económica se llevó por delante lo que quedaba del viejo partido socialista y el ya expresidente Rodríguez Zapatero se dedicó de lleno a su alianza de civilizaciones y a traficar acuerdos con las dictaduras bolivarianas, Podemos tomó el relevo. Y en 2018 la llegada de Sánchez al poder de la mano de una mayoría parlamentaria formada por partidos que habían dado muestras abundantes de su apego a eso que ahora Irene Montero y los suyos han bautizado como “violencia política” –y que no es sino la actualización de aquella vieja tensión zapateril– y, en particular, la posterior entrada de Podemos en el Gobierno, tensionó hasta tal extremo la esfera y el debate políticos que no parece ya una exageración afirmar que en España la democracia y el Estado de derecho corren serio peligro.
En este sentido, la aparición de Vox ha constituido un simple reactivo. No le den más vueltas: la principal responsabilidad de cuanto está ocurriendo y de sus efectos en la convivencia entre españoles –al margen de la que corresponde a la mansa dejación de funciones del PP cuando ha gobernado– es de la izquierda gubernativa y de sus fieles aliados. Decía Jean-François Revel en 1988 que la ideología era “una triple dispensa: dispensa intelectual, dispensa práctica y dispensa moral”. Y ponía como máximo ejemplo –aunque no único– al socialismo. Es decir, a lo que ahora entendemos, tomada en su conjunto, por izquierda. La dispensa intelectual consistía en tener en cuenta tan sólo los hechos favorables a la tesis que se sostiene, incluso a inventarlos de cabo a rabo si es preciso. La dispensa práctica, por su parte, consistía en prescindir del criterio de eficiencia, o sea, en negar toda validez probatoria a los fracasos. Y la dispensa moral, en fin, consistía en situarse por encima del bien y del mal, en convertir la ideología en la única moral posible.
Han pasado 34 años desde entonces, pero no me negarán que tanto la definición como su aplicación al pensamiento de izquierda en particular no sólo estaban bien traídas, sino que siguen estándolo. Y así nos va, por cierto.